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—Esperemos que no.

Andie luchó por mantener el dominio de sí misma.

—¡No quiero hablar más del asunto! ¡Voy a volver a mi despacho ahora mismo!

Cruzó los brazos y contempló los primeros rayos trémulos del sol tras el parabrisas.

—Si es eso lo que quiere… —murmuró Esteran en voz baja, pesarosa.

La agente pulsó un botón y el deslizador dio la vuelta a la esquina, emprendiendo el regreso al Capitolio. Ninguna de las dos mujeres pronunció una sola palabra el resto del trayecto.

El vehículo se detuvo junto a la entrada de servicio de la Sala Norte. Cuando Andie se apeó, Esteron le entregó una holotarjeta.

—Por si cambia de opinión.

La agente hizo un rápido gesto de despedida y continuó la marcha. Andie corrió escalera arriba. Pasaba bastante de las siete. ¿Tanto rato había estado hablando con Esteron? La cabeza le latía, y se preparó una taza de café. ¿Qué iba a decirle a Jeffers? Tenía que ser cosa de Canay. Stephen no haría nunca algo ilegal. Nunca.

Ben Canay entró en la oficina y le dedicó una radiante sonrisa al verla.

—¡Buenos días! Llega temprano.

—Supongo que no podía aguantar más —respondió con una sonrisa forzada.

La pantalla del escritorio emitió un sonoro zumbido. Era una llamada de Jeffers desde su deslizador.

—Andie, gracias a Dios que te encuentro. He intentado localizarte en casa, antes.

—¿Sucede algo, Stephen?

—Me he dejado uno de mis maletines de pantalla en casa, y tengo que pronunciar unas palabras en un desayuno que se celebra a las ocho. ¿Puedes enviar a un mensajero a buscarlo?

La inspiración le vino con la rapidez de un circuito de datos.

—No me fío de esos mensajeros —respondió—. Me acercaré yo misma a recogerlo. No tengo una mañana muy cargada.

Jeffers le dirigió una sonrisa de alivio.

—¿No te importa?

—Es un placer.

—Está en la mesa del vestíbulo, junto a la puerta. Programaré la cerradura para que te franquee el paso.

—De acuerdo.

—Estoy en deuda contigo, Andie.

Con un guiño, Jeffers cortó la comunicación.

El viaje en taxi hasta el selecto barrio de Jeffers duró quince minutos. Muy pronto, el paisaje cambió de la nobleza marmórea de los edificios gubernamentales a las pulcras casas con jardín, embellecidas por tupidas arboledas y cuidadas extensiones de césped. Andie se dijo que el barrio resultaba pintoresco incluso en invierno.

Mientras aparcaba junto a la casa particular de Jeffers, el sol asomó entre las nubes matinales. Andie colocó la palma de la mano en la placa identificadora en forma de diamante situada junto a la puerta. La cerradura emitió un chasquido y le franqueó el paso.

El vestíbulo estaba iluminado por unos paneles de marfil traslúcidos. El maletín de pantalla de Jeffers estaba exactamente donde el senador había dicho, sobre una mesilla de roble bruñido junto a la puerta.

Andie no había visitado nunca la casa. Una vez que tuvo el maletín, observó la escalera y decidió subir con cautela los peldaños cubiertos con una alfombra de color verde oscuro. Arriba encontró una gran sala bañada por el sol, de paredes forradas con paneles de teca. A la izquierda se iniciaba un largo pasillo y, en la primera habitación donde asomó la cabeza, descubrió una pantalla de escritorio, unos archivadores y un sofá flotante gris.

Dejó el maletín y contempló la pantalla de escritorio. Jeffers había programado la puerta para que le permitiera el acceso a la casa. ¿Cómo podía ella convencer a la pantalla de que hiciera lo mismo? Su mirada observó la placa de identificación colocada junto al teclado.

¿Y si todos los aparatos electrónicos de la casa funcionaran en el mismo circuito? ¿Era posible que Stephen hubiera programado inadvertidamente su propia pantalla para permitirle el acceso? Colocó la palma de la mano sobre la placa y la pantalla se iluminó. Andie pasó el directorio de archivos. Había muchísimos… ¿Por dónde empezar?

Distinguió uno titulado «Jacobsen» y marcó la orden para detenerse en él. Cuando abrió el archivo, encontró una hoja de cálculo en la que aparecían apuntadas diversas cantidades reservadas a A.T. «Identificar A.T.», solicitó Andie.

«Arnold Tamlin. Ver archivo Marzo», respondió la pantalla.

¿Tamlin?

A la mujer empezaron a temblaría las manos.

Buscó el archivo indicado. Contenía una serie de instrucciones de Ben Canay a Tamlin, corregidas por Jeffers.

«¡Dios mío! —pensó Andie—. Jeffers dirigió en las sombras el asesinato de Jacobsen!» Las piernas le fallaron y tuvo que dejarse caer en la silla del escritorio.

Andie no se lo podía creer.

Se cubrió el rostro con las manos.

¿Qué debía hacer ahora?

«Podría marcharme sin más —pensó—. Podría fingir que no sé nada.»

No.

Se volvió y contempló la pantalla.

Decidió que no podía marcharse, que tenía que averiguar hasta dónde llegaba aquello. Tras un profundo suspiro, empezó a repasar de nuevo el directorio de archivos.

Una hora más tarde, había localizado las hojas de cálculo en las que constaba el lugar adonde estaba siendo desviado el dinero.

Brasil. Clínicas médicas de la ciudad de Río de Janeiro y alrededores.

«La investigación de los supermutantes —pensó Andie—. Jeffers también anda detrás de esto.» Sintió el impulso histérico de echarse a reír, pero el único sonido que emitió fue un sollozo agudo y tenue.

Necesitaba una copia de todo. Pero ¿dónde guardarla? La pantalla de la oficina era demasiado accesible, e incluso la de su casa era fácil de forzar.

Durante unos segundos cruzó por su mente el recuerdo de Brasiclass="underline" las cimbreantes palmeras, los encantadores nativos, Karim…

¡Karim!

Podía trasmitir aquellos datos a la pantalla de su casa. Andie aún tenía su código privado. Y, aunque Karim descubriera la información antes de que ella pudiera ponerse en contacto con él, seguro que no la borraría sin consultarla antes.

Con un suspiro de alivio, copió los datos y efectuó la transmisión de pantalla a pantalla; luego borró el código de transmisión y se arrellanó en el asiento.

—¿Buscabas algo? —le preguntó una voz familiar.

Andie se sobresaltó.

Jeffers estaba apoyado contra la puerta con gesto despreocupado. Sin embargo, su expresión no era sonriente. Andie notó el corazón desbocado de terror, pero consiguió mantener un tono de voz tranquilo.

—Stephen, creí que estabas en una reunión.

Fingiendo indiferencia, alargó la mano y desconectó la pantalla.

—La reunión fue cancelada —respondió Jeffers—. Ben estaba preocupado por tu tardanza. ¿Cómo has podido acceder a mi pantalla?

—Estaba conectada cuando llegué —mintió Andie, encogiéndose de hombros—. Quizá te olvidaste de cerrarla.

—Sí, tal vez —replicó Jeffers, ceñudo—. Pero ¿por qué la estabas utilizando?

—Necesitaba reprogramar mi mecadoncella, y he supuesto que no te importaría si empleaba tu pantalla para hacerlo.

—¿Es que no has traído tu pantalla de notas?

—La he dejado en el despacho —respondió Andie, consciente de que la pantalla a la que Jeffers se refería permanecía oculta a la vista al otro lado del sofá.

—Bueno, no importa. No ha sucedido nada malo —murmuró Jeffers.

Atrajo a la mujer hacia sí y la estrechó entre sus brazos, insinuante.

—Ya que estamos aquí, voy a hacer de guía turístico de la casa. ¿Has visto el dormitorio?

Jeffers le acarició la nuca con la nariz, y a Andie se le encogió el estómago con una extraña mezcla de terror, repulsión y deseo. Se liberó del abrazo y murmuró:

—Antes me gustaría ver el baño.