– No -repuso Myron.
– No puedo permitirme eso, Myron -prosiguió Clip-. Ahora no. Hasta después de la votación al menos.
– ¿Me está diciendo que mantenga la boca cerrada? -preguntó Myron.
– En absoluto. Lo que no queremos es que cunda el pánico de forma innecesaria. Si Greg está muerto, tampoco le serviría de nada. Si ha desaparecido, está en tus manos la posibilidad de esquivar el acoso de los medios o salvarlo.
Myron aún no se lo había contado todo, pero decidió no insistir más, por el momento.
– ¿Tiene idea de por qué alguien vigilaría la casa de Greg?
– ¿La están vigilando? -preguntó Clip con expresión de estupor.
– Creo que sí.
Clip miró a Calvin.
– ¿Calvin?
– Ni idea -respondió Calvin.
– Yo tampoco lo sé, Myron -dijo Clip-. ¿Y tú?
– Aún no. Una pregunta más: ¿tenía novia Greg?
Clip volvió a mirar a Calvin, que se encogió de hombros y contestó:
– Ligaba mucho, pero no creo que hubiera ninguna en especial.
– ¿Conoces a alguna de las mujeres con las que estaba enrollado?
– Por el nombre no. La mayoría eran seguidoras: del equipo, ya sabes.
– ¿Por qué? -preguntó Clip-. ¿Crees que se ha fugado con una tía?
– Ni idea -repuso Myron. Se puso de pie y añadió-: Será mejor que vaya al vestuario. El partido está a punto de comenzar.
– Espera.
Myron se detuvo.
– Por favor, Myron -le pidió Clip-. Ya sé que no lo parece, poro estoy muy preocupado por Greg. Quiero encontrarlo sano y salvo. -Tragó saliva. Las arrugas de su piel parecieron más pronunciadas. El rostro había adquirido un color enfermizo-. Si eres honesto y me aseguras que revelar lo que sabemos puede beneficiar a Greg, lo aceptaré. Cueste lo que cueste. Piénsalo. Quiero lo mejor para él. Lo aprecio mucho. Os aprecio a los dos. Sois unos hombres estupendos. Lo digo en serio. Os debo muchísimo.
Clip tenía los ojos arrasados en lágrimas. Myron no sabía muy bien qué hacer. Decidió asentir y no decir nada. Abrió la puerta y se marchó.
Cuando se acercaba al ascensor, oyó una voz ronca conocida.
– ¡Pero si es el Chico Que Vuelve!
Myron miró a Audrey Wilson. Vestía su habitual indumentaria de reportera: chaqueta azul, jersey de cuello alto y lo que llamaban tejanos «lavados a la piedra». Su maquillaje era escaso o inexistente, y llevaba las uñas cortas y sin pintar. El único toque de color lo ponían sus zapatillas deportivas azul verdoso: unas Chuck Taylor Cons. Su aspecto no tenía nada de espectacular. No es que sus rasgos fuesen inapropiados, pero tampoco destacaba por nada; simplemente estaban ahí. Tenía una cabellera negra y abundante cortada al estilo paje, con flequillo.
– ¿Detecto cierto aire cínico en tus palabras? -preguntó.
Audrey se encogió de hombros.
– No pensarás que me he tragado toda esa historia, ¿verdad?
– ¿A qué te refieres?
– Tu repentino deseo de… -Audrey Wilson consultó sus notas-: «tejer tu propia leyenda en el tapiz esplendoroso del deporte». -Alzó la vista y sacudió la cabeza-. Ese Clip sí que tiene labia, ¿eh?
– Tengo que cambiarme, Audrey.
– ¿Y si primero me cuentas la verdad?
– ¿La verdad? Joder, Audrey, ¿por qué no pides una primicia? Me encanta cuando los periodistas dicen eso.
La mujer sonrió. Tenía una hermosa sonrisa.
– ¿Por qué estás a la defensiva, Myron?
– ¿Yo? Nunca.
– En ese caso, ¿qué me dices de una declaración para la prensa, para utilizar otro tópico?
Myron asintió y se llevó una mano al pecho en un gesto melodramático.
– Un ganador nunca abandona, un perdedor nunca gana.
– ¿Esa frase es de Lombardi?
– De Felix Unger en La extraña pareja, cuando Howard Cossell apareció como estrella invitada -respondió Myron. Dio media vuelta y se encaminó hacia el vestuario.
Audrey lo siguió. Se trataba, sin duda, de la periodista deportiva más importante del país. Cubría en exclusiva a los Dragons para el periódico más vendido de la Costa Este. Tenía su propio programa de radio en la WFAN, en una de las horas de máxima audiencia. También se encargaba de presentar un programa de entrevistas los domingos por la mañana en la ESPN llamado Hablando de deportes. Y, sin embargo, como casi todas las mujeres que había en aquella profesión monopolizada por hombres, su posición era inestable y su carrera siempre estaba al borde del derrumbe, por más alto que hubiera llegado.
– ¿Cómo está Jessica? -preguntó Audrey.
– Bien.
– Hace un mes que no hablo con ella. Quizá debería llamarla. Hablar de mujer a mujer con el corazón en la mano, ya sabes.
– Eso no sería jugar limpio.
– Intento facilitarte las cosas, Myron. Aquí está pasando algo raro. Sabes que tarde o temprano voy a descubrirlo. Sería mejor que me lo contaras.
– De verdad que no sé de qué estás hablando.
– Primero, Greg Downing desaparece del equipo en misteriosas circunstancias…
– ¿Qué hay de misterioso en una lesión de tobillo?
– Luego, tú ocupas su puesto después de haber estado retirado de la competición durante casi once años. ¿No te parece extraño?
Fantástico, pensó Myron. Acababa de empezar y ya despertaba sospechas. Llegaron a la puerta del vestuario.
– Tengo que dejarte, Audrey. Ya hablaremos más tarde.
– Cuenta con ello -aseveró la mujer. Y mientras dedicaba a Myron una dulce sonrisa sarcástica, añadió-: Buena suerte, campeón. Acaba con ellos.
Myron asintió, respiró hondo y abrió la puerta.
Empieza el espectáculo.
6
Nadie saludó a Myron cuando entró en el vestuario. Nadie fue a su encuentro. Ni siquiera lo miraron. En la estancia no se hizo el silencio, como cuando en las antiguas películas de vaqueros el sheriff empujaba la puerta chirriante y entraba contoneándose en la taberna. Tal vez ése fuera el problema. Tal vez hubiese sido necesario que la puerta chirriara. A lo mejor debería mejorar sus contoneos.
Sus nuevos compañeros de equipo estaban desparramados por el vestuario como calcetines en las habitaciones de un campus universitario. Tres de ellos estaban tirados sobre los bancos, semidesnudos y semidormidos. Otros dos en el suelo, con las piernas sostenidas en alto por los asistentes, que procedían a hacerles masajes. Un par de ellos hacían botar sendos balones. Cuatro estaban apoyados contra las taquillas. La mayoría masticaba chicle al tiempo que, con los diminutos auriculares de sus walkmans metidos en los oídos, escuchaban música a todo volumen, como si pretendieran competir entre sí.
Myron localizó fácilmente el lugar que le correspondía. Todas las demás taquillas tenían placas de bronce en las que aparecía el nombre del jugador. La de Myron, no. Tenía un trozo de cinta adhesiva pegado, con las palabras «M. Bolitar» escritas con rotulador negro. Ni inspiraba confianza ni hablaba de compromisos.
Miró alrededor tratando de encontrar a alguien con quien hablar, pero los walkmans constituían la barrera ideal, el elemento que les permitía aislarse del mundo exterior y refugiarse en su espacio particular. Myron vio a Terry TC Collins, la famosa superestrella del equipo, sentado solo en un rincón. TC era el último ejemplo del atleta mimado, consagrado por los medios, el tipo que «minaba» el noble mundo de los deportes «tal como lo conocemos», fuera cual fuera el significado de aquella expresión. Era un portento de la naturaleza. Dos metros y cinco centímetros de estatura, musculoso, nervudo. Su cabeza rasurada brillaba bajo los fluorescentes. Corrían rumores de que era negro, aunque costaba distinguir un fragmento de piel debajo de tantos tatuajes. Además de éstos, parecía haber hecho del piercing un estilo de vida. Parecía una versión terrorífica de Mr. Proper.