—¡Oh, no empieces con ésas otra vez! —exclamó Ryton con una áspera risotada—. Sabes bien que ya se hablaba de codificar el genoma hace veinte o treinta años, en los ochenta. Pero nunca se ha realizado con éxito, sobre todo desde que el error de los japoneses condujera a la moratoria en el proyecto.
—Tal vez la moratoria no se extendió nunca a Brasil.
Halden vació el tazón de un trago y se sirvió más café.
—¿Y qué has oído de Rusia?
—Informaciones dispersas. No están tan organizados como nosotros, por supuesto, pero en su último viaje allí, Zenora vio a Yakovsky, y éste le confesó que ellos también están preocupados con lo de Brasil.
—Esto debería tratarse en la reunión general.
—Lo mismo opino yo. ¿Mañana?
Ryton asintió.
—Las consecuencias pueden ser temibles. Al fin y al cabo, los normales no saben muy bien qué hacer con nosotros ahora. Pero ¿qué sucederá si sale a la luz un auténtico mutante potenciado?
—Bueno, ya sabes, lo habituaclass="underline" disturbios, «pogromos», linchamientos… —Halden sonrió—. Tú siempre te fijas en el lado oscuro, James. Un mutante potenciado podría ser algo maravilloso.
Herido, Ryton se detuvo.
—Sé que esto te resulta divertido, Halden. Pero yo no he olvidado 1992. Ni a Sarah. El asunto podría ser muy peligroso para nosotros.
—Entiendo que estés preocupado —asintió Halden con diplomacia—, pero ya hace veinticinco años de eso. Por otra parte, ¿acaso no estamos nosotros tratando de hacer lo mismo, a nuestro modo? ¿Crear supermutantes mediante la endogamia?
—No —replicó Ryton—. Lo que nos importa a nosotros es la supervivencia. La seguridad en nuestro número. Lo que nos interesa es mantenernos apartados de los problemas, no convertir en obsoleto al resto de la raza humana, que es de lo que nos acusarán si ese asunto del supermutante resulta ser, siquiera remotamente, cierto. Ya sabes que los normales nos tienen miedo, incluso ahora. Y si existe alguna realidad tras esos rumores de mutantes potenciados mediante radiaciones, ¿qué será de nosotros entonces, Halden? ¿Qué será de nosotros?
Aunque no había dunas que le ocultaran de las miradas, Michael se arriesgó a levitar sobre las olas. Anochecía, y no le pareció que pudiera ser visto fácilmente. No le gustaba utilizar sus facultades de mutante en presencia de extraños, al contrario que uno de sus primos, que disfrutaba haciendo exhibiciones para sobresalto de los mortales. A aquella hora no había nadie en la playa.
Un viento vigorizante le llevó indicios de nieve. Unos cuantos pájaros solitarios picoteaban algas marinas al borde del agua. A Michael le maravilló que consiguieran sobrevivir, incluso en el más crudo invierno. Cuando su sombra pasó sobre ellos, se dispersaron frenéticamente.
Flotar sobre al agua era un juego maravilloso. Siempre le había gustado. Cuando era pequeño, en ocasiones su madre le ataba a una cuerda para controlar su capacidad de levitación. Michael la recordó enseñándole pacientemente cuando tenía cuatro añitos: «Da un paso grande y… ¡arriba! Vamos, Michael. Prueba otra vez. »
Sus facultades telequinésicas no habían aflorado hasta hacía tres años. Disfrutó experimentando con ellas. Empujó mentalmente las crestas de las olas. Las aguas se resistieron, por supuesto, pero le pareció ver que cedían un poco.
Michael era una rareza incluso en su comunidad; un mutante doble. Su padre siempre andaba alabando sus preciosos genes. Consérvalos. Protégelos. Cásate con una chica mutante. Ten hijos mutantes. Hazte Guardián del Libro algún día. No muestres tus poderes a nadie. Intégrate. No llames la atención. Sólo recordarlo le ponía furioso. Una ola rompió contra la costa, y la espuma se alzó hacia él. Ganó altura para evitarla.
«Aquellos buenos mutantes —pensó— se ocultaban como ratones, bien apretados, aspirando todo el aire respirable.» Siempre que asistía a una reunión del clan, cada peculiaridad, cada rareza de personalidad de los presentes le irritaba como el rechinar de las uñas en un encerado. Por lo menos, Michael había tenido un respiro durante sus años en la universidad. Había visto cómo vivían los normales. Y le había gustado.
Las personas como Kelly McLeod respiraban tranquilas. Sólo eran responsables ante sí mismas, y tal vez ante sus familias, pero no tenían ni secretos ocultos que proteger, ni tradiciones claustrofóbicas que observar, ni hábitos estrictos que mantener. Estaban liberadas de la empalagosa familiaridad de la vida en el clan. No tenían ninguna misión sagrada, salvo ser ellas mismas y ver qué les ofrecía la vida.
Michael admiraba la fuerte personalidad de Kelly, su independencia. Las mujeres mutantes eran, en su mayor parte, comedidas y cautas; tras sus ojos se adivinaba una sombra oculta. Incluso Jena era así. Por un instante, le dio vergüenza la forma en que la había tratado. Era una chica atractiva, pero tenía los ojos del color inadecuado. Todos los mutantes poseían aquellos ojos de un extraño tono pardo dorado, tostado, insólitamente luminosos en la oscuridad, que permitían reconocer a los miembros del clan en cualquier sitio.
Kelly tenía los ojos azul celeste. A Michael le gustaba el contraste de esos ojos con su piel clara y su cabello oscuro, le gustaba su nariz respingona y delicadamente moldeada, y sus pómulos cincelados. Le fascinaba verla vestida de cuero negro y cadenas plateadas un día para aparecer al siguiente con el cabello recogido, unos discretos pendientes y una blusa pasada de moda con el cuello alto y puntillas. Cuando sonreía, enseñaba una dentadura no muy perfecta, pero eso a él no le importaba. No deseaba que la muchacha fuera una muñeca de plástico. Eso formaba parte de su atractivo.
Recordó cuando la había besado en el patio trasero de los McLeod. Kelly no se resistió cuando el deslizó la mano bajo el sujetador. Michael sabía que, si hubieran tenido tiempo, ella le habría incitado a continuar, pero había aparecido su padre. Y él la deseó con un ansia que jamás había sentido por ninguna chica mutante.
—Llámame cuando vuelvas de vacaciones —le había dicho Kelly, con el cabello rodeado por un halo bajo la luz del porche trasero. Michael estaba impaciente por verla de nuevo. Pero debería procurar que su padre no lo averiguara.
Un eurodólar por tus pensamientos.
Michael se volvió bruscamente, pero no vio a nadie. A lo lejos, oyó una contraventana batiendo al viento. ¿Había imaginado, acaso, que alguien le hablaba?
¿No te da miedo que algún normal te vea y se desmaye?
Alguien le hablaba, en efecto, pero la voz que escuchaba sonaba en su mente, no en sus oídos. Y aquel tonillo burlón e insinuante sólo podía pertenecer a una persona: a su primo Skerry. Pero Halden había dicho que Skerry había desaparecido…
—¿Skerry? ¿Dónde estás? —preguntó en voz alta. Michael no tenía facultades de telépata emisor, y estaba prohibido introducirse en la mente de otros para leer sus pensamientos, aunque no gozaba de tal don. Skerry podía hacerle preguntas, pero no debía sondear en su mente para obtener las respuestas.
Detrás del bar.
Michael descendió rápidamente y avanzó por la arena hacia el edificio gris, curtido por la intemperie y entablado como protección contra los vientos invernales. Se asomó por una esquina, pero sólo vio casas de playa y arena.
Caliente, caliente.
—¡Vamos, Skerry, déjate de juegos! —Michael sabía que Skerry podía estar justo a su lado, pero, a menos que su primo decidiera dejarse ver, podía tenerlo buscándole hasta Año Nuevo.
Escuchó tras él un ruido que le recordó el de un mazo de cartas al ser barajado. Al volverse, observó unas barras grises diagonales que se solidificaban lentamente, como una imagen de vídeo, hasta convertirse en su primo. Skerry estaba como siempre, con su guerrera verde oliva del ejército, pantalones téjanos y botas, y su cabello castaño rizado, su barba y aquellos ojos radiantes tan parecidos a los suyos. Sin embargo, mientras que Michael tenía un cuerpo delgado pero fuerte, dotado para la velocidad, Skerry era corpulento y musculoso, y poseía unos hombros fornidos y unas piernas que parecían capaces de chutar un balón de un extremo a otro de un campo de juego, o de derribar un árbol. Sus blanquísimos dientes asomaban tras una sonrisa burlona. A Michael le caía bien su primo, aunque no se fiaba demasiado de él. Pero tampoco desconfiaba exactamente. Era difícil concretar qué sentimientos le inspiraba un telépata que ejecutaba números de desapariciones.