– ¿Cómo sabes tanto del amor y yo tan poco?
– ¡Basta! -dijo, posando sus labios sobre los de Matteo, que se rindió a su beso.
Se levantó lentamente y también la levantó a ella para poder quitarle mejor su camisón. Después se quitó su pijama y la echó con delicadeza sobre la cama.
– Tienes razón. Es muy tarde para echarse atrás.
– No quiero echarme atrás.
Al principio, le hizo el amor despacio. Y cuando la vio sonreírle como en una ensoñación, volvió a hacerle el amor, pero ahora sin ninguna contención.
Cuando más tarde estaban echados el uno en brazos del otro, Holly tembló ligeramente al volver a la realidad.
– El verano se termina -dijo Matteo-. Ya hace frío por la noche. Vamos a tu habitación. La cama es más grande y, la habitación, más cálida.
– No. No quiero que se acabe ya.
Él la entendió. Esa cama era bastante más pequeña, pero era el lugar en el que se habían unido y amado y se negaban a abandonarlo.
– Entonces, vamos a vestirnos y a meternos debajo de las sábanas.
Él recogió las ropas del suelo, se vistieron y se quedaron acurrucados.
– Nunca me lamentaré de esto, pero…
– No -dijo, tapándole la boca con su mano-. Nada de peros. Lo prohíbo.
– Imagina que muero y que te dejo con una niña, ¿has pensado en eso?
– Si eso ocurriera, al menos me quedaría con parte de ti.
– ¿De dónde sacas tanto valor?
– De ti.
– ¿Y si ya no estoy aquí?
– La misma respuesta. Seguirás dándome valor, siempre estarás conmigo. Pero no hables de eso. Tenemos mucho de lo que alegrarnos. Y tú no vas a morir. No lo permitiré. ¿Crees que es más fuerte que yo?
– No hay nadie más fuerte que tú.
Cuando amaneció, Liza entró sin hacer ruido en la habitación de Holly. Al no encontrar a nadie, se dirigió a la otra puerta y se asomó. Vio la estrecha cama y a los dos dormidos y abrazados.
Salió, riendo para sus adentros.
CAPÍTULO 12
Últimamente nada en la vida de Holly había sido normal.
La intimidad que compartía con Matteo podía ser amor, pero ellos nunca mencionaban esa palabra. Cuando estaban con más gente, se comportaban como amigos, no mostraban ningún tipo de pasión. Cuando llegaba la noche, compartían la dicha de estar el uno en brazos del otro.
Pero siempre estaba presente el peligro. El tiempo pasaba y no había rastro de Fortese. No estaba en ninguna parte. Y estaba en todas partes.
Cuando veía a Matteo marcharse al trabajo, pensaba que no lo volvería a ver. Y cuando lo recibía por la noche, pensaba que sería la última vez que lo hiciera.
La casa estaba constantemente vigilada, aunque por el bien de Liza, los policías no iban uniformados. Cuando le llegó el momento de ir al colegio, Matteo contrató a tutores para que no tuviera que salir de casa.
Su salud estaba mejorando, aunque todavía necesitaba echar la siesta después de comer. Holly aprovechó una de esas ocasiones para descansar y dormir.
Anna la despertó.
– La niña no está bien.
Corrió a la habitación de Liza, que estaba llorando. Una doncella la consolaba.
– Cariño. Dime qué te pasa.
– Me duele la cabeza.
Holly le puso la mano en la frente. Su temperatura era demasiado alta y la pequeña intentaba cubrirse los ojos.
– Piccina, mírame.
– No, me duelen los ojos.
– Vale, no te preocupes. Todo saldrá bien.
Fuera de la habitación, le dijo a Anna:
– Por favor, llama al doctor y dile que venga rápidamente.
El doctor tardó media hora. Se le veía muy serio mientras le tomaba la temperatura.
– El hijo de una amiga tenía los mismos síntomas, era meningitis -le dijo fuera de la habitación.
– Eso creo. Hay que llevarla al hospital. Pediré que una ambulancia la lleve a San Piero.
Mientras él telefoneaba, Holly salió a contárselo a uno de los policías.
– ¿Es necesario trasladarla?
– Si no lo hacemos, podría estar en peligro.
Llamó a un teléfono que Matteo había dejado para usarlo sólo en caso de emergencias.
– Por favor, dígale que su hija está enferma, con posible meningitis, y que la han llevado a San Piero.
La ambulancia no tardó. Al llegar al hospital, Holly tuvo que apartarse para dejar paso a las enfermeras. En un momento, ya estaban metiendo a Liza para dentro en una camilla.
Matteo no estaba en la recepción y, cuando preguntó en el mostrador, nadie lo había visto.
Una enfermera le hizo una serie de preguntas.
– Esta mañana estaba bien. Algo menos animada que de costumbre, pero pensaba que era por falta de sueño.
– Esto aparece sin avisar.
– Se echó la siesta y, cuando se despertó, se encontraba mal… le dolía la cabeza.
– Su padre…
– Le he dejado un mensaje.
¿Por qué no estaba allí? ¿Por qué no había salido corriendo hacia el hospital? ¿Acaso había recordado que no era su hija y por eso lo había dejado para el último minuto?
– Es meningitis bacteriana -le dijo el doctor a Holly-. Y me temo que es muy grave. Voy a suministrarle inyecciones intravenosas con antibióticos para combatir la infección. Usted y su padre también necesitarán antibióticos por si se han contagiado.
– Él llegará pronto. Dejé un mensaje.
– Espero que dijera que era muy urgente, las cosas podrían empeorar mucho.
Matteo no llegaría a tiempo. Liza moriría sin sentirse reconfortada por el amor de su padre y, si eso pasaba, el amor que Holly sentía por él se desvanecería. Pero no podía pensar en eso ahora. Lo único que importaba en ese momento era Liza.
Cuando le permitieron verla, la niña estaba inmóvil, conectada a máquinas y con la cara colorada por la fiebre. Holly le acarició la mano, pero no recibió respuesta.
Se sentó junto a la cama, tomó la mano de la niña y esperó en silencio.
La enfermera estaba allí, pero Holly ni se dio cuenta. Era como si estuvieran solas las dos, atravesando un oscuro túnel que conducía a lo desconocido.
Durante un momento creyó sentir la mano de Liza moverse y sus labios dibujar una palabra que podría haber sido «papi», pero no estaba segura.
Inmersa en ese triste sueño, apenas oyó unas pisadas afuera. A medida que se acercaban más, notó mucho alboroto. La puerta se abrió y Matteo entró.
– ¿Cómo está? ¿Qué ha pasado?
– Es meningitis bacteriana y está muy grave. ¿Por qué no has venido antes? Te llamé hace horas.
– No pudieron darme el mensaje antes. Te lo contaré luego. Ahora, dime que no se está muriendo.
– No puedo -dijo Holly.
Se echó hacia atrás para dejarle paso.
Él se sentó, le tomó la mano y le habló.
– No puede oírte. Está inconsciente.
– Está ardiendo. ¿Cómo ha ocurrido? Piccina, despierta, por favor. Estoy aquí. Papá está aquí.
– No -se oyó un susurro que procedía de la cama-. Él no vendrá.
Matteo y Holly se miraron.
– ¿Qué ha dicho? No lo he entendido.
– Ha dicho que su padre no vendrá -dijo Holly entre dientes.
– Pero si estoy aquí -dijo desesperado-. Piccina, papá está aquí.
– No… no vendrá…, no vino… lo llamé, pero no vino.
– ¿Qué quiere decir con eso?
Holly no pudo hacer nada, no podía ayudarlo.
– Él no vino -volvió a susurrar Liza.
– ¿Qué puedo hacer? -suplicó-. Holly, ayúdame.
– No puedo, no…
– No vino… ni siquiera vino a despedirnos…
Entonces Holly recordó aquella conversación junto al monumento.
– Está hablando de aquella vez, justo antes de Navidad, cuando se fue con su madre y tú no fuiste a la estación a despedirlas. Sabía que algo iba mal porque eso nunca había pasado. Lo está reviviendo.