Una cálida luz amarilla se filtraba a través de las ventanas de la cabaña que ocupaban los Ryton y se desparramaba en la oscuridad. El sol se había puesto hacía casi una hora. Michael abrió la puerta muy despacio, dispuesto a escapar al menor rastro de problemas. No vio ni a Melanie ni a su padre por ninguna parte. Su madre estaba sentada a la mesa de la cocina, leyendo, de espaldas a él. Cuando Michael entró en la estancia, alzó la vista de la pantalla de notas. Parecía cansada.
—¿Has comido?
—No.
—Quítate la chaqueta y te prepararé un bocadillo.
Las patas de madera de la silla gimieron cuando la mujer se incorporó y empezó a revolver en la cocina. El leve brillo de los oscuros cabellos de su madre, su rostro casi enmarcado por el suéter escarlata con cuello de capucha, le recordaron una lámina que había visto en cierta ocasión, una lámina japonesa de una geisha con un kimono de color fresa y un pañuelo a juego. Colgó la chaqueta y ocupó la silla que su madre había dejado vacía. Echó un vistazo al texto de la pantalla. Era un relato de terror de alguna vieja colección.
—¿Te gusta leer estas cosas?
—Sí. Me transportan a un mundo totalmente distinto, y luego siempre agradezco estar de vuelta en el mío.
—¡Ojalá pudiera sentirme así! —confesó Michael—. ¿Dónde están los demás?
—Tu padre se ha quedado charlando con Halden y Zenora. Jimmy y Melanie están en la casa de al lado, viendo algo en la pantalla grande de Tela.
La mujer llevó a la mesa un bocadillo de carne de soja y un tazón de cacao y tomó asiento frente a su hijo, con aire pensativo.
—Michael, ya sé que te sientes molesto con las exigencias que te planteamos —le dijo—, pero la intención de tu padre no es mostrarse severo contigo.
—Entonces, ¿por qué me trata así?
—Está preocupado —suspiró la madre—. Ya sabes lo importante que es para él construir con vistas al futuro. Y se siente muy orgulloso de ti.
—¡Desde luego! ¡Orgulloso de tener por hijo a un doble mutante! Si tanto lo está, ¿por qué no me lo dice él mismo?
—Le resulta muy difícil.
Michael engulló un bocado.
—Ojalá no me lo pusiera tan difícil a mí —murmuró—. Y a Mel.
—Ya lo sé.
—¿Te has sentido así alguna vez?
—Por supuesto —respondió la madre con una leve sonrisa—. Pero en mi juventud las cosas eran diferentes. Dentro del clan había mucho más entusiasmo, pues nos sentíamos en la cúspide de una nueva era. Claro que eso era en los setenta, cuando todo parecía posible.
—¿Cómo era la vida entonces?
—¡Oh! Excitante y confusa, sobre todo para un joven. —Hizo una pausa y los viejos recuerdos llenaron de color sus mejillas—.
Daba la impresión de que el mundo estaba rebosante de oportunidades y colores, de que todas las viejas costumbres estaban cambiando. Y, en cierto modo, así era. Pero entonces llegó la violencia y, en muchos aspectos, las cosas siguieron igual para nosotros.
—¿No pensó nadie que el tiempo de la espera podía haber terminado?
Michael se echó hacia atrás en el asiento. Su madre asintió con gesto apesadumbrado.
—Yo era entonces muy joven y no recuerdo lo que se decía en las reuniones, pero sí que un año se logró presentar una propuesta para proclamar públicamente nuestra existencia. Algunos de los miembros más ancianos se resistieron, y, finalmente, el clan se escindió. Así, en los años noventa, algunos de nosotros salimos a la luz. Antes, a las reuniones asistía el doble de gente de la que viene ahora. Pero, previamente a esta división, ya se habían producido otras escisiones. Los sesenta y los setenta nos disgregaron, y quienes propugnaban darnos a conocer se marcharon. Algunos se trasladaron a California. Entre ellos estaba el chico con el que pensaba que me casaría.
—¿Qué fue de ellos? ¿Qué le ocurrió a él?
Una sombra cruzó sus delicadas facciones.
—Ahora empezamos a reunimos otra vez. Quizás un día volvamos a estar todos juntos, como en los viejos tiempos. En cuanto a ese chico…, en fin, desapareció.
Michael dejó de masticar y miró a su madre como si fuera la primera vez que la veía. Sue Li tenía toda una vida privada que nunca le había revelado. Sintió un nuevo respeto por ella.
—¿Murió?
—Supongo.
—¿Cómo era?
La mujer alargó la mano para apartar con ternura un mechón de pelo de los ojos de su hijo.
—Se parecía un poco a tu primo Skerry. ¡Igual de impetuoso! Eso era lo que le hacía tan atractivo, y lo que habría hecho imposible vivir con él.
Michael estuvo tentado de decirle que había visto a Skerry. Las palabras casi escaparon de su boca, pero decidió contenerse. Si se lo contaba a alguien, sería sometido a un interrogatorio de tercer grado. De momento, le encantaba tener algunos secretos privados.
3
La música de la mecabanda del Alta Tensión resonó en los azulejos rosa de los servicios del local con unos ecos extraños y distorsionados —uaou uaou—, como el lamento de un lejano gato electrónico. Melanie dirigió la mirada al espejo cuarteado. Tenía el rostro enrojecido a causa del calor. Para estar a mediados de febrero, hacía una temperatura muy alta.
La Valedrina que había encontrado en el armario de las medicinas de su madre zumbaba como era debido en su cerebro, provocándole un ligerísimo entumecimiento. Una chica medio china de suaves cabellos castaños le devolvió la mirada. Nada más que una chica atractiva y normal, preparada para una velada de diversión.
Una chica atractiva y normal con los ojos dorados.
Contempló su rostro como si no lo hubiera visto nunca, hipnotizada por la rareza de aquellos ojos, recordatorio de doble filo de quién era. Una mutante. Y una nula. ¿Quién la querría? Mutante o normal, ¿quién podría quererla?
Tal vez debería ponerse lentillas de contacto. Cerró los ojos, complacida ante la idea: cubrir aquel oro mutante de un color castaño oscuro, o de un tono avellana. Al menos, así parecería una chica asiática corriente. «Imagina lo que sería vivir como una no mutante —se dijo—. ¡Qué extraño! Deambular por la calle y confundirse con la multitud…»
La puerta de los servicios se abrió de pronto, y entró Tiff Seldon, que venía charlando con Cilla Colé. Las dos enmudecieron al ver a Melanie. Tiff se dirigió a uno de los retretes, empujándola al pasar junto a ella. La muchacha era más alta que Melanie y tenía una figura atlética, cuadrada, con el cabello pajizo cortado al cepillo.
—Perdona —dijo con exagerada educación, dándole un nuevo golpe con la cadera.
Melanie se vio impulsada hacia delante y estuvo a punto de golpearse la frente contra el espejo, aunque consiguió detenerse a tiempo.
—¡Eh! —exclamó, volviéndose con gesto de enfado.
El empujón había sido premeditado, sin la menor duda. Cilla apoyó la espalda contra los azulejos de la pared opuesta a los lavabos, con sus flacos brazos cruzados sobre el pecho, un chupigoza entre los dientes y un doble anillo de plata en cada aleta de la nariz. Llevaba el cabello casi dos dedos más largo que Tiff, y de un color verde brillante. La muchacha sonrió a Melanie con malévolo regodeo.
—¡Eh, tú, mutante! ¿Por qué no haces algún truco para nosotras? —tronó la voz de Tiff tras la puerta del retrete.
Melanie guardó el peine en el bolso y se dio la vuelta para marcharse, pero Cilla le cerró el paso.