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Estaba furiosa y se calló. Él la estaba mirando satíricamente.

– Si crees que voy a intentar «aprovecharme», creo que se dice así, no tienes nada que temer.

Dijo esas últimas palabras despacio y con tal énfasis, que la dejó helada. Le estaba recordando el dolor que sentía por la muerte de su esposa, diciéndole que si pensaba que él podía sentirse interesado en ella, se estaba haciendo ilusiones. Se sentía avergonzada y se quedó en silencio.

– Si hay algo más… -dijo él.

– Sí, creo que debería devolverme mi pasaporte. No tenerlo hace que me sienta como una prisionera.

– Menuda tontería -dijo con calma-. Si quieres marcharte, tan sólo tienes que ponerte en contacto con el Consulado Británico y pedirles ayuda. Te proporcionarán un carné de identidad para poder volver a Inglaterra. Aquí tienes la dirección. Si lo prefieres, yo mismo puedo llamar ahora y utilizar mi influencia para que te faciliten las cosas.

Holly abrió los ojos, tenía razón. Podía hacer exactamente lo que él había dicho, pero aunque parecía muy razonable, eso no disipó sus sospechas. Su influencia podía resultar de ayuda, pero al mencionarla también había querido recordarle que él tenía el control.

Había llegado el momento de hacerse valer.

– Bueno, entonces puede que hoy vaya al consulado -dijo con tono firme.

– Haré que te recoja un coche.

– No, gracias. Iré sola.

– Entonces llamaré un taxi -y exasperado, añadió-: ¿O prefieres caminar varios kilómetros?

– Si hace falta, lo haré -respondió, furiosa.

– Ya es suficiente -gruñó-. ¿Son necesarias estas pruebas de fuerza?

– Puede que su fuerza me alarme.

– Sé lo suficientemente honesta como para admitir que la he empleado en tu defensa.

– Porque yo le soy útil.

– Claro que lo eres, igual que yo a tí. Los mejores tratos son ésos en los que ambas partes ganan.

Todo lo que decía tenía sentido y a ella le habría gustado darle un puñetazo por ello.

– Pero no se me ocurriría retenerte en contra de tu voluntad. Márchate, si quieres.

Una cabecita que se asomó después de abrir la puerta del estudio, la salvó de tener que responder.

– ¿Puedo entrar, papi?

– Por supuesto -se levantó y fue hacía la puerta para ayudar a Liza.

– Estaba buscando a Holly.

– Pues, aquí la tienes.

Liza se soltó del brazo de su padre y, apresurada, fue cojeando hacía ella.

– Desapareciste -dijo con voz tensa-. Pensé que te habías marchado para siempre.

– No, cielo -dijo, arrodillándose para quedar a la misma altura que Liza-. Sólo he venido a hablar con tu padre. Lo siento. Te lo tendría que haber dicho, para que no te preocuparas. No me he ido a ninguna parte.

Le dio un gran abrazo a Liza.

– Y no te irás, ¿verdad?

La decisión ya estaba tomada. Liza era la única persona que la había defendido y ahora estaba en deuda con la pequeña. Lo de ir al consulado tendría que esperar.

Levantó la mirada hacia el juez, esperando ver una fría expresión de triunfo o incluso de indiferencia por una victoria que ya daba por hecha.

Pero lo que encontró fue algo distinto. En lugar de seguridad, había temor. Y en lugar de autoridad, ella vio súplica.

Debe de ser un error. No podía ser una mirada de súplica. No, viniendo de ese hombre que la tenía en su poder.

Pero había súplica en sus ojos y en todo su cuerpo. Su decisión le importaba y la tensión lo invadió mientras esperaba a oír la respuesta.

– No, no me iré. Me quedaré todo el tiempo que tú quieras.

– ¿Para siempre?

– Para siempre.

– Creo que es hora de que me vaya a trabajar -dijo con una voz que parecía forzada.

– Vamos -dijo Holly, que condujo a la niña fuera de la habitación.

Todavía quedaban batallas por luchar, pero ése no era el momento ni el lugar.

CAPÍTULO 4

A pesar de sus problemas, a Holly le resultó fácil acostumbrarse a la vida en la villa, que la acogió con los brazos abiertos. Lo hacían todo para asegurar su comodidad. La doncella limpiaba su habitación y le hacía la cama, y así ella pasaba todo el tiempo con Liza.

Lo único que importaba era la pequeña, que se había aferrado a ella de manera desesperada en el tren. Como había imaginado, Liza era volátil. Podía estar feliz un minuto y llorando al siguiente. Y peor eran sus repentinos gritos, que la tomaban por sorpresa.

– La cuidé en el hospital -explicó Berta-. Cuando ya estuvo lista para salir, aún necesitaba cuidados en casa y por eso estoy aquí. Es una niña dulce, pero no puedo con sus arrebatos. Resultan alarmantes porque parecen salir de la nada.

– Pero en realidad salen de la tragedia que ha vivido -indicó Holly-. Perder a su madre de ese modo… el accidente de tren, su lesión… Debe de seguir sufriendo mucho.

– Seguro. Lo comprendo perfectamente -asintió Berta-. No creo que yo le sea de ninguna ayuda. La abrazo e intento consolarla, pero no consigo nada. No soy la persona que ella quiere.

– Su madre es la persona que ella quiere, pobrecita -suspiró Holly.

– Sí, pero al no poder ser, querrá a alguien como ella. Alguien de Inglaterra, como tú.

Ésa parecía ser la respuesta.

Holly observaba a la niña constantemente para descubrir cuáles eran sus necesidades, pero las conversaciones que mantenía con Berta y con Anna por las tardes, mientras Liza dormía la siesta, le hacían el mismo servicio.

– Cuando él está aquí, se encierra -comentó Anna un día en la cocina mientras tomaban café-. Antes de que su mujer muriera, no era así. Pero ahora es como si viviéramos con un fantasma.

– ¿Cómo era ella? -preguntó Holly.

– Hermosa. Era igual que una modelo. Él estaba loco por ella.

– ¿Loco por ella? -preguntó Holly.

Eso no cuadraba con ese hombre severo e inflexible.

– Loco, completamente loco -dijo Anna con tono firme-. Sé que es difícil de creer si le conoces desde hace poco, pero en aquellos días él era todo sonrisas, todo felicidad. Empecé a trabajar aquí poco después de que se casaran y te puedo decir que nunca he visto un hombre tan enamorado. Habría muerto por ella. Pero, en su lugar… -ella suspiró.

– Yo estaba de guardia en el hospital el día del accidente -recordó Berta-. Lo vi entrar y no mostró ningún tipo de emoción. Nada de nada. Su rostro carecía de expresión.

– ¿Ya sabía que su mujer había muerto? -preguntó Holly.

– Sí. Lo primero que le dijo al doctor fue: «Aunque esté muerta, quiero verla», y al doctor no le gustó la idea porque su cuerpo se encontraba en muy mal estado. Intentó hacerle esperar un rato y vi cómo su rostro se volvió más frío y duro todavía al decir: «Quiero verla, ¿lo entiende?».

– Puede llegar a asustar cuando está furioso -añadió Anna-. ¿Le dejó pasar el doctor?

– No, al principio. Dijo que la niña todavía estaba viva y que tal vez preferiría verla primero. Y el signor Fallucci dijo: «Exijo ver a mi mujer y, si no se aparta de mi camino, se arrepentirá». Así que el doctor le llevó a la sala. El juez les pidió a todos que salieran para poder quedarse a solas con ella, pero el doctor me dijo que me mantuviera cerca para avisarle si «ocurría algo».

– Así que escuchaste a través de la puerta -dijo Anna irónicamente.

– Bueno… sí, está bien, lo hice.

– ¿Y qué escuchaste?

– Nada. Ningún sonido salió de aquella sala. He visto a gente allí. Lloran o gritan, pero lo único que oí fue silencio. Cuando salió… su cara… nunca la olvidaré. Él parecía el difunto.

– ¿Después fue a ver a Liza? -preguntó Holly, curiosa.

– Sí, lo llevé a verla. Tenía un aspecto terrible, conectada a todas esas máquinas. Iba a decirle que no la tocara, pero no tuve que hacerlo. Él no se movió, simplemente se quedó mirándola como si no la reconociera. Entonces se giró y salió de la habitación.