Esas palabras la hicieron callar. Él era un juez y estaba ocultando a una mujer que huía de la ley. Ella no era la única persona en peligro.
– Necesitas ropa. Siéntate allí -señaló un pequeño escritorio sobre el que había un ordenador portátil conectado a Internet-. Estás conectada a un centro comercial de Roma. Echa un vistazo, selecciona los artículos que necesites y pediremos que nos los envíen.
Ella pudo ver que en la pantalla aparecía la página de la sección de ropa de mujer conectada a una cuenta a nombre del juez. Todo lo que tenía que hacer era añadir artículos a la cesta de la compra. Miró todas las páginas, intentado creer lo que estaba viendo. Era el centro comercial más caro que había visto en su vida. Y a medida que miraba la ropa se iba impactando más y más. La ropa interior, los vestidos… todo parecía estar hecho de seda.
– La verdad es que estoy buscando algo más corriente. Más para mí.
– ¿Te defines como alguien corriente?
– Bueno, míreme.
– Ya lo hago. No te sacas partido. Eres alta y esbelta…
– Flacucha, querrá decir. Y plana. Plana como una tabla.
– No deberías decir eso. Hay mujeres desfilando por las pasarelas que son exactamente como tú. Pero tú lo único que haces es criticarte a ti misma.
– No me estoy criticando -dijo, malhumorada-. Estoy siendo realista. No soy guapa.
– ¿Acaso he dicho yo que lo fueras?
Ella se quedó boquiabierta.
– Dijo que…
– Dije que tenías unas formas de las que podías sacar mucho partido, pero tú no piensas así. Y en lugar de decir «esbelta», dices «delgaducha». Tienes una manera de pensar muy retorcida.
– Bueno, pues disculpe por pensar de la manera equivocada. Está claro que una mujer italiana sería mucho mejor, pero no puedo evitar ser de otra nacionalidad.
– Tienes que empezar a aprender a no poner en mi boca palabras que no he dicho. No se trata de tu nacionalidad. Mi esposa también era inglesa, y era tan consciente de sí misma y del efecto que producía como cualquier mujer italiana. Todo está aquí dentro -dijo, dando golpecitos con sus dedos en la frente de Holly.
– Yo soy consciente del efecto que produzco. Fea sería la palabra.
– Ninguna mujer con una cintura tan pequeña puede ser fea.
– ¿Y mi cara? No dice nada.
– Muy bien, no dice nada. No es que esté mal, es que no dice nada.
– Fea -repitió, alzando la voz-. Míreme. Conozco mi cara más que usted.
¿A qué venía esa discusión? Había salido de no se sabía dónde y no tenía ningún sentido. Pero entre todas las dispares emociones que sentía en su interior había también una tensión que tenía que liberar de algún modo.
– Dudo si sabes algo sobre tu cara o sobre la persona que se esconde detrás de ella.
– La conozco perfectamente -dijo con amargo énfasis-. Se trata de una persona que estaba tan acostumbrada a ser insignificante que se creyó todas las mentiras que un hombre le contó. No hay nada más que saber.
En principio, él no respondió, sino que pensó en ella unos instantes antes de decir:
– Dudo que eso sea verdad. Nunca has explorado las posibilidades, así que prueba a ver tu cara como un lienzo en blanco sobre el que escribir todo lo que quieras.
– ¿Es eso lo que hizo su esposa?
– Ahora que lo mencionas, sí. Ella no era una belleza, pero podía hacer que cualquier hombre creyera que lo era. Cuando entraba en una sala, todas las cabezas se volvían hacia ella.
– ¿Y a usted no le importaba?
– No, yo… yo estaba orgulloso de ella.
– Pero yo no soy ella. Yo nunca podría ser así.
– Nadie podría ser como ella. Ahora, volvamos a lo nuestro.
Su tono de voz cambió, ahora hablaba como un hombre en una reunión de negocios anunciando que se tratara el siguiente asunto pendiente.
– En esta casa necesitarás un vestuario presentable, así que olvídate de la ropa a la que estás acostumbrada y elige prendas que te ayuden a encajar en… -hizo un gesto indicando el lujo que los rodeaba-. Por favor, date prisa, tengo mucho trabajo.
Cuando pasó la tensión, se pudo concentrar en la pantalla e incluso disfrutar deleitándose con las maravillosas prendas que aparecían frente a sus ojos.
– Elige bien -fue su único comentario y se sentó en el otro escritorio.
Lo había preparado todo. Había entrado en la versión inglesa de la web y también había buscado una tabla de conversión de medidas con las tallas inglesas y europeas.
Su puritana mentalidad le recordó que los materiales baratos siempre le habían servido en el pasado. Pero le indicó que se callara y que le dejara concentrarse. Una vez se hubo librado de ella, todo fue más fácil.
Primero, ropa de sport, blusas, jerséis, pantalones, todos confeccionados con aparente sencillez y con precios exorbitantes. Después del impacto inicial, dejó de preocuparse por el precio.
Ropa interior y medias de satén, sujetadores de encaje de color negro, blanco y marfil. Aquí intentó ser algo más sobria y se ciñó a comprar lo estrictamente necesario.
Se entretuvo un buen rato con los vestidos de cóctel y se quedó prendada de uno de seda chifón, ajustado y escotado por delante y por la espalda. Estaba disponible en negro y en carmesí oscuro.
Pero no iba a comprarlo. Simplemente estaba echando un vistazo.
Abrigos. Sí. Tenía que ser sensata y podía justificar un ligero abrigo de verano. Ese color. No, mejor, ese otro.
– Compra los dos -dijo una voz aburrida que pasó por detrás de ella.
Levantó la vista rápidamente, pero él ya estaba volviéndose a sentar en su escritorio.
Compró los dos. Simplemente estaba obedeciendo órdenes.
– Ya he terminado. ¿Qué hago ahora?
– Yo me encargo del resto. Es tarde y ha sido un día muy largo. Vete a dormir.
– Antes me gustaría ver a Liza y desearle buenas noches.
– Ya debería estar dormida, pero seguro que se ha quedado despierta esperando poder verte. Muy bien. Gira a la izquierda al final de las escaleras y ve a la segunda puerta.
– ¿Viene conmigo?
Hubo un toque de represión en su tono de voz cuando dijo:
– Ya le he dado las buenas noches.
– Pero si se ha quedado despierta, seguro que le encantará verle otra vez.
Al principio pareció dudar, pero luego asintió con la cabeza y se levantó.
CAPÍTULO 3
Al entrar en el hall, oyeron una discusión que provenía de arriba. Se oía la voz de Berta, y por encima, la chillona voz de Liza.
– Van a venir. Lo sé.
– Pero tu padre ya te ha dado las buenas noches -respondió Berta-. Es un hombre ocupado…
– Pero para mí no está ocupado, no lo está, no lo está.
Las últimas palabras calaron hondo a Holly. Eran un grito de desesperación, como si la niña estuviera intentando convencerse a sí misma de algo que necesitaba creer desesperadamente.
Miró al juez, que parecía haberse quedado de piedra.
– Tal vez ésta no es una buena idea.
– Al contrario, es una gran idea -dijo al momento-. Su hija acaba de declarar su fe en usted y cuando suba estas escaleras ella sabrá que no estaba equivocada y que nunca está demasiado ocupado cuando se trata de estar con ella.
Esperaba ver un gesto de alegría en su cara, pero él no se movió y entonces comprendió que se encontraba perdido y que no sabía qué tenía que hacer. Era un juez, le habían enseñado a actuar con orden, método y decisión, pero no sabía cómo actuar ante su infeliz hija.
– Es una gran oportunidad para hacerle sentirse mejor. Si todo en la vida fuera tan fácil. ¡Por el amor de Dios! Párese a pensar.
Entusiasmada, le tomó del brazo, dándose cuenta más tarde de que él vería eso como una impertinencia.
– Tienes razón -dijo él.
Por su voz, pensó que curiosamente se había dado por vencido ante ella. Pero simplemente debía de habérselo imaginado.