– Sólo un momento…
– No, quédate para siempre.
– Ojalá pudiera, de verdad, pero tengo que irme. Cuando Berta vuelva…
– Ojalá no vuelva nunca -dijo Liza, enfurruñada.
– ¿Por qué dices eso? ¿Es que no es buena contigo?
– No es eso; ella lo intenta, pero… -Liza se encogió de hombros de un modo elocuente-. No puedo hablar con ella. No me comprende. Ella piensa que todo está hecho si me como la comida y hago mis ejercicios. Pero si intento hablar con ella de… de cosas, pues se me queda mirando, y eso es todo.
A Holly le había dado esa misma impresión; parecía tener buena intención, pero no era muy sutil. Ni siquiera había pensado que no tendría que haber dejado a la niña con una extraña.
Pero tal vez, se estaba dando prisa y estaba a punto de volver. Quería echar un vistazo, así que se dirigió hacia la puerta y entonces se topó con un hombre.
No le había oído entrar y no sabía cuánto tiempo llevaba ahí de pie. Chocó contra él antes de ni siquiera verlo y tuvo la sensación de haberse chocado contra una torre.
– ¿Quién eres? -preguntó secamente en italiano-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Signore… -de pronto no podía respirar.
– ¿Quién eres?
Cojeando, Liza acudió al rescate:
– No, papi, la signorina es inglesa y sólo hablamos en inglés -tomó la mano de Holly-. Es de Portsmouth, como mami. Y es mi amiga.
Algo cambió en él. Holly recordó cómo Liza también había reaccionado previamente. Ella lo había hecho con gran alegría, mientras que ese hombre pareció estremecerse. De todos modos, ambos habían reaccionado ante lo mismo. Era un misterio.
Liza la llevó hacia su asiento, agarrándola de la mano como queriendo decir que su nueva amiga estaba bajo su protección. Aunque era muy pequeña, tenía una clara fuerza de voluntad. Holly pensó que probablemente la había heredado de su padre.
Él miró a Holly fríamente.
– ¿Aparece en mi compartimento y se supone que debo aceptar su presencia con ecuanimidad?
– Sólo soy… una turista inglesa.
– Creo que empiezo a comprender. Hay un gran alboroto en el tren, pero imagino que ya lo sabe.
– Sí, lo sé.
– Y no hay duda de que eso tiene que ver con su repentina aparición aquí. No, no responda. Puedo hacerme una idea.
– Entonces, déjeme ir.
– ¿Ir adónde?
Su tono era implacable, como también lo era todo lo demás en él. Alto, delgado y con unos ojos oscuros y ligeramente hundidos que miraban por encima de una prominente nariz; de pies a cabeza parecía el típico juez: el tipo de hombre que impone la ley y quiere que le obedezcan tanto en casa como en el tribunal.
Intentó encontrar en su cara algo de compasión, pero no encontró nada. Trató de ponerse en pie.
– Siéntese. Si sale por esa puerta, caerá directamente en manos de la policía. Están revisando los pasaportes de todos los pasajeros.
Ella se arrellanó en el asiento. Era el final.
– ¿Eres sospechosa? ¿Por eso Berta se ha marchado?
– No, Berta ha salido un momento al pasillo -dijo Liza con una risa infantil.
– Me pidió que cuidara de su hija mientras ella se marchaba un momento. Pero ahora que usted está aquí…
– Quédate donde estás -le ordenó.
Casi se había levantado de su asiento, pero su orden fue tan contundente que no tuvo más remedio que volver a sentarse.
– ¿De verdad estás huyendo de la policía? ¡Qué emocionante!
Su padre cerró los ojos.
– ¿Es mucho pedir que recuerdes que soy juez?
– O, pero eso no importa, papi -dijo la niña con tono risueño-. Holly necesita nuestra ayuda.
– Liza…
La niña se levantó con dolor de su asiento, le agarró la mano para mantener el equilibrio y lo contempló con una mirada desafiante.
– Es mi amiga, papi.
– ¿Tu amiga? ¿Y cuánto hace que la conoces?
– Diez minutos.
– Muy bien, así que…
– ¿Y eso qué importa? -preguntó Liza muy seria-. No importa cuánto hace que conoces a alguien. Tú lo decías.
– No creo que yo haya dicho…
– Sí que lo decías. Lo decías -Liza alzó la voz-. Dijiste que supiste inmediatamente qué personas iban a ser tremendamente importantes para ti. Tú y mami…
Sin aviso, rompió a llorar y no pudo seguir hablando. Holly esperaba que él abrazara a su hija, pero pareció que le pasaba algo. Su rostro había adquirido un matiz grisáceo, parecía como si la mención a la muerte de su esposa hubiera matado algo en sus adentros. Era como ver a un hombre convertirse en una tumba.
Las lágrimas de Liza se habían tornado en fuertes sollozos, pero aun así, él seguía sin abrazarla. Incapaz de soportarlo por más tiempo, Holly la sentó en su regazo y la pequeña acurrucó su cara contra ella.
En ese momento, la puerta del compartimento se abrió. Holly respiró hondo mientras el miedo la invadía. La policía estaba entrando y ella estaba en manos de un juez. No tenía esperanza.
Un hombre uniformado entró y se quedó paralizado al ver al juez, a quien claramente reconoció. Habló en italiano y Holly sólo pudo seguir vagamente lo que decía.
– Signor Fallucci, discúlpeme, yo no sabía… hay un pequeño problema.
– ¿Cuál es ese pequeño problema? -el juez habló como si le supusiera un gran esfuerzo.
– Estamos buscando a una mujer y creemos que está en este tren. Su nombre es Sarah Conroy.
El hombre tuvo que alzar su voz para que se le oyera por encima de los sollozos de Liza y se dirigió a Holly.
– Signorina, su nombre es…
Pero antes de que él pudiera terminar la pregunta, Liza levantó la cabeza. Tenía la cara colorada y seguía llorando cuando dijo:
– Se llama Holly y es mi amiga. ¡Márchate!
– Yo sólo…
– Se llama Holly -gritó-. ¡Y es mía, es mía!
– ¡Calla! -susurró Holly-. Agárrate a mí.
Liza ya estaba agarrada al cuello de Holly tan fuerte que casi la ahogaba. Siguió abrazando a la niña y dándole todo el consuelo que podía.
Si se hubiera parado a pensarlo, se habría dado cuenta de que con su abrazo, Liza estaba ayudándola a ocultar su rostro, y de que con sus sollozos estaba evitando que el policía notara su acento inglés. Pero no lo pensó. Sólo le importaba aliviar la pena que Liza sentía.
Así que la abrazó más todavía y le susurró palabras de consuelo y cariño hasta que la pequeña empezó a calmarse.
El juez, que casi parecía haber estado en trance durante un momento, se levantó.
– Creo que debería marcharse. Mi hija no se encuentra bien y no le conviene alterarse.
El joven policía, que ya se había fijado en la silla de ruedas, asintió con la cabeza.
– Les dejaré tranquilos. Discúlpenme. Que tengan un buen día, signore, signorina.
Durante un rato viajaron en silencio. Holly buscaba la mirada del juez, intentaba leerla, pero sus ojos eran demasiados fríos e impenetrables.
– ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó ella.
Miró a su hija como queriendo decir con ello que Liza era la respuesta a su pregunta.
– ¿Hubiera preferido la otra opción?
– Por supuesto que no, pero no me conoce…
– Eso tendrá solución cuando esté listo.
– Pero…
– Será mejor que no diga nada más. Pronto estaremos en Roma y entonces le diré todo lo que necesite saber.
– Pero cuando lleguemos a Roma, yo tendré que irme.
– Me parece que no -dijo de modo tajante.
– ¿Holly se viene a casa con nosotros? -preguntó Liza con una sonrisa.
– Por supuesto -respondió su padre.
– Pero… mi avión…
No respondió, pero Holly pudo ver por la expresión de sus ojos que era él quien tenía la última palabra. Liza entrelazó sus manos con las de Holly y sonrió a su padre, encantada.