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Audrey se asomó y esperó. No se acercó hasta que él le indicó con un gesto que lo hiciera. Guardó la libreta y el lápiz en el bolso y se encogió de hombros.

– Piensa sólo en el aspecto positivo -dijo ella.

– ¿Y cuál es?

– Aún tienes un culo soberbio.

– Es gracias a los pantalones -dijo con modestia Myron-. Se amoldan y ciñen muy bien.

– ¿Se amoldan y ciñen?

Myron se encogió de hombros.

– Feliz cumpleaños.

– Gracias -dijo Audrey.

– «Cuídate de los idus de marzo» -le recitó Myron.

– Los idus son el quince -contestó Audrey-. Hoy es diecisiete.

– Sí, lo sé, pero nunca dejo pasar la oportunidad de citar a Shakespeare. Así parezco inteligente.

– Inteligente y con un buen culo -añadió Audrey-. ¿Qué más da si careces de movilidad lateral?

– Muy divertido. Jess nunca se queja de eso.

– Al menos, procura no decírtelo a la cara. -Audrey sonrió-. Me alegro de verte animado.

Myron le devolvió la sonrisa y se encogió de hombros.

Audrey miró alrededor para asegurarse de que nadie les escuchaba.

– Tengo información -murmuró.

– Ah, ¿sí?

– Es acerca del detective que intervino en el caso de divorcio.

– ¿Greg contrató a un detective?

– O él o Felder. Tengo un contacto que hace trabajos de electrónica para ProTec Investigations. Se ocupan de todo el trabajo de Felder. Mi contacto desconoce los detalles, pero ayudó a colocar una cámara de vídeo en el hotel Glenpointe hace dos meses. ¿Conoces el Glenpointe?

Myron asintió.

– ¿El hotel de la carretera 80, a unos diez kilómetros de aquí? -preguntó.

– Exacto. Mi contacto no sabe para qué era la cinta o qué fue de ella. Sólo sabe que el trabajo estaba relacionado con el divorcio de Downing. También confirmó lo evidente: es un trabajo que suele hacerse para pillar a un consorte en flagrante delito.

Myron frunció el entrecejo.

– ¿Fue hace dos meses?

– Sí -respondió Audrey.

– Para entonces Greg y Emily ya se habían separado. El divorcio estaba prácticamente zanjado. ¿Cuál era entonces el objetivo?

– El divorcio sí, pero la batalla por la custodia de los hijos acababa de empezar.

– Sí, ¿y qué? Ella era una mujer sin compromisos que iba a echar un polvo. En estos tiempos esas cosas ya no sirven para demostrar que un padre es incompetente.

Audrey meneó la cabeza.

– Eres demasiado ingenuo.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿La cinta de una madre haciendo dios sabe qué en un hotel con algún semental? Todavía vivimos en una sociedad machista. Sería la prueba definitiva para influir en la decisión del juez.

Myron reflexionó por un instante. Aquello no encajaba.

– Para empezar -dijo al cabo- estás dando por sentado que el juez es hombre y cavernícola. Además -levantó las manos y se encogió de hombros-, estamos en los años noventa. No importa que una mujer separada se acueste con otro hombre. No tiene nada de escandaloso.

– No sé qué más decirte, Myron.

– ¿Es todo lo que has conseguido?

– Eso es todo, pero sigo en ello.

– ¿Conoces a Fiona White?

– ¿La mujer de Leon? Lo suficiente para decirnos hola y adiós. ¿Por qué?

– ¿Fue modelo?

– ¿Modelo? -Audrey soltó una risita-. Sí, supongo que podría llamarse así.

– ¿Salió en el desplegable del Playboy?

– .

– ¿Sabes de qué mes?

– No. ¿Por qué?

Myron le habló del correo electrónico. Ahora estaba seguro de que la «señora F» era Fiona White, de que Nenasep era la abreviatura de «nena de septiembre», el mes en que había aparecido el desplegable. Audrey lo escuchaba entusiasmada.

– Lo investigaré -dijo cuando Myron terminó-. A ver si fue la playmate de septiembre.

– Nos sería de gran ayuda.

– Explicaría muchas cosas -dijo Audrey-. La tensión entre Downing y Leon, por ejemplo.

Myron asintió.

– He de irme. Jess ha ido a buscar el coche. Mantenme informado.

– De acuerdo. Que te diviertas.

Myron se secó y empezó a vestirse. Pensó en la novia secreta de Greg, la que se había alojado en su casa. ¿Podía tratarse de Fiona White? En tal caso, eso explicaría la necesidad de mantenerlo en secreto. ¿Cabía la posibilidad de que Leon White les hubiera descubierto? Parecía lo más lógico, a tenor de su antagonismo hacia Greg. ¿Adónde conducía ese dato? ¿Cómo encajaba todo eso con la ludopatía de Greg y el intento de chantaje de Liz Gorman?

«Eh, espera un momento -se dijo Myron-. Olvida el problema del juego por un momento. Supón que Liz Gorman sabía algo más acerca de Greg Downing, una revelación tal vez más explosiva que el hecho de que Greg se dedicara a apostar sin medida. Supón que había descubierto que Greg se estaba tirando a la mujer de su mejor amigo. Supón que había decidido hacer chantaje a Greg y a Clip con esta información. ¿Cuánto pagaría Greg por impedir que sus admiradores y compañeros de equipo se enteraran de su traición? ¿Cuánto pagaría Clip para impedir que aquella cabeza nuclear estallara en plena carrera hacia el campeonato?»

Valía la pena investigarlo.

27

Myron se detuvo en el semáforo que separaba South Livingston Avenue de la autopista JFK. Aquel cruce en particular apenas había cambiado en los últimos treinta años. La familiar fachada de ladrillo del restaurante Nero estaba a su derecha.

Antes había sido el Steak House de Jimmy Johnson, pero había que remontarse veinticinco años atrás, como mínimo. La misma gasolinera de la Gulf ocupaba otra esquina, una pequeña estación de bomberos la tercera, y un terreno sin urbanizar la última.

Dobló por Hobart Gap Road. Los Bolitar se habían mudado a Livingston cuando Myron tenía seis semanas. Desde entonces, los cambios habían sido mínimos. Ahora, la sensación de familiaridad que le producía ver el mismo paisaje después de tantos años era menos confortable que entontecedora. Uno no se daba cuenta de nada. Miraba, pero no veía.

Cuando se desvió por la misma calle en la que su padre le había enseñado a montar en bicicleta (una con un reflector a lo Batman en la parte posterior), intentó prestar verdadera atención a las casas que habían constituido su paisaje durante toda la vida. Algunas cosas habían cambiado, por supuesto, pero en su mente seguía siendo 1970. Sus padres y él aún se referían a las viviendas del barrio por el apellido de sus propietarios originales, como si fueran plantaciones del Sur. Los Rackin, por ejemplo, hacía más de una década que no vivían en la casa de los Rackin. Myron ya no sabía quién vivía en la casa de los Kirschner, en la de los Roth o en la de los Parker. Al igual que los Bolitar, los Rackin, los Kirschner y los demás se habían trasladado cuando las construcciones eran recientes, cuando aún se veían algunos restos de la granja de los Schnectman, cuando Livingston todavía se consideraba que estaba en el quinto pino, muy lejos de Nueva York, aun cuando lo separaban de éste sólo cuarenta kilómetros, como la parte oeste de Pensilvania. Los Rackin, los Kirschner y los Roth habían vivido gran parte de su existencia en aquel lugar. Se habían trasladado con sus hijos recién nacidos, allí los habían criado, allí les habían enseñado a montar en bicicleta por las mismas calles en las que Myron había aprendido a hacerlo. Los habían enviado a la escuela elemental de Burnet Hill, después al colegio secundario Heritage, y finalmente al instituto Livingston. Los chicos abandonaron el hogar paterno para ir a la universidad, y sólo regresaban durante las vacaciones. No mucho después llegaron invitaciones de boda. Algunos empezaron a exhibir fotografías de sus nietos, mientras sacudían la cabeza con incredulidad, lamentando la rapidez con que la vida pasa. Al cabo de un tiempo, los Rackin, los Kirschner y los Roth se marcharon. Ya no había nada que los retuviera en aquella ciudad pensada sólo para criar niños. Sus hogares se les antojaron de repente demasiado grandes y vacíos, así que los pusieron en venta. Fueron adquiridos por familias jóvenes con niños pequeños que pronto irían a la escuela elemental de Burnet Hill, después al colegio secundario Heritage y más tarde al instituto Livingston.