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Entraron en una pequeña sala de interrogatorios. Myron se miró en un espejo. Como cualquiera que hubiese visto películas de polis, sabía que era transparente del otro lado. Dudaba que hubiera alguien mirando, pero sacó la lengua por si acaso. A veces se comportaba como un chiquillo. Krinsky estaba de pie junto a un televisor y un vídeo. Por segunda vez en el mismo día, Myron iba a ver un vídeo. Confió en que esa vez fuera más aburrido.

– ¡Qué hay, Krinsky! -saludó Myron.

Krinsky asintió apenas. La locuacidad no era una de sus características.

Myron miró a Dimonte.

– No entiendo cómo la cámara de un almacén de mercancías pudo grabar al asesino.

– Una de las cámaras está al lado de la entrada de camiones -explicó Dimonte-. Para asegurarse de que no se cae nada de los camiones cuando se van, ya sabes. La cámara cubre parte de la acera. Se ve a gente andando. -Se apoyó contra la pared e indicó a Myron que tomara asiento en una silla-. Ya verás a qué me refiero.

Myron se sentó. Krinsky apretó el botón de reproducción. Blanco y negro otra vez. Sin sonido. En esta ocasión, la toma era desde arriba. Myron vio el extremo delantero de un camión y, detrás, un fragmento de la acera. No pasaba mucha gente andando. Los pocos paseantes que aparecían en la imagen no eran más que siluetas lejanas.

– ¿Cómo la has conseguido? -preguntó Myron.

– ¿El qué?

– La cinta.

– Siempre compruebo estas cosas -le dijo Dimonte al tiempo que se subía los pantalones-. Garajes, almacenes, etcétera. Todos tienen cámaras de vigilancia.

Myron asintió.

– Buen trabajo, Rolly. Estoy impresionado.

– Gracias; ahora ya puedo morir tranquilo -dijo Dimonte.

Myron se preguntó por qué todo el mundo se creería tan listo. Devolvió su atención a la pantalla.

– ¿Cuál es la duración de las cintas?

– Doce horas -contestó Dimonte-. Las cambian a las nueve de la noche y a las nueve de la mañana. Tienen instalado un dispositivo de ocho cámaras. Conservan cada cinta durante tres semanas. Después, las reciclan. -Señaló con el dedo-. Ahí viene. Krinsky.

Krinsky apretó un botón y la imagen se congeló.

– La mujer que acaba de entrar en escena. A la derecha. Se dirige hacia la parte sur, que no sale en la pantalla.

Myron vio una imagen borrosa.

No distinguió una cara, ni siquiera pudo calcular la estatura. La mujer llevaba tacones altos y un abrigo largo, con cuello de volantes. Tampoco era fácil calcular su peso. No obstante, el peinado le resultó familiar.

– Sí, la veo -dijo en tono inexpresivo.

– Mira su mano derecha -indicó Dimonte.

Myron obedeció. La mujer sujetaba algo oscuro y largo.

– No veo qué es.

– Hemos hecho una ampliación. Krinsky.

Krinsky entregó a Myron dos fotografías en blanco y negro. En la primera la cabeza de la mujer aparecía ampliada, pero no se distinguían las facciones. En la segunda, se observaba con más claridad el objeto largo y oscuro.

– Creemos que es una bolsa de basura que envuelve algo -dijo Dimonte-. Tiene una forma particular, ¿no crees?

Myron estudió la foto y asintió.

– Piensas que oculta un bate de béisbol, ¿verdad?

– ¿Tú no?

– Sí -admitió Myron.

– Encontramos bolsas de basura similares en la cocina de Gorman.

– Y en la mitad de las cocinas de Nueva York, probablemente -señaló Myron.

– Es cierto. Ahora fíjate en la fecha y la hora que aparecen en la pantalla.

En la parte superior izquierda de la pantalla, un reloj digital anunciaba las 02.12.32 de la madrugada del domingo. Eso era pocas horas después de que Liz Gorman se hubiera citado con Greg Downing en el Swiss Chalet.

– ¿La cámara la registró cuando se dirigía al domicilio de Gorman? -preguntó Myron.

– Sí, pero no se ve con claridad. Krinsky.

Krinsky oprimió el botón de rebobinado. Segundos después, levantó el dedo y la cinta se puso en movimiento. Era la 01.41.12. Más de media hora antes.

– Ya llega -anunció Dimonte.

La imagen casi pasó de largo. Myron sólo reconoció a la mujer gracias al largo abrigo con cuello de volantes. Esta vez no llevaba nada en la mano.

– Déjame ver otra vez la otra parte -pidió Myron-. Entera.

Dimonte hizo una señal a Krinsky con la cabeza. Éste la localizó. Aunque no podía ver el rostro de la mujer, su forma de andar era muy reveladora. El modo de caminar dice mucho acerca de la personalidad. Myron sintió que le daba un vuelco el corazón.

Dimonte lo observaba con los ojos entornados.

– ¿La has reconocido, Bolitar?

Myron negó con la cabeza.

– No -mintió.

32

A Esperanza le gustaba confeccionar listas.

Con el expediente de la Brigada del Cuervo delante de ella, anotó los tres datos más importantes en orden cronológico:

1) La Brigada del Cuervo atraca un banco de Tucson.

2) Al cabo de pocos días, al menos uno de los Cuervos (Liz Gorman) estaba en Manhattan.

3) Poco después, Liz Gorman establecía contacto con un jugador de baloncesto profesional muy importante.

No tenía sentido.

Abrió el expediente y releyó por encima la historia de la Brigada. En 1975 los Cuervos habían secuestrado a Hunt Flootworth, el hijo de veintidós años del magnate de la publicidad Cooper Flootworth. Hunt había sido compañero de clase en San Francisco de varios de los Cuervos, entre ellos de Liz Gorman y de Cole Whiteman.

El famoso Cooper Flootworth, que nunca había permitido a los demás encargarse de sus asuntos, contrató a una banda de mercenarios para que rescataran a su hijo. Durante el ataque, uno de los Cuervos mató de un disparo a quemarropa al joven Hunt. Nadie supo quién había sido. Sólo cuatro miembros de la Brigada consiguieron escapar.

Big Cyndi entró en el despacho. Las vibraciones que producía al caminar hicieron rodar los lápices esparcidos sobre el escritorio de Esperanza hasta que cayeron al suelo.

– Lo lamento -se disculpó Cyndi.

– No pasa nada.

– Timmy me ha llamado -anunció Cyndi-. Vamos a salir el viernes por la noche.

Esperanza hizo una mueca.

– ¿Se llama Timmy?

– Sí. ¿No es un amor?

– Adorable.

– Estaré en la sala de conferencias.

Esperanza devolvió su atención al expediente. Pasó las páginas hasta llegar al asalto de Tucson, el primero que llevaba a cabo el grupo desde hacía más de cinco años. El atraco se produjo mientras el banco estaba cerrando. Los federales creyeron que uno de los guardias era cómplice de los delincuentes, pero hasta el momento no habían sacado en limpio más que su pasado izquierdista. Robaron unos quince mil dólares en metálico, e incluso tuvieron tiempo de volar las cajas de seguridad. Muy arriesgado. Los federales sostenían la teoría de que los Cuervos habían averiguado de alguna manera que había dinero procedente del narcotráfico guardado en ellas. Las cámaras del banco mostraban a dos personas vestidas de negro de pies a cabeza, pasamontañas incluidos. Ni huellas dactilares ni fibras ni pelos. Nada.

Esperanza volvió a leer el expediente, pero no obtuvo nada nuevo. Intentó imaginar cómo habían sido los últimos veinte años para los Cuervos supervivientes, siempre huyendo, sin poder establecerse durante mucho tiempo en el mismo lugar, entrando y saliendo del país, dependiendo de antiguos simpatizantes que nunca eran del todo fiables. Cogió una hoja de papel y anotó: «Liz Gorman -› Atraco al banco -› Chantaje».

«De acuerdo -pensó-, sigue las flechas.» Liz Gorman y los Cuervos necesitaban fondos, de modo que atracaron el banco. Salió bien. Eso explicaba la primera flecha. Era de cajón, en cualquier caso. El auténtico problema residía en la segunda relación: