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—Perdona —dijo. Luego, se detuvo. La joven, mezcla de oriental y caucásica, le resultó vagamente familiar.

—¿Melanie?

La chica se quitó las gafas de sol y miró a Kelly con unos clarísimos ojos azules.

—¿Perdón? —dijo, perpleja.

—Lo siento —se excusó Kelly—. Te he confundido con una antigua conocida. ¿Puedes decirme dónde está la estación de metro?

—A la izquierda, al final de esa manzana.

—Gracias.

Kelly hizo un gesto y se alejó rápidamente.

La joven oriental siguió con la vista a la morena del mono azul hasta que desapareció. «No sabía que Kelly estuviera en las Fuerzas Aéreas —se dijo—. Quizá debería haberla saludado. Kelly siempre se mostró muy considerada conmigo.»

Por un instante, estuvo tentada de echar a correr tras ella. Dio incluso un par de pasos hacia la estación del suburbano, pero se detuvo.

«¿De qué serviría?», pensó Melanie. ¿Para qué reabrir su vieja vida ahora que empezaba a organizarse otra vez? Todo aquello había terminado, era una página pasada. Absolutamente todo el pasado era un capítulo cerrado.

Sacó un espejo y contempló su imagen.

«Perfecto», se dijo. Aquellas lentillas funcionaban de maravilla. Quizá se las hiciera fijar permanentemente, después de todo. Con una sonrisa de satisfacción, Melanie Ryton guardó el espejito en el bolso y se perdió entre la multitud.

Cuando llegó a casa, Andie estaba agotada.

Con gesto cansino, apoyó la palma de la mano en la placa de conexión de la pantalla de la sala, pulsó la búsqueda automática y se dejó caer en el sofá flotante. Las imágenes pasaron aceleradamente por la pantalla, con destellos rojos, azules, púrpura. Andie se entretuvo un momento en el canal central, donde captó su atención un periodista rubio.

«La desaparición del senador Stephen Jeffers ha hecho correr rumores de conspiración, fraude y asesinato en la capital de la nación —decía el reportero—. Informaciones no oficiales apuntan que el FBI ha organizado una búsqueda sistemática del senador mutante con todos los medios a su alcance. Respecto a la postura de los dirigentes mutantes, sigan el Informativo Tarde, con Don Cliffman.»

Andie oyó el zumbador de la puerta principal y desconectó la pantalla. Era extraño. No esperaba a nadie. ¿Quién podía ser?

El corazón se le desbocó al pensar en Stephen Jeffers. ¿Sería él? ¿Estaría Jeffers ante su puerta, con los ojos brillantes, esperando el momento de adueñarse de su mente? Con manos temblorosas, Andie conectó la pantalla al circuito de seguridad de la puerta.

El rostro que apareció en la pantalla era el de un mutante, pero no correspondía a Stephen Jeffers. Andie exhaló un profundo suspiro y se relajó. Frente a su puerta estaba Michael Ryton, quien volvió a llamar mientras ella miraba.

—¿Hola? ¿Andie? ¿No hay nadie en casa?

Andie pulsó la tecla del micrófono.

—¿Qué haces aquí? —preguntó al joven.

—Estoy en la ciudad por trabajo. Quería ver qué tal estabas.

—¿Por qué no estás en casa con tu esposa? —preguntó ella al tiempo que abría la puerta. Michael se encogió de hombros.

—Jena ha venido conmigo. Está de compras en las galerías Georgetown.

Andie estudió el rostro del muchacho durante unos instantes. Sus ojos parecían sombríos y cansados. El juvenil mutante que había visto hacía apenas unas semanas estaba profundamente cambiado. Con su traje gris oscuro, parecía más firme, más juicioso, mayor.

—Siéntate —le dijo—. ¿Qué te sirvo?

—Un vodka.

Andie marcó la bebida y pidió un bourbon para ella. Los dos dieron unos sorbos en silencio. Luego, ella preguntó:

—¿Cómo te encuentras de verdad?

Los ojos dorados de Michael la miraron con franqueza.

—Estoy bien. Un poco sorprendido de cómo han resultado las cosas, pero bien. En realidad, estar casado es agradable.

—Parece que te has establecido rápidamente.

—Supongo que he aceptado la situación —contestó Michael, encogiéndose de hombros—. Tampoco tenía muchas alternativas, ¿verdad?

—¿Y tu padre?

—Los ataques mentales han aumentado —explicó, apartando la mirada—. Ahora sólo trabaja media jornada y permanece bajo los efectos de los sedantes la mayor parte del tiempo. Por eso estoy más ocupado que nunca.

Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada. Por fin, Michael volvió a mirarla.

—Y tú, ¿qué tal? Por lo que he oído, la gente de Jeffers dejó el despacho hecho trizas. Parece que has tenido una mala temporada.

—Por decirlo suavemente. —Andie se estremeció—. Michael, me siento una absoluta estúpida. Una condenada estúpida e ingenua.

—¿Por qué?

—Estaba enamorada de un loco, de un sueño. «Santa Andie, la mediadora entre los mutantes y los normales.»

La muchacha adoptó una postura aristocrática y soltó una amarga sonrisa.

—Tu sueño era el correcto —declaró Michael. Su tono de voz era reconfortante y suave—. Sólo te equivocaste al escoger al mutante.

—Me siento muy avergonzada. De veras.

El muchacho le dio unas palmaditas en el hombro, con gesto torpe.

—Vamos, vamos. Yo prefiero pensar que la única respuesta a nuestras preguntas es el amor. Y sigo creyendo que mutantes y no mutantes serán capaces de vivir juntos y amarse entre ellos. Requerirá un gran esfuerzo y quizá todavía tardemos mucho en conseguirlo, pero la intuición que te guiaba era correcta. Si acaso, sólo un poco prematura.

—¿Cuándo crees que estaremos preparados?

—Pronto, espero. Volveremos a hablar del asunto con mi hija dentro de unos años, cuando la traiga de visita a casa de tía Andie.

—Un brindis por ello. —Andie alzó el vaso y lo chocó con el de Michael. Su sonrisa sólo vaciló un instante—. ¿De veras crees que tu hija aceptará por tía a una no mutante? —preguntó.

—Si yo puedo hacer algo para que así sea, seguro. —Michael le apretó la mano afectuosamente—. Tenemos que empezar por algún lado, y no se me ocurre ninguno mejor para ello. ¿Qué dices tú?

FIN