– Hace años se fue de vacaciones y en el viaje le robaron la maleta. Llevaba unos papeles en los que ponía su dirección y, cuando volvió a casa, la encontró desvalijada. Desde entonces, nadie de nuestra familia ha metido en la maleta nada que pudiera identificarnos. Tenemos que llevar los papeles encima. Es como un artículo de fe: Jurar lealtad a la nación y nunca dejar papeles en las maletas.
Holly se atragantó al pensar en la conversación tan estúpida que estaba manteniendo. Sólo sentía unas fuertes ganas de liberar una risa histérica. Lo intentó controlar, pero no lo consiguió.
El juez se levantó corriendo para agarrar el vaso y ponerlo a salvo.
– Supongo que esto era inevitable. Si vas a ponerte histérica, mejor hazlo ahora y evítalo en futuras ocasiones.
Ella se levantó y se apartó de su lado para no dejarle ver lo vulnerable que se sentía en ese momento.
– No me estoy poniendo histérica, es sólo que… no entiendo lo que está pasando.
– Entonces, ¿por qué estás temblando? -dijo cuando, situado detrás de ella, puso sus manos en sus brazos.
– Yo… yo no… Yo…
Lentamente, la echó hacia atrás y rodeó con sus brazos. No fue un abrazo porque no la giró hacia él.
Era un hombre muy impersonal. Ella sabía que la estaba tranquilizando de un modo que no dejaba un atisbo de intimidad.
Curiosamente, su gesto fue tranquilizador. Le estaba diciendo en silencio que estaba a salvo con él porque había una línea que él no podía cruzar. El calor y la fuerza del cuerpo que estaba detrás de ella parecían infundirle una nueva fortaleza.
– ¿Estás bien? -preguntó en voz baja.
Notaba su respiración agitada detrás de su cuello.
Intentó ignorarlo al suponer que él no había pretendido nada. De hecho, dudaba que él ni siquiera le hubiera dado importancia.
– No lo sé. Ni siquiera sé quién soy.
– Puede que ésa sea la opción más segura en tu caso -apuntó con un toque sarcástico.
La liberó de sus brazos y la dirigió adonde había estado sentada antes.
– Imagino que fue un hombre el que te arrastró a todo eso.
– Sí, supongo que es evidente. Me creí todo lo que me dijo. No sé exactamente lo que pasó. Tal vez lo detuvieron y se las arregló para que pensaran que yo era la culpable.
– ¿Te entregó para salvarse él?
– Sí, creo que eso es lo que hizo.
– Da gusto ver lo realista que eres.
– Después de lo que me ha pasado, no tengo más opción que ser realista.
– Hay quien nace siendo realista y hay quien no tiene más remedio que serlo.
– Nadie nace siendo realista. De un modo u otro, las circunstancias nos lo imponen.
– ¡Cuánta razón tienes!
Habló en un tono tan bajo que no estaba segura de haberlo oído, y cuando le preguntó con la mirada, él se levantó y se dirigió a la ventana. Se quedó allí de pie, sin hablar, durante varios minutos. Al final, dijo:
– Me atrevo a afirmar que Anna te ha hablado de mi esposa.
– Me dijo que la signora Fallucci murió en un accidente y que Liza resultó herida. Fue Liza quien me dijo que su madre era inglesa. Supuse que por eso se aferró a mí.
– Tienes razón. Me quedé paralizado cuando entré en el compartimento. Vi algo en la cara de Liza que no había visto en meses. Estaba contenta, casi feliz. Y luego vi cómo se enganchó a ti… supongo que fue entonces cuando tomé la decisión.
– ¿La decisión de apropiarse completamente de mí y a cualquier precio?
– Lo estás expresando de una manera algo cínica. -
¿Cómo lo expresaría usted?
– Yo diría que necesitabas ayuda, igual que yo, y los dos decidimos ayudarnos mutuamente.
– ¿Cuándo he decidido yo algo?
– Mi querida signorina, perdóname si me he precipitado. Está claro que debí haberte presentado a la policía y esperar a que decidieras entre ellos o yo.
Hubo silencio.
Él estaba sonriendo, pero detrás de su sonrisa se encontraba un hombre de acero acostumbrado a que todo se hiciera a su empeño y dispuesto a que siguiera siendo así. Sabía que ella se encontraba impotente.
– Lo cierto es que ninguno de los dos decidió nada -dijo, encogiéndose de hombros-. Fue Liza quien lo hizo. Simplemente estoy cumpliendo sus deseos. Admito que las circunstancias en las que nos encontramos no son las mejores, pero no es culpa mía. Tenía que actuar rápidamente.
Era verdad, y su instinto le avisaba que actuara con cautela y que no le hiciera enfadar. Pero ya había estado demasiados años actuando con cautela y ahora sentía la necesidad de rebelarse.
– No, no fue culpa suya, pero usted supo cómo aprovecharse de la situación, ¿verdad? Aunque dice que tan sólo cumple los deseos de Liza, yo soy poco más que una prisionera…
– En absoluto. Puedes irte cuando quieras.
– Sabe que no puedo. No tengo ropa, ni dinero, ni mi pasaporte…
Como respuesta, sacó un puñado de billetes de su chaqueta.
– Vete -dijo-. Ordenaré que te abran las puertas.
Ella dio un paso atrás, negándose a aceptar el dinero, y dijo con furia:
– ¿De verdad? ¿Y dónde estoy? ¿Adónde voy? ¿Qué hago? Está jugando conmigo y debería darle vergüenza.
– Admiro tu valor. Resulta imprudente, pero es admirable.
– Tal vez sea usted el insensato. Me ha metido en su casa y lo único que sabe sobre mí es que estoy huyendo.
– Pero me has asegurado que eres inocente.
– Bueno, ¿y qué otra cosa iba a decir? Todo fue una sarta de mentiras para protegerme. ¿Cómo puede saber si soy inocente o culpable?
– ¡Maria Vergine! Si crees que puedes engañarme, estás muy equivocada. Si no pensara que tu peor error se debe a una increíble ingenuidad, jamás te habría permitido acercarte a mi hija.
Se la había imaginado correctamente. Ingenuidad era la mejor palabra para definirla.
– Ahora, ¿podemos dejar de discutir y ser prácticos? Quiero que te quedes aquí como acompañante de Liza. Berta hace un excelente trabajo cuidándola, pero no puede darle lo que realmente necesita, eso que sólo tú puedes darle. Está claro que te ve como un punto de unión con su madre. Eres inglesa, puedes hablar con ella, como lo hacía su mamina, y eso la reconfortará hasta que lo supere. Si puedes hacerlo, entonces puede que haya algo que yo pueda hacer por ti. ¿Trato hecho?
– Sí -dijo, aturdida-. Trato hecho.
– Bien, entonces ya ha quedado todo claro.
– No del todo. ¿Cuánto va a durar este acuerdo?
Él frunció el ceño; la pregunta lo desconcertó.
– Durará lo que yo diga.
«Por supuesto», pensó ella irónicamente.
– Ahora, vamos a centrarnos en los detalles. A ojos de todo el mundo, serás una pariente lejana de mi esposa que está aquí de visita. Liza te llama Holly, pero según tu pasaporte tu nombre es Sarah.
– Sí, Holly es un apodo que mi madre me puso cuando tenía cinco años. Holly significa «acebo» y mi madre siempre decía que con mi nacimiento adorné su cama con acebo el día de Navidad.
– Nos será útil, dado que la policía está buscando a Sarah Conroy. Así no llamarás la atención.
– Pero si siguen buscando…
– Ese tren era su mejor oportunidad y la desaprovecharon. Ahora seamos prácticos. Toma este dinero. Es el sueldo de tu primera semana. Te pagaré en metálico, cuanto menos papeleo, mucho mejor. ¿Hay algo en tu monedero en donde aparezca tu verdadero nombre?
– Una tarjeta de crédito.
– Déjame ver.
En cuanto sacó la tarjeta del monedero, él la tomó y la rompió.
– ¡Eh! -gritó, indignada.
– Cualquier cosa que te relacione con tu nombre real es peligroso.
– Estoy preparada a asumir el riesgo…
– Pero ese riesgo no te afectaría sólo a ti.