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Cuando frenó frente a la casa de Emily, un déjà vu le golpeó en la nuca como un coscorrón de advertencia. Había estado en aquella casa cuando eran novios, durante las vacaciones. La vivienda era de ladrillo, moderna, bastante grande. Estaba situada en un callejón sin salida bien cuidado. Una valla rodeaba el jardín trasero. Recordó que había una piscina en la parte de atrás. Recordó que también había un mirador. Recordó que había hecho el amor con Emily en el mirador, así como las ropas enredadas en torno a los tobillos, el sudor que cubría la piel como una capa tenue de humedad. El dulce elixir de la juventud.

Aparcó el coche, sacó la llave del contacto y permaneció sentado. Hacía más de diez años que no veía a Emily. Habían sucedido muchas cosas desde entonces, pero aún temía su reacción cuando lo viera. La imagen mental de Emily abriendo la puerta, gritando «hijo de puta» y cerrándola en sus narices era uno de los motivos por los cuales no había podido reunir el suficiente coraje para llamar antes.

Miró por la ventanilla del coche. No había movimiento en la calle. En realidad, sólo había diez casas. Pensó en el modo de presentarse ante ella, pero no se le ocurrió ninguno. Consultó su reloj, pero la hora no quedó registrada en su mente. Suspiró. Una cosa estaba clara: no podía quedarse sentado allí todo el día. Era un barrio tranquilo. Si alguien lo veía, llamaría a la policía. Había llegado el momento de actuar. Abrió la puerta y se apeó. La urbanización tenía, como mínimo, quince años de antigüedad, pero aún parecía nueva. La vegetación que crecía en los jardines era escasa. Aún no había los suficientes árboles y arbustos. El césped parecía la cabeza de un calvo sometida a medias a un trasplante de pelo.

Myron enfiló el sendero de entrada. Se miró las palmas de las manos. Estaban húmedas. Pulsó el timbre, cuyo sonido le hizo rememorar visitas anteriores. Oyó que alguien se acercaba. La puerta se abrió. Era Emily.

– Vaya, vaya, vaya -dijo. Myron no supo si el tono de su voz era de sorpresa o de sarcasmo. Emily había cambiado. Había perdido peso y al mismo tiempo se la veía fornida. Su rostro era más delgado y sus pómulos se habían acentuado. Llevaba el pelo corto-. Ésta sí que es buena -espetó.

– Hola, Emily.

Un excelente principio.

– ¿A santo de qué has venido?

– Pasaba por aquí.

– No hablas en serio, Myron. Lo que necesitaba entonces era sinceridad.

– ¿Y ahora?

– Ahora me doy cuenta de que se le concede excesiva importancia a la sinceridad.

– Tienes buen aspecto, Emily -dijo Myron con una sonrisa.

Cuando se ponía en acción, las frases ingeniosas se sucedían.

– Tú también -repuso Emily-. Pero no voy a ayudarte.

– ¿En qué?

Emily hizo una mueca.

– Entra -le indicó.

La siguió al interior. La casa estaba llena de claraboyas, cúpulas y paredes pintadas de blanco. Era muy espaciosa. Las paredes del vestíbulo estaban cubiertas con azulejos de primera calidad. Emily guió a Myron hasta la sala de estar. Myron se sentó en un sofá blanco. Los suelos eran de madera de haya. Todo seguía igual que diez años atrás. O habían comprado los mismos sofás otra vez o sus invitados se habían comportado con una corrección exquisita. No había ni una sola mancha en ellos. La única nota de desorden la daban unos cuantos periódicos amontonados en un rincón. La primera plana de un New York Post rezaba «¡Escándalo!» en letras enormes. Muy conciso.

Un perro viejo entró arrastrando sus patas artríticas. Dio la impresión de que intentaba menear la cola, pero el resultado fue una penosa oscilación. Consiguió lamer la mano de Myron con una lengua reseca.

– Mira por dónde -le dijo Emily-. Benny se acuerda de ti.

Myron se quedó petrificado.

– ¿Éste es Benny?

Ella asintió.

La familia de Emily había comprado aquel perro cuando sólo era un cachorro hiperactivo para Todd, el hermano pequeño de Emily, justo cuando Myron y ella empezaban a salir juntos. Myron estaba presente en el momento en que habían aparecido con el cachorro. El pequeño Benny había recorrido toda la casa para por fin mearse en aquel mismo suelo. A nadie le importó. Benny se acostumbró enseguida a la gente. Su saludo característico consistía en saltar sobre las personas, convencido, como sólo un perro era capaz de hacerlo, de que nadie se sentiría molesto. Benny ya no saltaba. Ahora parecía estar muy viejo; a un paso de la muerte. Una tristeza repentina se apoderó de Myron.

– Estuviste bien anoche -dijo Emily-. Fue estupendo verte otra vez en la pista.

– Gracias -repuso Myron con la originalidad que lo caracterizaba.

– ¿Tienes sed? -preguntó Emily-. Podría prepararte una limonada. Como en una obra de Tennessee Williams. Limonada para el visitante, aunque dudo que Amanda Wigfield utilizara una coctelera Crystal Light.

Antes de que Myron atinase a contestar, Emily desapareció tras una puerta. Benny lo miró a través de unas cataratas lechosas. Myron le rascó la oreja. La cola pareció moverse a mayor velocidad. Myron miró a Benny con tristeza y sonrió. El perro se acercó más, como si aceptara con agrado su compasión. Emily regresó con dos vasos de limonada.

– Toma -dijo. Le tendió uno y se sentó.

– Gracias -dijo Myron, y bebió un sorbo.

– ¿Qué has apuntado a continuación en tu agenda, Myron?

– ¿Qué?

– ¿Otro regreso?

– No te entiendo.

Emily sonrió de nuevo.

– Primero, sustituyes a Greg en la pista. Quizá después te interese sustituirlo en la cama.

Myron estuvo a punto de atragantarse con la limonada, pero consiguió reponerse. Había sido un directo a la mandíbula. Muy típico de Emily.

– No es nada divertido -dijo.

– Pues yo me lo estoy pasando en grande -replicó ella.

– Sí, lo sé.

Emily apoyó el codo en el respaldo del sofá y la cabeza sobre una mano.

– Me han dicho que sales con Jessica Culver -dijo.

– Sí.

– Me gustan sus libros.

– Se lo diré.

– Pero los dos sabemos la verdad.

– ¿Cuál es?

Ella se inclinó y dio un lento sorbo a su vaso.

– Follar con ella no es tan maravilloso como hacerlo conmigo.

Muy típico de Emily, también.

– ¿Estás segura?

– Muy segura. No es falta de modestia. No dudo ni por un instante que tu señora Culver debe de ser muy hábil, pero conmigo fue tu primera vez. Un descubrimiento. Apasionado hasta lo inimaginable. Ninguno de los dos podrá volver a alcanzar aquel éxtasis con nadie más. Sería imposible. Sería como retroceder en el tiempo.

– No me gusta hacer comparaciones -le dijo Myron.

– Y una mierda -le espetó Emily, sacudiendo la cabeza.

– No me pidas que establezca comparaciones.

– Vamos, Myron -dijo ella con una sonrisa-. No me vengas con chorradas espirituales. No trates de convencerme de que es mejor porque la vuestra es una relación profunda y hermosa en la que el sexo trasciende lo puramente físico. Sería impropio de ti.

Myron no contestó. No sabía qué decir y aquella conversación hacía que se sintiera incómodo. Decidió cambiar de tema.

– ¿A qué te referías cuando dijiste que no ibas a ayudarme?

– Exactamente a eso.

– ¿En qué no ibas a ayudarme?

De nuevo la sonrisa.

– ¿Alguna vez he sido estúpida, Myron?

– Nunca.

– ¿De veras crees que me he tragado la historia del regreso, o la de que Greg está -dibujó unas comillas en el aire- «recluido» por una lesión en el tobillo? Tu visita inesperada sólo ha servido para confirmar mis sospechas.

– ¿Qué sospechas?

– Greg ha desaparecido; y tú intentas encontrarlo.

– ¿Por qué crees que Greg ha desaparecido?

– Myron, por favor, no juegues conmigo. Me debes respeto, al menos.