Lucy Gordon
Tiempo inolvidable
Título Originaclass="underline" One summer in Italy… (2007)
CAPÍTULO 1
«Me falta poco… por favor, por favor, que no me encuentren…».
La suave vibración del tren que marchaba a toda velocidad parecía ser parte de sus pensamientos. Aunque llevaba cinco minutos de retraso, tenía que llegar a Roma a tiempo para ir al aeropuerto y subir al avión que la llevaría a casa.
«Sólo faltan ciento sesenta kilómetros para Roma… tampoco es mucho… a menos que la policía me haya visto subir al tren».
¿La había visto alguien? Había corrido con la cabeza agachada para intentar desaparecer entre la multitud. Parecía que lo había logrado, pero era demasiado pronto para sentirse a salvo.
Tal vez jamás volvería a sentirse a salvo. El hombre que había amado y en el que había confiado la había traicionado. Aunque consiguiera escapar, el mundo ya había cambiado para ella, ahora era horrible y amargo.
El paisaje italiano, bañado en los brillantes colores del verano, pasaba por delante de sus ojos, pero apenas se daba cuenta de su belleza. Lo único que sentía era miedo.
Cuando miró hacia un lado, vio dos policías uniformados al final del pasillo.
¡La policía!
Tenía que escapar antes de que la atraparan. «Aléjate despacio. No llames la atención. Intenta aparentar normalidad».
Se preguntaba qué descripción tenían de ella: nombre, Sarah Conroy, pero responde al nombre de Holly; mujer joven rondando los 30 años, alta, tal vez demasiado delgada, cabello castaño claro y corto, ojos azules y una cara sin nada especiaclass="underline" una cara que aún no había vivido mucho.
Anodina. Sí, ése era el adjetivo que más se le ajustaba, y por primera vez se alegraba de ello. Podría salvarla.
Llegó al final del vagón; un paso más y ya estaría en el siguiente. Era primera clase, dividida en dos compartimentos. Pero tenían las persianas bajadas y era arriesgado refugiarse en alguno de esos compartimentos sin poder saber lo que se podría encontrar.
Sin aviso, la persiana que estaba a su lado se subió y se encontró mirando a una niña pequeña. Tenía unos ocho años y parecía estar enfadada. Eso fue lo primero que Holly pudo captar antes de decidirse a actuar. Tardó un segundo en abrir la puerta del compartimento, entrar y volver a bajar la persiana.
Una mujer joven levantó la vista de su libro y abrió la boca para comenzar a hablar, pero Holly se le adelantó.
– Por favor, no hagan ruido. Necesito su ayuda desesperadamente.
Luego se dio cuenta de que estaba hablando en inglés. No le entenderían una palabra. Pero antes de que pudiera comenzar a usar su pésimo italiano, la niña empezó a hablar en inglés.
– Buenas tardes, signorina -dijo muy formal-. Mucho gusto en conocerte.
Su enfado se había desvanecido como por arte de magia. Estaba sonriendo muy segura de sí misma cuando le tendió su pequeña mano. Aturdida, Holly la estrechó.
– ¿Cómo… cómo estás?
– Estoy muy bien, gracias. Me llamo Liza Fallucci. ¿Cómo te llamas, por favor?
– Holly -respondió despacio, intentando entender lo que estaba pasando.
– ¿Eres inglesa?
– Sí, soy inglesa.
– Me alegra mucho que seas inglesa.
La niña sonreía, encantada, como si alguien le hubiera dado un gran y precioso regalo.
El tren frenó de repente, y la niña casi se cayó. La joven mujer alargó la mano para sujetarla.
– Cuidado, piccina. Todavía te flaquean las piernas.
Entonces Holly se dio cuenta. La pequeña no podía andar bien.
– Estoy bien, Berta.
Berta sonrió.
– Siempre dices lo mismo, pero quieres hacer demasiadas cosas y demasiado pronto. Estoy aquí para ayudarte.
– No quiero ayuda -respondió Liza tercamente.
Intentó sentarse sola, pero resbaló y la mano de Holly evitó que se cayera. En lugar de apartarla, Liza la agarró para mantener el equilibrio e incluso le permitió a Holly que la ayudara.
A Berta no pareció molestarle el desaire de la niña. Tenía veintitantos, era robusta y su cara era alegre y bondadosa.
– Lo siento -dijo Holly.
– No pasa nada -dijo Berta en inglés-. La piccina suele enfadarse conmigo, pero… odia no poder andar. Soy su enfermera.
– No necesito una enfermera. Ya estoy bien.
Esa pequeña sí que tenía carácter. Y, por el momento, era quien podría salvarla.
– Forse, ma… -se quejó Berta.
– Berta, ¿por qué hablas en italiano? Esta señora es inglesa y no te entiende.
– Entiendo un poco el italiano -comenzó a decir Holly, pero Liza la interrumpió.
– No, no, los ingleses nunca entienden otros idiomas. Hablaremos en inglés -miró a Berta con el ceño fruncido, claramente para decirle que se estuviera callada.
– ¿Cómo sabes que los ingleses no podemos hablar otros idiomas?
– Mi mami me lo dijo. Ella era inglesa y sabía hablar italiano, pero sólo porque llevaba mucho tiempo aquí. Ella y papi hablaban los dos idiomas.
– Por eso tu inglés es tan bueno, ¿verdad?
Liza sonrió, encantada.
– Mami y yo solíamos hablar en inglés todo el rato.
– ¿Solíais?
– La signora murió -dijo Berta.
Liza no respondió con palabras, pero Holly pudo sentir cómo la pequeña se agarró con fuerza a su mano.
– Prometió llevarme a Inglaterra. Dijo que algún día me llevaría.
– Creo que te gustará -le aseguró Holly.
– Háblame de Inglaterra. ¿Cómo es? ¿Es muy grande?
– Más o menos, igual de grande que Italia.
– ¿Conoces Portsmouth?
– Un poco. Está en la costa sur, y yo soy de la región central de Inglaterra.
– ¿Pero lo conoces? -Liza insistió con impaciencia.
– Sí, he estado allí.
– ¿Viste los barcos?
– Sí, y salí a navegar.
– Mami vivía en Portsmouth. Le gustaba navegar. Decía que era la sensación más maravillosa del mundo.
– Lo es. Sentir el viento en la cara y cómo se mueve el barco bajo tus pies…
– Cuéntame. Cuéntamelo todo.
Era difícil hablar alegremente cuando, en realidad, se sentía aterrorizada y su mente estaba pendiente de lo que podría estar pasando en el tren. Se obligó a seguir charlando con la niña. Era su única esperanza, pero había algo más. Sus brillantes ojos mostraban que para ella las palabras de Holly lo serían todo, y se decidió a ofrecerle a la pequeña toda la felicidad que pudiera.
Sus recuerdos eran vagos, pero los adornó para asegurarle a la niña la ilusión que estaba pidiendo. Había encontrado a alguien que, de algún modo, le traía recuerdos de su madre muerta y de sus momentos felices. Holly no habría acabado con su ilusión por nada del mundo.
Liza la interrumpía en todo momento, le preguntaba por las palabras que le resultaban nuevas y las practicaba hasta que estaba segura de que se las había aprendido. Aprendía muy rápido y no hacía falta decirle las cosas dos veces.
De pronto, Berta, que estaba mirando a la puerta, se inquietó. Holly, al verla, se puso nerviosa.
– Me estaba preguntado cuándo volverá el juez.
– ¿El juez? -preguntó Holly con tensión.
– El padre de Liza es el juez Matteo Fallucci. Ha ido a otro compartimento a saludar a un amigo. Espero… -se esforzó por hablar en inglés -que no tarde… No puedo aguantarme. Necesito ir al gabinetto.
– Sí, pero…
– ¿Se quedará con la piccina per un momento, si? Grazie -dijo mientras se iba corriendo, sin darle opción a Holly.
Comenzó a desesperarse. ¿Cuánto tendría que esperar? Al principio pensó que estaba salvada, pero ahora parecía todo lo contrario.
– ¿Te quedarás? -preguntó Liza.