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—Muy graciosa. —Bailey parecía mortificado—. ¿Tienes algún problema con ese Canay?

—Todavía no.

—Procura seguir así. No es de fiar.

—Eso parece. Ya lo imaginaba.

—¿Puedo hacer algo más?

—Irte a casa a descansar. Gracias, Bailey.

Andie le mandó un beso.

—Ten cuidado, Andie —respondió el hombre, sin el menor rastro de su anterior tonillo burlón—. Y mantente en contacto conmigo.

—Lo haré. —La pantalla quedó a oscuras.

Andie terminó de deshacer el equipaje y se tomó otra copa.

«¡Vaya sorpresa se llevará Stephen cuando le cuente todo esto!», pensó con sombría satisfacción.

Dejó el vaso en la mesa y empezó a cruzar la estancia, pero se detuvo y se llevó la mano a la boca.

¿Y si no se llevaba ninguna sorpresa?

¿Y si sabía lo de Ben desde el principio?

¿Qué debía hacer ella?

Andie se pasó la mayor parte de la noche sentada en el sofá, haciéndose las mismas preguntas una y otra vez.

¿Hasta qué punto conocía Stephen las andanzas de Ben? ¿Hasta qué punto?

Mucho antes del amanecer, renunció a toda pretensión de conciliar el sueño y se vistió.

La estación del suburbano presentaba un aspecto fantasmal, completamente desierta e iluminada con crioluces azules. Andie se sintió como si fuera la única persona viva en Washington. Llegó al despacho antes de las seis.

Una mujer de piel oscura vestida con un traje malva esperaba ante la puerta del despacho como si fueran las dos de la tarde.

—¿Señorita Greenberg? —preguntó con una agradable voz de contralto.

—¿Sí?

—Soy Rayma Esteren, del Washington Post —se presentó, mostrando brevemente sus credenciales—. ¿Podríamos hablar en privado unos momentos?

—¿No es un poco temprano, señorita Esteron? —respondió Andie—. ¿Cómo ha entrado? ¿Es que se ha quedado montando guardia toda la noche?

—No, exactamente. Conozco a algunas personas…

La mujer morena le dirigió una sonrisa de complicidad.

—Verá, le aseguro que no puedo recibirla sin concertar una cita… —declaró Andie en tono tajante.

—Se trata de un asunto muy importante, señorita Greenberg —replicó Esteron—. ¿Está segura de que no puede dedicarme unos minutos?

—Me temo que no.

—Es algo referente al senador Jeffers… y al señor Canay.

—¿Oh?

Esteron permaneció impasible.

—Muy bien —dijo Andie con cautela—. ¿Qué le parece si me cuenta lo que sea en el despacho?

La periodista movió la cabeza en gesto de negativa.

—Será mejor en otra parte. En mi deslizador, por ejemplo. Está aparcado fuera.

Andie la miró, desconcertada.

—Esto es muy irregular.

—Por favor, permítame —insistió Esteron, con una sonrisa afable.

Andie se encogió de hombros.

—Vamos…

El deslizador púrpura de Esteron estaba aparcado en la entrada de servicio de la Sala Norte. Con un escalofrío, Andie salió tras la otra mujer al aire helado de aquel amanecer de febrero. La periodista debía de conocer a mucha gente. De lo contrario, a esas alturas su deslizador ya habría recibido cinco multas por aparcar allí.

Esteron pulsó un botón del teclado que llevaba en la muñeca, y las portezuelas del vehículo se abrieron. Andie ocupó el asiento del acompañante.

—¿Y bien? —dijo, una vez instalada—. Ya estamos encerradas y a salvo. ¿De qué me quiere hablar?

—Vamos a dar una vuelta.

La periodista programó el mecapiloto y se arrellanó en el asiento para observar a Andie. El deslizador tomó velocidad calle abajo hacia una vía de acceso a la autopista de circunvalación.

—Verá, señorita Greenberg. En el momento de su muerte, Jacqui Renstrow había conseguido una abundante documentación sobre las actividades financieras del senador. ¿No ha apreciado usted nunca alguna irregularidad en las actuaciones contables del senador?

A Andie se le aceleró el pulso.

—¿Por qué me lo pregunta? Yo soy la coordinadora de prensa y medios de comunicación.

Esteren le lanzó una mirada perspicaz.

—También está usted muy próxima al senador.

—Creo que será mejor que hable con alguien de contabilidad —se apresuró a replicar Andie—. No tengo nada que decir al respecto.

La periodista exhaló un suspiro.

—Esperaba que colaborase de buen grado… —comentó. Llevó una mano al bolso, sacó un fino billetero y lo abrió. Durante unos breves instantes, Andie vio una placa dorada cubierta de holocircuitos verdeazulados—. Señorita Greenberg, trabajo para el FBI. Estamos realizando una investigación de las finanzas del senador Jeffers. Parece que se están desviando grandes sumas de dinero del presupuesto de su despacho.

—¿Qué? ¿Y adonde va a parar?

—Eso es lo que nos gustaría descubrir.

—¿Por qué me lo cuenta a mí? ¿No tiene miedo de que vaya a decírselo a Jeffers?

—Con franqueza, sí —respondió Esteron—. Conocemos su relación con el senador. Sin embargo, es usted una de los dos únicos no mutantes que trabajan en su despacho, y, como bien sabe, no podemos recurrir a Canay.

—¿A qué se refiere?

—Joe Bailey es amigo mío —dijo la agente sin alterar la voz—. Y de usted. Está preocupado por lo que le pueda suceder. Después de su conversación de anoche, Joe me llamó. Colocamos una cámara en su piso y por eso me ha encontrado esperándola hace un rato.

—¿Bailey le ha hablado de Canay? —Andie meneó la cabeza—. Lo mataré.

Apretó los puños. Sus ojos sostuvieron la mirada de Esteron y casi sonrió.

—Si lo hace, no me lo cuente. —La voz de Esteron tenía un levísimo asomo de cálida ironía, pero su expresión permaneció sombría—. Señorita Greenberg, sospechamos que Canay está plenamente implicado. El senador podría ser inocente. Si duda de lo que estoy diciendo, puedo mostrarle los informes financieros. Pero me parece que me cree usted, ¿verdad?

—Sí.

—Estupendo. Entonces, me gustaría pedirle que trabaje para nosotros.

—¿Qué? —Andie la miró con incredulidad.

—Se trataría simplemente de informarnos de lo que viera, una vez al día.

—No creo que pueda hacerlo.

Esteron le sonrió suavemente.

—¿Se da cuenta de que si procesamos por fraude al senador, o al señor Canay, podría ser acusada de cómplice?

—No me amenace con tonterías —replicó Andie—. Como habrá visto sin duda en mis datos, también soy abogada y sé defenderme en un tribunal. Creo que empezaría por hablar de discriminación deliberada y acoso al único senador mutante del Congreso. Además, si ha husmeado tanto como me temo, debería saber que nunca me volveré contra Stephen por usted. Nunca.

—Ya me temía que iba a responder así. —La agente miró al vacío por la ventanilla de Andie. Por fin, añadió—: ¿Le hablará de esto?

—No lo sé. —Andie levantó ambas manos—. ¿Por qué tiene que mezclarme en todo esto? ¿Por qué no se limita a hacer su trabajo?

—Porque necesito su ayuda.

—¡Pues búsquese a otro!

—Usted es la única que puede ayudarme.

—Entonces, me parece que no ha tenido suerte. —El tono de voz de Andie era áspero—. ¿Jacqui Renstrow trabajaba con usted?

—Era una informadora, sí. Sospechamos que su muerte tiene relación con esto.

Durante unos momentos, sus miradas se encontraron.

—No me lo puedo creer —dijo Andie—. No quiero. Es imposible que Stephen esté relacionado con nada de esto.