La Sacudepolvos sonrió y agitó la cabeza.
– Es usted un hombre interesante, señor Lockwood. Quizá me acueste con usted.
– No es suficiente.
– ¿Qué?
– Sólo lo hará para demostrar que estoy equivocado. Eso, querida mía, es tan patético e inseguro como lo que suele hacer. Pero nos estamos apartando del tema principal. Ha sido culpa mía, y le ruego que me disculpe. ¿Va a contarme su conversación con Greg Downing, o prefiere que destruya su reputación?
La mujer parecía desconcertada. Era lo que Win quería.
– Siempre queda la opción tres, por supuesto -continuó él-, que sigue muy de cerca a la opción dos: además de ver su reputación destruida, tendrá que enfrentarse a una acusación de asesinato.
La Sacudepolvos abrió los ojos como platos.
– ¿Qué?
– Greg Downing es el principal sospechoso en una investigación por asesinato. Si descubrimos que usted lo ayudó de alguna manera, se convertirá en cómplice. -Win calló y frunció el entrecejo-. Para ser sincero, no creo que el fiscal del distrito consiga que la condenen. Da igual. Empezaré con su reputación. Ya veremos cómo evoluciona la situación.
– Señor Lockwood -dijo la Sacudepolvos mirándolo fijamente.
– ¿Sí?
– Váyase a tomar por culo.
Win se levantó.
– Sin duda, una opción mejor que permanecer en su compañía. -Sonrió e inclinó la cabeza. Si hubiera llevado sombrero, se lo habría quitado-. Buenas tardes.
Se alejó con la cabeza alta. Había un método en su locura. Win supo casi al instante que ella no hablaría. Era una mujer inteligente y leal. Una combinación peligrosa, aunque admirable. No obstante, lo que él le había dicho le daría que pensar. Hasta los mejores eran presa del pánico, o al menos reaccionaban. La esperaría fuera y la seguiría.
Echó un vistazo al marcador. Estaban en la mitad del segundo cuarto. No le interesaba ver el partido. Sin embargo, cuando llegó a la puerta, sonó una bocina y una voz anunció:
– Myron Bolitar entra por Troy Erickson.
Win vaciló. Dio otro paso hacia la salida. No tenía ganas de ver el partido, pero se detuvo de nuevo y se volvió hacia la pista.
26
Myron estaba sentado en un extremo del banquillo. Sabía que no iba a jugar, pero aún experimentaba los nervios previos al encuentro.
Cuando era más joven le gustaba la presión de la competición, incluso cuando los nervios prácticamente lo paralizaban. Nunca duraban mucho después del inicio del partido. En cuanto establecía contacto físico con un contrincante, luchaba por la posesión de un balón o lanzaba a canasta, los dedos de hielo que le atenazaban las entrañas se derretían y los aplausos y vítores de la multitud se convertían en algo similar al hilo musical de las oficinas.
No había experimentado los nervios previos al encuentro durante más de una década, y ahora confirmaba lo que siempre había sospechado: aquel tipo de conmoción estaba relacionado con el baloncesto. Nada más. Nunca había sentido nada semejante en los negocios o en su vida privada. Ni siquiera en las confrontaciones más violentas, en las que se experimentaba una excitación particularmente perversa. Siempre había pensado que aquella sensación única que le producía el deporte desaparecería con la edad, cuando un acontecimiento irrelevante como es en realidad un partido de baloncesto no se transforma en algo de importancia casi bíblica, cuando algo tan insignificante a la larga ya no se magnifica hasta alcanzar dimensiones épicas a través del prisma de la juventud. Un adulto comprende que es inútil explicárselo a un niño. No obstante, Myron estaba confortablemente instalado en la treintena y aún experimentaba las mismas sensaciones arrebatadas que sólo había conocido en la juventud.
No habían desaparecido con la edad. Sólo permanecían en estado de hibernación, tal como Calvin le había advertido, con la esperanza de resucitar en algún momento, una esperanza que casi nunca se materializaba en la vida de un hombre.
¿Tenían razón sus amigos? ¿Era todo aquello demasiado para él? ¿Acaso no lo había dejado atrás? Vio a Jessica en la tribuna. Estaba mirando el partido con una particular expresión concentrada en su rostro. Era la única persona que parecía indiferente a su regreso, pero ella aún no había aparecido en su vida cuando jugaba al baloncesto. ¿La mujer a la que amaba no le comprendía, o…?
El curso de sus pensamientos se detuvo.
Cuando uno está en el banquillo, la pista puede convertirse en un lugar muy pequeño. Vio, por ejemplo, que Win estaba hablando con la Sacudepolvos. Vio a Jessica. Vio a las demás novias y esposas de sus compañeros. Y después vio a sus padres, que entraban por la puerta que tenía justo delante de él. Desvió rápidamente la mirada hacia la pista. Aplaudió y animó a gritos a sus compañeros, fingiendo interés por el resultado del partido. Sus padres. Habían interrumpido su viaje.
Los miró con el rabillo del ojo. Estaban sentados cerca de Jessica, en la zona reservada a amigos y familiares. Su madre lo estaba observando. Incluso desde aquella distancia, distinguió una mirada perdida en sus ojos vidriosos. Su padre parpadeaba insistentemente, con la mandíbula tensa, como si estuviera armándose del coraje necesario para poder mirar a la pista. Myron comprendió. Todo era demasiado familiar, como si estuvieran reviviendo las imágenes grabadas en una vieja película. Desvió la vista de nuevo.
Leon White abandonó el terreno de juego. Se sentó al lado de Myron. Uno de los auxiliares le pasó una toalla sobre los hombros y le dio una botella. Con el cuerpo reluciente de sudor, Leon bebió un trago de Gatorade y le dijo:
– Anoche vi que hablabas con la Sacudepolvos.
– Así es -repuso Myron.
– ¿Te sacudió alguno?
Myron negó con la cabeza.
– Sigo incólume.
Leon soltó una risita.
– ¿Alguien te ha explicado cómo consiguió ese mote?
– No.
– Cuando se pone como una moto, tiene la costumbre de sacudir la pierna. La pierna izquierda. Siempre la pierna izquierda. Está tirada de espaldas, tú se la estás metiendo hasta la empuñadura, y de repente su pierna izquierda empieza a sacudirse. ¿Comprendes?
Myron asintió. Lo había comprendido.
– Si no hace eso, si un tío no consigue que la Sacudepolvos se sacuda, es que no ha cumplido con su deber. No puede presumir. Tiene que mantener la cabeza gacha. Es una tradición muy seria.
– Como encender una menorah [1] en Hanuk [2] -dijo Myron.
Leon rió.
– Bien, no exactamente -repuso.
– ¿Te han sacudido el polvo alguna vez?
– Claro, una vez -respondió Leon-, pero antes de que me casara -se apresuró a añadir.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás casado?
– Fiona y yo nos casamos hace poco más de un año.
A Myron le dio un vuelco el corazón. Fiona. La mujer de Leon se llamaba Fiona. Miró a una rubia de curvas voluptuosas sentada en la tribuna. Fiona empezaba con la letra efe.
– ¡Bolitar!
Myron levantó la vista. Era Donny Walsh, el entrenador.
– ¿Sí?
– Entra en lugar de Erickson -le indicó Walsh, escupiendo, más que pronunciando, las palabras-. Juegas de escolta. Que Kiley haga de base.
Myron miró al entrenador como si estuviera hablando en swahili. Era el segundo cuarto. El marcador estaba muy igualado.
– ¿A qué cojones estás esperando, Bolitar? Sustituye a Erickson. Mueve el culo.
Leon le dio una palmada en la espalda.
– Adelante, tío.
Myron se puso en pie. Sentía los músculos de las piernas agarrotados. Pensamientos sobre asesinatos y desapariciones cruzaron por su mente. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta reseca. Se apresuró hacia la mesa. La pista parecía girar como la cama de un borracho. Se quitó la sudadera y la tiró al suelo, sin ser consciente de sus acciones, como una serpiente que mudara de piel. Le hizo una seña con la cabeza a la mesa.