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– Hola.

– De modo que estás ahí.

Myron cerró los ojos. El dolor de cabeza se multiplicó por diez.

– Hola, mamá.

– ¿Ya no duermes en tu casa?

Su casa era el sótano de la casa de sus padres, la misma en la que había crecido. Cada vez pasaba más noches en el piso de Jessica. Le hacía bien. Ya tenía treinta y dos años. Era normal. Ganaba un montón de dinero. No había motivos para seguir viviendo con papá y mamá.

– ¿Cómo va el viaje?

Sus padres estaban recorriendo Europa. Era uno de esos viajes organizados en autocar que consisten en visitar doce ciudades en cuatro días. Todo un récord.

– ¿Crees que he llamado para hablar de nuestro itinerario, teniendo en cuenta las tarifas de larga distancia del Viena Hilton?

– Supongo que no.

– ¿Sabes cuánto cuesta llamar desde un hotel de Viena, con los recargos, las tarifas y demás?

– Muchísimo, estoy seguro.

– Tengo aquí las tarifas. Te lo diré con exactitud. Espera un momento. Al, ¿qué he hecho con esas tarifas?

– No tiene importancia, mamá.

– Las tenía a mano hace un segundo. ¿Al?

– ¿Por qué no me dices cuándo volveréis a casa? -pidió Myron-. Eso me dará en qué pensar.

– Reserva tus comentarios sarcásticos para tus amigos, ¿de acuerdo? Sabes muy bien por qué te he llamado.

– No, mamá.

– Estupendo, pues voy a decírtelo. Viajamos con los Smeltman, una pareja muy agradable. Él se dedica al negocio de la joyería. Se llama Marvin, creo. Tienen una tienda en Montclair. Siempre pasábamos por delante cuando eras pequeño. Está en la avenida Bloomfield, cerca del cine. ¿Lo recuerdas?

– Sí, sí. -Myron no tenía ni idea de qué estaba hablando su madre, pero de ese modo era más fácil.

– Los Smeltman hablaron con su hijo por teléfono anoche -prosiguió ella-. Él les llamó, Myron. Tenía su itinerario y todo. Llamó para asegurarse de que sus padres se encontraban bien.

– Ya veo.

No había forma de detenerla. En un segundo podía pasar de ser la mujer moderna e inteligente que era a ser un personaje sacado de una función de aficionados de El violinista en el tejado. En aquel momento le recordaba a Golda dirigiéndose hacia Yenta.

– En cualquier caso -prosiguió ella-, los Smeltman presumen de viajar con los padres de Myron Bolitar. ¿Quién se acuerda de ti? Hace años que no juegas. Pero los Smeltman son grandes aficionados al baloncesto. Su hijo te había visto jugar, o algo por el estilo. No lo sé. El caso es que el muchacho, creo que se llama Herb, Herbie, Ralph o algo así, les ha dicho que eres jugador de baloncesto profesional y que los Dragons te han fichado. Dice que has vuelto a las pistas. Y nosotros sin saberlo. Tu padre está muy avergonzado. Ya me entiendes; unos completos desconocidos hablan de ello y nosotros, tus padres, ni siquiera estamos enterados. Por un instante creíamos que los Smeltman se habían vuelto locos.

– No es lo que imaginas -dijo Myron.

– ¿No es lo que imagino? ¿No tienes suficiente con lanzar unos cuantos triples en el jardín? No es mucho, de acuerdo, pero aun así no lo entiendo. Nunca dijiste que volverías a jugar.

– Y no lo haré.

– No me mientas. Conseguiste dos puntos anoche. Tu padre marcó el número de Información Deportiva. ¿Sabes lo que cuesta llamar a Información Deportiva?

– Mamá, no es nada importante.

– Escúchame, Myron, ya conoces a tu padre. Finge que para él no significa nada. Te quiere a pesar de todo, ya lo sabes. Pero no ha dejado de sonreír desde que se enteró. Quiere volver a casa ya mismo.

– No lo hagáis, por favor.

– ¡No lo hagáis! -repitió la mujer, exasperada-. Díselo tú, Myron. Tu padre es muy tozudo, ya lo sabes. Está loco. Cuéntame qué está pasando.

– Es una larga historia, mamá.

– Pero ¿es verdad? ¿Has vuelto a jugar?

– Sólo por un tiempo.

– ¿Qué quiere decir «sólo por un tiempo»?

Se oyó el pitido que indicaba otra llamada en curso.

– Tengo que colgar, mamá. Siento no habértelo dicho antes.

– ¿Qué? ¿Eso es todo?

– Ya te llamaré más tarde.

Ella pareció conformarse, lo cual era sorprendente.

– Cuida tu rodilla -le aconsejó.

– Lo haré -prometió Myron, y cambió a la otra línea.

Era Esperanza. No se molestó en saludar.

– No es la sangre de Greg -anunció.

– ¿Qué?

– La sangre que encontraste en el sótano. Es AB positivo. Greg es cero negativo.

Myron no se esperaba aquello. Intentó asimilarlo.

– Quizá Clip tuviera razón. A lo mejor se trata de uno de los hijos de Greg.

– Imposible -dijo Esperanza.

– ¿Por qué?

– ¿No estudiaste biología en el instituto?

– En octavo, pero estaba demasiado ocupado mirando a Mary Ann Palmiero. ¿Qué pasa?

– El AB es raro. Para que un hijo lo tenga, los padres han de ser A y B, de lo contrario es imposible. En otras palabras, si Greg es cero, sus hijos no pueden ser AB.

– Quizá pertenezca a un amigo -aventuró Myron-. Al hijo de un amigo.

– Claro. Lo más probable es que sea así. Los chicos invitaron a algunos amigos. Uno de ellos manchó el sótano y nadie lo limpió. Y entonces, por una extraña coincidencia, Greg desaparece.

Myron retorció el cable del teléfono entre los dedos.

– No es la sangre de Greg -repitió-. Y ahora, ¿qué?

Esperanza no se molestó en contestar.

– ¿Cómo coño puedo investigar algo como esto sin despertar las sospechas de nadie? -dijo él-. Tengo que hacer preguntas a la gente, ¿verdad? Van a querer saber por qué se las hago, ¿no?

– Cuánto lo siento, Myron -dijo Esperanza en un tono que indicaba claramente todo lo contrario-. He de ir a la oficina. ¿Vas a venir?

– Por la tarde, tal vez. Voy a aprovechar la mañana para ir a ver a Emily.

– ¿La antigua novia de la que Win me habló?

– Sí.

– Toma precauciones. Ponte un condón -dijo Esperanza, y colgó el auricular.

No era la sangre de Greg. Myron no lo entendía. Por la noche, mientras el sueño lo vencía, había hilvanado una bonita teoría: los matones estaban buscando a Greg. Tal vez le habían dado una paliza y lo habían hecho sangrar un poco para demostrarle que iban en serio. Greg había optado por salir corriendo.

Todo encajaba. Explicaba el por qué de la sangre en el sótano. Explicaba la repentina desaparición de Greg. Sí, la ecuación era impecable: paliza más amenaza de muerte igual a hombre que huye.

El problema era que ahora resultaba que la sangre del sótano no pertenecía a Greg. Había que reconsiderar la teoría. Si a Greg le hubieran dado una paliza en su sótano, habría sido su sangre, no la de otro. De hecho, era muy difícil que uno perdiese la sangre de otro. Myron sacudió la cabeza. Necesitaba una ducha. Si seguía elucubrando de aquella manera, la teoría de los pollos degollados empezaría a tomar cuerpo.

Myron se enjabonó y dejó que el agua se derramara sobre sus hombros y su pecho. Se secó y se vistió. Jessica se encontraba ante el ordenador de la habitación contigua. Había aprendido a no molestarla cuando estaba trabajando. Dejó una nota escueta y se marchó. Tomó el tren de la línea 6 en dirección al centro. Después caminó hasta el aparcamiento de Kinney en la calle Cuarenta y seis. Mario le arrojó las llaves sin levantar la vista del periódico. Entró en la autopista al norte de la calle Sesenta y dos y continuó por ella hasta Harlem River Drive. El tráfico era lento porque estaban construyendo otro carril a la derecha, pero llegó al puente George Washington sin demasiados problemas. Cogió la carretera 4, la que atraviesa el Paramus, un desproporcionado complejo comercial con pretensiones de municipio, giró a la derecha y pasó por delante del edificio de Nabisco, en la carretera 208. Ese día no olía a ninguno de sus productos.