Atraco al banco -› Chantaje.
Para resumirlo, ¿qué aspecto del atraco al banco la había conducido a la Costa Este y a hacer chantaje a Greg Downing? Intentó plasmar por escrito las posibilidades.
1) Downing estaba implicado en el atraco al banco.
Alzó la vista. Era posible, meditó. Necesitaba dinero para pagar las deudas de juego. Tal vez hizo algo ilegal. Pero esa hipótesis no contestaba la pregunta más importante: ¿cómo se habían conocido? ¿Cómo habían entrado en contacto Liz Gorman y Greg Downing?
Ésa era la clave, pensó.
Escribió un dos. Y esperó.
¿Qué otro vínculo podía existir?
No se le ocurrió nada, de modo que probó desde el otro extremo. Empezar con el chantaje y retroceder. Con el fin de hacer chantaje a Greg Downing, Liz Gorman tenía que haber descubierto algo que permitiera incriminarlo. ¿Cuándo? Esperanza dibujó otra flecha:
Atraco al banco ‹-› Chantaje.
De pronto tuvo un pálpito. El atraco al banco. Algo que habían descubierto durante el atraco al banco le había permitido llevar a cabo el chantaje.
Volvió a repasar el expediente, pero ya sabía que allí no iba a encontrarlo. Descolgó el auricular y marcó.
– ¿Tienes una lista de las personas que tenían alquiladas cajas de seguridad? -preguntó cuando el hombre contestó.
– Por ahí estará, supongo. ¿La necesitas?
– Sí.
El hombre soltó un profundo suspiro.
– De acuerdo, me pondré a buscar, pero dile a Myron que me debe una muy gorda por esto.
– ¿Estás sola? -preguntó Myron cuando Emily abrió la puerta.
– Pues sí -contestó ella con una tímida sonrisa-. ¿Qué tienes en mente?
Myron la echó a un lado y entró. Emily lo miró boquiabierta encaminarse sin vacilar hacia el armario del vestíbulo y abrirlo.
– ¿Qué demonios estás haciendo?
Myron no se molestó en contestar. Empujó las perchas a izquierda y derecha como un poseso. No le costó mucho. Ahí estaba: el abrigo largo de cuello con volantes.
– La próxima vez que cometas un asesinato -dijo-, deshazte de la ropa que llevabas.
Emily retrocedió dos pasos y se llevó una mano temblorosa a la boca.
– Lárgate -musitó.
– Te concedo la oportunidad de que confieses la verdad.
– Me importa una mierda lo que me concedas. Sal de mi casa ahora mismo.
Myron alzó el abrigo.
– ¿Crees que soy el único que lo sabe? La policía tiene una cinta de vídeo que te inmortaliza en el lugar de los hechos. Llevas puesto este abrigo.
A Emily se le demudó el semblante, como si hubiera recibido un puñetazo en el plexo solar. Myron bajó el abrigo.
– Introdujiste el arma homicida en tu antigua casa -dijo-. Manchaste de sangre el sótano. -Dio media vuelta y entró como una tromba en la sala de estar. La montaña de periódicos seguía en su sitio. La señaló con el dedo-. Continuaste buscando en los diarios. Cuando leíste que habían descubierto el cadáver, hiciste una llamada anónima a la policía.
Emily lo miraba absorta.
– Me intrigaba el detalle del cuarto de juegos -prosiguió Myron-. ¿Bajó allí Greg para cometer un asesinato? Ésa era la cuestión, claro. No lo hizo. La sangre pasaría inadvertida durante semanas.
Ella apretó con fuerza los puños. Negó varias veces con la cabeza, y al fin, con un hilo de voz, dijo:
– No lo entiendes.
– Explícamelo.
– Quería llevarse a mis hijos.
– De modo que le tendiste una trampa para que lo acusaran de asesinato.
– No.
– No es el mejor momento para mentir, Emily.
– No estoy mintiendo, Myron. No hice eso.
– Colocaste el arma…
– Sí -lo interrumpió ella-, en eso tienes razón, pero no le tendí la trampa. -Cerró los ojos y volvió a abrirlos, como si por un segundo hubiese pretendido concentrarse-. No puedes acusar a nadie de algo que no ha hecho.
Myron se puso rígido. Emily lo miró sin pestañear. Sus manos seguían crispadas.
– ¿Me estás diciendo que fue Greg quien la mató?
– Por supuesto. -Emily avanzó lentamente hacia él, utilizando los segundos como un boxeador utiliza la cuenta hasta diez para recuperarse de un gancho inesperado. Cogió el abrigo-. ¿Debo destruirlo, o puedo confiar en ti?
– Lo mejor será que te expliques antes.
– ¿Te apetece un café?
– No.
– A mí sí. Ven. Hablaremos en la cocina. -Caminó con la cabeza erguida, tal como Myron había visto en la cinta. La siguió hasta la cocina, de deslumbrantes azulejos blancos. Para la mayoría, aquella decoración era insuperable. A Myron le recordaba los urinarios de un restaurante de lujo.
Emily sacó una de esas cafeteras de émbolo tan en boga.
– ¿Seguro que no vas a tomar? Es Starbucks. Variedad Kona, de Hawai.
Myron negó con la cabeza. Emily había recuperado la serenidad y el control sobre sí misma. Él se lo había permitido. Una persona controlada habla más y piensa menos.
– No sé por dónde empezar -dijo Emily, mientras llenaba de agua caliente la cafetera. El delicioso aroma invadió de inmediato la cocina. De haber sido un anuncio de café, uno de ellos habría exclamado enseguida: «¡Ummm!»-. Y no me digas que empiece por el principio, o me pondré a gritar.
Myron levantó las manos para indicar que no iba a hacer nada por el estilo.
– Esa mujer me abordó un día en el supermercado, nada menos -dijo Emily-. Como caída del cielo. Yo estaba buscando baguettes congeladas, y esa mujer se acercó y me dijo que había descubierto algo que podría destruir a mi marido. Añadió que si no pagaba, avisaría a la prensa.
– ¿Qué te dijo?
– Le pregunté si necesitaba una moneda de veinticinco centavos para el teléfono. -Emily rió-. Pensé que se trataba de una broma. Le dije que adelante, que destruyera a ese hijo de puta. Se limitó a asentir y dijo que seguiríamos en contacto.
– ¿Eso fue todo?
– Sí.
– ¿Cuándo ocurrió?
– No lo sé. Hace dos, tres meses.
– ¿Cuándo volvió a llamarte?
Emily abrió un armarito y sacó un tazón de café. El tazón estaba adornado con la imagen de un personaje de dibujos animados y la leyenda «La mejor mamá del mundo».
– He hecho suficiente para dos -dijo.
– No, gracias.
– ¿Estás seguro?
– Sí. ¿Qué pasó después?
Se inclinó y contempló el recipiente como si fuera una bola de cristal.
– Pocos días después, Greg me hizo algo… -Calló. Su tono había cambiado, las palabras surgían con más lentitud y cautela-. Ya te lo insinué la última vez que viniste. Hizo algo horrible. Los detalles carecen de importancia.
Myron asintió en silencio. En aquel momento no existían motivos para sacar a colación el vídeo y desconcertarla. La clave consistía en darle facilidades.
– Cuando la mujer volvió a ponerse en contacto conmigo, me informó de que Greg estaba dispuesto a pagar una gran cantidad para que la información no saliera a la luz. Le dije que yo pagaría mucho más si esa información se divulgaba. Me dijo que costaría mucho dinero. Contesté que me daba igual e intenté apelar a su condición de mujer. Llegué incluso a contarle mi situación, le dije que Greg intentaba robarme a mis hijos. Dio la impresión de que se solidarizaba conmigo, pero dejó claro que no podía permitirse tanta generosidad. Si yo deseaba la información, tenía que pagar por ella.
– ¿Te dijo cuánto?
– Cien mil dólares.
Myron estuvo a punto de soltar un silbido. La intención de Liz Gorman seguramente era exprimir a los dos durante tanto tiempo como considerara prudente y necesario. O quizá tentaba a la suerte porque sabía que muy pronto debería volver a la clandestinidad. En cualquier caso, era lógico, desde la perspectiva de Liz Gorman, intentar sacar dinero a todas las partes implicadas a cambio de silencio y de información: Greg, Clip y Emily. Los chantajistas son tan honrados como los políticos en un año de elecciones.