Con una sonrisa nerviosa, escapó pasillo adelante hasta el aseo. Cuando hubo cerrado la puerta tras ella, estudió su imagen reflejada en el espejo azulado y contó treinta segundos; luego, otros treinta.
No podía quedarse allí para siempre. Tal vez pudiera recurrir a la excusa de una jaqueca y abandonar la casa.
«Manten la calma y sigue actuando», se dijo.
Cuando volvió al estudio del senador, encontró a éste sentado en el sofá, con la pantalla de notas sobre los muslos. Jeffers la miraba con la expresión de un gato que viera posarse un pajarillo cerca de él.
—Pensaba que te habías olvidado esto en el despacho —murmuró el mutante sin alzar la voz.
Andie se sintió palidecer.
—¡Oh! Esto…, supongo que no.
—No te molestes en inventar mentiras. Andie. Acabo de comprobar la memoria de la pantalla. Se te ha olvidado borrar el registro de los últimos archivos utilizados. —El senador dejó la pantalla y el maletín a un lado y se puso en pie—. Supongo que estás sorprendida —añadió a continuación.
—¿A qué te refieres? —intentó disimular Andie.
—A lo de Tamlin.
—¿Qué es lo de Tamlin?
—No me vengas con juegos, Andie. —La voz de Jeffers sonaba acerada—. De todos modos, el asunto fue idea de Ben.
Andie se tranquilizó ligeramente.
—¿Quieres decir que Ben arregló el acceso de Tamlin a Eleanor Jacobsen?
—Sí.
—¿Y tú no sabías lo que tramaba?
—Él se ocupó de todo.
La mirada de Jeffers no titubeó en ningún instante.
—Gracias a Dios —murmuró ella—. Lo sabía. Sabía que no podías haber urdido el asesinato de la senadora.
Jeffers le dirigió una sonrisa triunfal, y Andie no se sintió tan segura de lo que acababa de decir.
—No, es cierto. Mi intención no era matarla —declaró él—. Tamlin sólo tenía que herirla, pero era un tipo demasiado inestable y se extralimitó.
—¿Que querías herirla? —Andie lo miró con asombro—. Entonces, ¿fuiste tú quien proyectó el atentado?
—Sí —admitió Jeffers—. Era imprescindible quitar de en medio a Jacobsen. De entrada, las elecciones debería haberlas ganado yo. Tenía una visión más clara de los temas importantes, de las necesidades.
—¿A qué necesidades te refieres?
—Andie, sin duda te das cuenta de que la división que existe entre mutantes y no mutantes debe desaparecer, y pronto.
—Desde luego.
—Jacobsen iba demasiado despacio. No comprendía que las fuerzas de la historia se nos echan encima.
—No me parece razón suficiente para asesinarla.
Jeffers meneó la cabeza, impaciente.
—Ya te he dicho que no me proponía matarla. Sólo quería quitarla de en medio, incapacitarla temporalmente. Más adelante le hubiese buscado un puesto para que también ella participara.
—¿Participar en qué?
—En mi gobierno. Habría sido una excelente secretaria de Estado. Y, si no, habría podido escoger cualquier puesto en el gabinete. Yo habría accedido encantado.
Andie se desasió enérgicamente.
—¿Un puesto en el gabinete? ¿Qué pretendes decir?
—Andie, ¿se te ocurre un medio mejor de unirnos que bajo el gobierno de un presidente mutante?
—¿Un presidente… mutante? —Andie profirió una carcajada chillona, casi histérica—. ¡Pero si apenas hemos conseguido que por fin saliera elegida una senadora! ¿Qué pretendes? ¿Despeñar al presidente Kelsey desde algún balcón de la Casa Blanca?
Jeffers continuó su exposición como si no hubiera oído una sola palabra.
—Un presidente mutante —repitió—, con una esposa no mutante. —El hombre se volvió hacia Andie con vehemencia—. ¡Cásate conmigo, Andie! Aún estamos a tiempo. Podrías trabajar para mí, ayudarme a conseguir mis objetivos de reconciliación.
Andie se encogió en un rincón del sofá flotante. Aquello era demasiado. Pasmada, replicó:
—¿Casarme contigo? ¿Ayudarte? ¿Y el asesinato, Stephen? ¿Y el dinero que has robado para dedicarlo a experimentos con humanos?
Jeffers la miró de reojo.
—¿Sabes lo del programa de supermutantes?
Andie asintió.
—Me vi obligado a hacerlo —confesó el senador—. Tenía problemas de liquidez y era el único modo de continuar. Si hubiera dispuesto de más tiempo, habría conseguido borrar el rastro y la Contaduría General no habría descubierto nada. —Jeffers hizo una pausa y continuó apresuradamente—: ¿No comprendes que el mutante potenciado es el siguiente paso lógico en la evolución humana? Sería un delito imperdonable interrumpir el curso del progreso humano.
—Tú sí que has cometido unos delitos imperdonables —replicó Andie—. Has financiado secuestros, experimentos ilegales e incluso un asesinato. ¿No te preocupa nada de eso?
—El fin justifica los medios.
Andie lo contempló como si fuera un ser de otro mundo.
—¿Qué fin? Has matado a una valerosa líder mutante. ¿Cómo se puede justificar una cosa así? ¿Y dónde está tu supermutante?
—Estamos muy cerca. Pronto aparecerá.
—Pero todavía no existe —respondió ella.
—¿Estás segura de que no quieres trabajar para mí?
Andie se dio cuenta de que le estaba ofreciendo la posibilidad de salvar la vida, pero el precio era demasiado alto.
—No puedo.
Jeffers movió la cabeza con pesar.
—¡Qué lástima…! Para ser una normal, posees realmente muchas cualidades. —Con un suspiro, tomó asiento junto a ella—, ¿Qué voy a hacer contigo?
Andie se sintió atenazada por el pánico y suplicó frenéticamente:
—Déjame ir, Stephen. Te juro que no diré nunca nada…
—Vamos, Andie, no soy tan ingenuo. Aun suponiendo que tus palabras fuesen sinceras, tarde o temprano te sentirías obligada a informar de lo que has descubierto. Por lo tanto, supongo que lo más lógico es asegurarme de que no estés en condiciones de hacer nada.
—¡No!
La mujer saltó del sofá y corrió hacia la puerta, pero Jeffers la persiguió con agilidad felina y logró agarrarla con fuerza por la muñeca en mitad de la escalera.
—¡Asesino! ¡Me has utilizado! —gritó.
—¿De veras pensabas que me interesabas como algo más que como un experimento sexual?
La voz de Jeffers estaba cargada de desdén.
Desesperada, Andie le clavó las uñas en el rostro.
El senador retrocedió al tiempo que ella le aplicaba un efectivo golpe que le permitió desasirse. Con una fuerza nacida del pánico, Andie subió la escalera; el impulso la llevó pasillo adelante hasta el dormitorio de Jeffers. Cerró la puerta, conectó el pestillo electrónico y echó una ojeada a la estancia buscando alguna pieza de mobiliario que le sirviera de barricada. Sin embargo, cuando apenas había empezado a arrastrar una pesada cómoda de roble hacia la puerta, oyó el chasquido de la cerradura y vio que la puerta se abría. Andie había olvidado las facultades telequinésicas de Jeffers. Unas manos invisibles la sujetaron y la empujaron hacia la puerta, donde la esperaba el mutante.
Con una risa áspera, él la agarró y la golpeó contra la pared, dejándola sin aliento. Los ojos dorados de Jeffers la taladraron, despojándola de su voluntad de resistirse.
—¿Eres telépata? —murmuró con un hilo de voz—. Pero ¿y la telequinesis?
—Poseo ambas facultades —respondió él—. ¿No te preguntaste cómo me las arreglé para salvar al chiquillo de la playa?
—Pensé que todos los mutantes erais sanadores latentes.
—¡Normales! —Jeffers soltó una risotada—. Nunca llegaréis a entendernos de verdad, ¿eh?
Andie, sin fuerzas, se dejó caer en sus brazos. Jeffers puso una mano a cada lado de su cabeza.
—¡Qué lastima! —murmuró—. La secretaria de prensa del senador Jeffers sufre una gravísima apoplejía justo antes de las elecciones. Mantenida artificialmente. Un verdadero vegetal. —De repente, su expresión cambió—. Quizá sería mejor la hipnosis —dijo—. Así, podría continuar utilizándote.