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– Pobrecita mía -murmuró Holly.

– Si lo hubiera sabido… le podría haber dicho muchas cosas. Podría haberle dicho que la quería.

– Pero ella lo sabía, aunque no se lo hubieras dicho.

– Tal vez. Pero tuvimos una riña. Yo no quería irme sin papi y lloré y dije que no iría. En el tren, fui mala con ella. Y ya nunca podré decirle que lo siento y que me perdone.

– ¡Piccina! -dijo Holly, apesadumbrada por la carga que la pequeña estaba soportando-. Nada de eso importa. La gente se pelea, pero eso no significa que no se quieran. Y tu mamá lo sabía.

– Pero yo quiero decírselo.

– Y puedes. Todavía puedes hablar con ella desde tu corazón. Ella sabía cuánto la querías, y eso era más importante que cualquier riña. No necesitabas decírselo, porque el amor que sentías hacia ella era parte del amor que ella sentía hacia ti. Y esa clase de amor, siempre está ahí.

– ¿De verdad?

– De verdad.

Liza asintió con la cabeza. Parecía satisfecha, como si pudiera confiar en cualquier cosa que su nueva amiga le dijera. Holly sintió un ligero cargo de conciencia. La niña se estaba aferrando demasiado a ella y eso podría hacerla sufrir incluso todavía más.

– ¿Cómo era tu mamá? -preguntó Liza.

– Era valiente. A pesar de lo que le estaba ocurriendo, siempre encontraba algo de lo que reírse. Es lo que más recuerdo de ella… el modo en que se reía.

Se le hizo un nudo en la garganta por el recuerdo de esa risa. Volvió la cabeza para esconder sus repentinas lágrimas, pero Liza fue más rápida que ella. En un momento, sus brazos estaban rodeando el cuello de Holly y ahora era la pequeña quien la confortaba a ella.

Holly intentó hablar, pero se rindió ante la niña, aceptó el consuelo que le ofrecía y la abrazó.

– Tal vez deberíamos volver a casa -dijo Holly-. ¿No deberías echarte una siesta?

– Eso dice Berta -refunfuñó Liza, poniendo mala cara-. Quiere que use la silla de ruedas todo el rato, pero no la necesito.

– Yo creo que a veces la necesitas. Y si no descansas lo suficiente, retrasarás tu recuperación. Y si eso pasa, yo estaré en un gran problema -añadió, intentando quitarle importancia.

Liza frunció el ceño, pero hizo el camino de vuelta en su silla de ruedas. Cuando estaban llegando a la casa, vieron a Anna dirigiéndose hacia ellas.

– Hay un paquete para usted -gritó.

– ¿Ya? -dijo Holly-. Pensé que tardaría varios días.

– ¿Qué es? -preguntó Liza, impaciente.

– Mi ropa nueva. Tu padre me dijo que la encargara porque la mía se quedó en el tren.

– Vamos a verla.

Ya en la casa, Liza casi arrastró a Holly hacia el pequeño ascensor que habían instalado para ella; Anna había dejado el paquete en la habitación de Holly y la pequeña se entregó a la maravillosa tarea de desempaquetar mientras suspiraba a cada prenda que veía.

– Éste es el mejor centro comercial en Roma -dijo con entusiasmo-. Mami compraba allí siempre. Papá se quejaba de que siempre se gastaba todo el dinero de su cuenta, pero la verdad es que no le importaba porque decía que estaba preciosa.

– Bueno, esta ropa no es para ponerme guapa. Es ropa práctica.

Entonces descubrió algo. Consciente de que estaba gastando el dinero del juez, había pedido muy poca ropa interior, pero allí encontró una cantidad de braguitas, sujetadores y medias tres veces mayor a la que ella había encargado.

Tal vez se había confundido al realizar el pedido. Pero en su interior sabía que había sido cosa del signor Fallucci. Antes de formalizar el pedido, él debía de haberlo aumentado después de revisar las prendas.

Pero lo único que se había modificado era la ropa interior. Lo demás había quedado tal cual ella lo encargó.

Quería reírse con ganas. Él, un juez, la había salvado de la policía y en tan sólo unas horas le había encargado ropa interior. Todo le resultaba tan surrealista que se sentía mareada.

No había encargado suficientes cosas y pensar que él lo sabía y que había tomado una decisión en algo tan personal, la hizo sonrojarse.

Después encontró una nota que decía:

Primera parte del encargo. El resto será enviado pronto.

¿La primera parte? Todo lo que había pedido estaba allí. Cuanto antes hablara con él, mejor.

No fue a cenar esa noche y Anna explicó que el juez había llamado para decir que tenía que atender un asunto urgente.

Berta había vuelto de su día libre y las tres cenaron juntas.

– ¿Has comprado todo lo que querías? -preguntó Holly.

– Sí, he comprado un montón de ropa nueva -suspiró alegre.

– ¿Le gustará a Alfio? -preguntó Liza con descaro.

– No sé qué quieres decir -dijo Berta, intentando sonar indiferente.

– Alfio es su amorcito -le dijo Liza a Holly-. Trabaja en el hospital y…

– Y eso es todo -dijo Berta, colorada-. Además, no es mi amorcito. Es… ¡mi prometido!

El resto de la cena fue amenizada con una detallada descripción de la propuesta de matrimonio que Berta había recibido unas horas antes.

Esa noche Holly se puso uno de sus nuevos camisones. Era ligero y delicado y resultaba tan lujoso que casi parecía un delito ponérselo sin estar acompañada. Pensó en los simples pijamas de algodón que siempre había llevado y se preguntó si volvería a sentirse cómoda con ellos.

Dormir y despertarse envuelta en tanto lujo era una nueva y sensual experiencia. Otra experiencia sensual fue el ponerse su nueva ropa interior, que acariciaba suavemente su piel. Estaba diseñada para atraer a los hombres y Holly pudo sentir cómo, de una manera misteriosa, la estaba transformando. Sólo un cierto tipo de mujer podía llevar esa ropa interior y ella la estaba llevando. Por lo tanto, ella era ese tipo de mujer. La lógica era perfecta.

– Me estoy volviendo loca -murmuró, intentando aclarar su cabeza-. Este lugar está empezando a afectarme. O tal vez sea el calor.

Incluso a esa hora temprana de la mañana, podía sentir el calor abrasador del día que estaba empezando. El juez hizo una breve aparición durante el desayuno, pero cuando se levantó de la mesa, ella lo siguió hasta su estudio. Estaba guardando unos papeles en su maletín.

– Tengo prisa -dijo sin ni siquiera mirarla-. ¿Es urgente?

– Para mí, sí -dijo con voz firme y entrando en la habitación-. He recibido mi ropa, pero…

Había sido tan fácil cuando ensayó el discurso, pero en ese momento, cara a cara con ese frío e implacable hombre, los nervios se apoderaron de ella. ¿Cómo se le había ocurrido que podría discutir sobre su ropa interior con él?

– Han enviado más cosas de las que pedí -dijo como pudo.

Él se encogió de hombros.

– No pediste lo suficiente. Aprecio que no quisieras hacer gasto, pero no era necesario.

– Pero no puedo permitirle que…

– Signorina, me parece que no estás en posición de permitirme o no hacer algo.

– Tiene razón, pero no hace falte que me lo restriegue.

– ¿Scusi? ¿Qué se lo restriegue?

– Es una expresión. Quiere decir que no hace falta que me recuerde en qué posición me encuentro. Me hace sentir impotente y no me gusta.

– A la mayoría de las mujeres les gusta que un hombre les compre ropa.

– Eso depende de la ropa. A mí sí que me importa que usted me compre la ropa interior. No tenemos el tipo de relación que…