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Con cada plato se servía un vino específico o agua mineral. Todo era perfecto. Nada se había dejado al azar.

Cuando terminó de cenar, Holly fue a la ventana y contempló los últimos rayos de sol poniéndose sobre el jardín, que se extendía más allá de lo que sus ojos alcanzaban a ver, un laberinto de pinos, árboles de Chipre y flores entre los que se enroscaban caminos por los que un hombre alto estaba paseando.

– El signor Fallucci pasea todas las noches -dijo Anna, detrás de ella. Había entrado en la habitación para recoger la bandeja-. Siempre va a visitar la tumba de su esposa.

– ¿Está enterrada aquí?

– En una parcela de tierra que se consagró especialmente.

– ¿Cuánto hace que es viudo?

– Ocho meses. Murió en un accidente de tren el diciembre pasado en el que la pequeña resultó gravemente herida.

– ¡Pobrecita!

– Ahí puede ver el monumento. Todas las tardes se queda allí un buen rato. Cuando oscurece, vuelve a casa, pero para él aquí sólo hay más oscuridad.

– Puedo imaginármelo.

– Dice que la verá en su estudio en veinte minutos -añadió Anna antes de salir de la habitación con la bandeja.

Un rato antes, ese prepotente mensaje le habría molestado. Pero ahora, viéndole en la oscuridad, se dio cuenta de que se había producido un ligero cambio. Él parecía tan solo, tan abatido. Empezó a sentirse un poco más segura. Tal vez, después de todo, no había motivos para temerle.

Exactamente veinte minutos más tarde, estaba llamando a su puerta y escuchó un frío «¡Avanti!».

Al entrar, se vio en una habitación presidida por un gran escritorio de roble con una lámpara de mesa de donde provenía la única luz de la habitación. En la penumbra, podía entrever paredes revestidas de libros encuadernados en cuero.

Él estaba de pie, mirando por la ventana, y se volvió cuando ella entró. Pero permaneció en la sombra y ella no pudo distinguir más que su silueta.

– Buenas noches, signorina -su voz sonaba lejana-. ¿Prefieres que hablemos en inglés?

– Sí, gracias, signor Fallucci.

– ¿Es la habitación de tu agrado?

– Sí, y la cena ha sido deliciosa.

– Por supuesto -su tono de voz indicó que las cosas siempre funcionaban así en su casa-. De no ser así, les habría mostrado mi desagrado a mis empleados. ¿Te importaría sentarte?

Señaló la silla situada enfrente del escritorio. Fue una orden, no una petición, y ella se sentó.

– Mi hija me ha contado algo sobre ti -dijo mientras se sentaba enfrente de ella-. Tu nombre es Holly y eres inglesa, concretamente de Portsmouth.

– No, no es así.

– ¿No le dijiste a Liza que vivías en Portsmouth? Ella cree que sí.

– Es un malentendido y se lo explicaré si me permite terminar -a pesar de su propósito de actuar con cautela, no pudo evitar que su voz denotara un tono de enfado.

Él se reclinó en su silla e hizo un gesto, indicándole que continuara.

– Soy de un pueblecito de la región central de Inglaterra. Portsmouth está en la costa sur y lo conozco porque he veraneado allí en ocasiones. Intenté explicarle eso a Liza, pero ese lugar significa mucho para ella. Así que le conté todo lo que podía recordar y supongo que ella se deshizo de la información que no le interesaba y se creó una idea distinta a la realidad. Se aferra a todo lo que pueda hacerle sentir algo de consuelo. Los niños lo hacen continuamente.

– Y no sólo los niños -murmuró él. Hubo un silencio-. Por favor, continúa.

– No sé qué más puedo contar.

– Nos enfrentamos a una complicada situación. Yo soy juez, y tú, una fugitiva.

– Eso no lo sabe -contestó desafiante-. No me reconocieron cuando me vieron en el compartimento.

– Muy astuta. Está claro que no saben mucho de la mujer que están buscando, ni siquiera que responde al nombre de Holly… o cualquiera que sea tu verdadero nombre.

Se mantuvo en silencio, observándola, y al ver que no decía nada, se encogió de hombros, y dijo:

– Por supuesto, podrías darme el nombre que quisieras.

– No mientras tenga mi pasaporte.

– Me estás suponiendo un problema.

– Pues lo podría haber resuelto esta misma tarde.

– Eso habría sido imposible y sabes por qué -dijo con tono fuerte.

– Liza. Sí, no podría haberle hecho algo así a la pequeña.

– Y eso me ha situado en una posición inoportuna -dijo, medio enfadado.

– Pero lo cierto es que usted no mintió a la policía.

– Eso no me sirve de consuelo.

– Entonces lo que quiere ahora es saberlo todo sobre mí y lo que se supone que he hecho -dijo ella.

Quedó asombrada por su respuesta.

– En este momento, lo último que me apetece es saberlo todo sobre ti. Sé que eres una persona decente, incapaz de hacer ningún daño.

– ¿Y cómo puede saberlo?

– Porque he tenido delante a muchos criminales y conozco la diferencia. He desarrollado una especie de instinto para diferenciar ese tipo de cosas. Y ahora mi instinto me dice que como mucho te has visto envuelta en una situación que ni siquiera comprendes. Y también -añadió a regañadientes -lo sé por el modo en que Liza se ha aferrado a ti. El instinto de esta pequeña es incluso más certero que el mío. Si fueras una criminal, ella jamás se habría refugiado en ti.

Holly permanecía en silencio, sorprendida. No esperaba que ese hombre fuera tan perspicaz.

– ¿Me equivoco? -preguntó él bruscamente.

– No. No se equivoca.

– Bien. Entonces, quiero saber un poco sobre ti, pero lo mínimo. Lo suficiente para hacerme una ligera idea, pero sin nombres ni detalles.

– Fue como usted ha dicho. Me vi involucrada en algo malo, sin darme cuenta de lo que estaba pasando. Cuando descubrí la verdad, me fui.

– ¿Cuántos años tiene?

– Veintiocho.

– ¿Quién sabe que estás en Italia?

– Nadie. No tengo familia.

– ¿Y tus compañeros de trabajo?

– No tengo. No estoy trabajando en este momento.

– Debe de haber alguien en Inglaterra que se extrañe al ver que no regresas.

– No hay nadie. Vivo sola en una pequeña casa alquilada. No sabía el tiempo que estaría fuera y eso es lo que le dije a mis vecinos. Podría desaparecer de la faz de la tierra y pasarían años hasta que alguien se diera cuenta.

Al pronunciar esas palabras se dio cuenta, por primera vez, de lo sola que estaba. Y se arrepintió de haberlo admitido porque ahora él sabía que la tenía completamente bajo su poder.

En el silencio, podía notar cómo él la examinaba, probablemente pensando lo simple y poco sofisticada que era para su edad. Y era verdad. Ella no sabía nada, y eso le había hecho vulnerable ante Bruno Varelli. Vulnerable en su corazón y en todos los sentidos y de un modo que sólo ahora estaba empezando a entender.

Cuando conoció a Bruno, no sabía nada del mundo ni de los hombres y él, que lo sabía, se aprovechó de ella.

– Cuéntame algo sobre esa maleta que querías recuperar tan urgentemente. ¿Contiene algo que pueda incriminarte?

– No, es sólo que no quería perder mi ropa.

– ¿Hay algo que pueda identificarte?

– Nada.

– ¿Cómo puedes estar segura?

– Por el tío Josh.

– ¿El tío Josh? ¿Viajaba contigo?

– No, en absoluto. Está muerto.

– ¿Está muerto pero aun así te dice lo que meter en la maleta? -dijo con un tono que claramente indicaba que estaba tratando con una lunática.

– Sé que parece una chifladura, pero es la verdad.

– ¿Chifladura? Tendrás que perdonarme, pero estoy descubriendo que hay muchas palabras que desconozco.

– Significa locura, algo raro e inverosímil.

En lugar de responderle, sirvió una copa de brandy y se la dio.

– Cálmate -dijo con voz tranquila-. Y luego cuéntame lo del tío Josh y cómo te supervisa mientras haces la maleta desde el más allá.