– ¿Tienes idea de qué sabía acerca de Greg? -le preguntó Myron.
Emily negó con la cabeza.
– Nunca me lo dijo.
– ¿Y aun así estabas dispuesta a pagarle cien de los grandes?
– Sí.
– ¿Sin saber de qué se trataba?
– Sí.
– ¿Cómo sabías que no estaba chalada?
– No lo sabía, pero me iban a quitar a mis hijos, por amor de Dios. Estaba desesperada.
Por supuesto que lo estaba, y así se lo había demostrado a Liz Gorman, quien, a su vez, se había aprovechado de la situación.
– ¿Y aún no tienes ni idea de lo que sabía acerca de Greg? -preguntó Myron.
Emily volvió a negar con la cabeza.
– No.
– ¿Podía ser algo referente a su afición al juego?
Emily entornó los ojos, confusa.
– ¿Por qué eso, precisamente?
– ¿Sabías que Greg jugaba?
– Claro. ¿Y qué?
– ¿Sabías cuánto apostaba?
– Un poco. De vez en cuando viajaba a Atlantic City. Tal vez cincuenta dólares en un partido de fútbol.
– ¿Eso creías?
Emily parecía extrañada.
– ¿"Qué intentas decirme?
Myron miró por la ventana. La piscina seguía cubierta, pero algunos tordos habían regresado ya de su peregrinación anual al Sur. Había una docena ante un comedero, con la cabeza gacha, agitando las alas como colas de perro.
– Greg es un jugador compulsivo -dijo Myron-. Durante los últimos años ha perdido millones. Felder no cometió ningún desfalco. Greg perdió el dinero en el juego.
Emily sacudió la cabeza.
– No puede ser -murmuró-. Viví con él durante casi diez años. Me habría dado cuenta.
– Los ludópatas aprenden a ocultarlo. Mienten, engañan y roban, lo que sea, con tal de seguir jugando. Es una adicción.
Una chispa pareció iluminar los ojos de Emily.
– ¿Era eso lo que sabía la mujer acerca de Greg? ¿Que jugaba?
– Creo que sí -admitió Myron-, pero no estoy seguro.
– Pero Greg jugaba, ¿no es así? Hasta el punto de perder todo su dinero…, ¿verdad?
– Sí.
La respuesta iluminó de esperanza el rostro de Emily.
– Entonces ningún juez del mundo le concedería la custodia de los niños -dijo-. Yo ganaré.
– Un juez se sentirá más inclinado a conceder la custodia de los hijos a un jugador que a una asesina -repuso Myron-. O a alguien que coloca pruebas falsas.
– Ya te he dicho que no eran falsas.
– Eso es lo que tú dices, pero volvamos a lo que pasó con la chantajista. Has dicho que quería cien de los grandes.
Emily se acercó a la cafetera.
– Exacto.
– ¿Cómo ibas a pagarle?
– Dijo que la esperara el sábado por la noche junto a una cabina que hay delante de un supermercado de la cadena Grand Union. Debía acudir a medianoche con el dinero preparado. Llamó a las doce en punto y me dio una dirección de la calle Ciento once. Tenía que presentarme allí a las dos de la madrugada.
– ¿Y fuiste en coche a la calle Ciento once, a las dos de la madrugada, cargada con cien mil dólares? -preguntó Myron, tratando de no parecer incrédulo.
– Sólo conseguí reunir sesenta mil -dijo Emily.
– ¿Ella lo sabía?
– No. Escucha, sé que parece una locura, pero no tienes ni idea de lo desesperada que estaba. Habría hecho cualquier cosa.
Myron lo entendía. Había sido testigo privilegiado de lo que pueden ser capaces las madres. El amor corrompe. El amor materno corrompe absolutamente.
– Continúa -dijo.
– Cuando doblé la esquina, vi a Greg salir del edificio. Quedé estupefacta. Llevaba el cuello del abrigo levantado, pero aun así lo reconocí. -Emily lo miró a los ojos-. He estado casada con él durante muchos años, y te aseguro que nunca vi esa expresión en su rostro.
– ¿Qué expresión?
– Parecía aterrorizado. Corrió hacia Amsterdam Avenue. Esperé hasta que dobló la esquina. Después me acerqué a la puerta y llamé al timbre del apartamento de la mujer. Nadie contestó. Comencé a apretar otros botones. Al final alguien abrió. Subí y llamé a la puerta varias veces. Después moví el pomo. No estaba cerrada con llave. Abrí la puerta. -Emily calló. Alzó la taza hasta sus labios con mano temblorosa. Tomó un sorbo y añadió-: Tal vez me consideres despreciable, pero lo que vi ante mí no fue un cadáver tendido en el suelo, sino la última esperanza de conservar a mis hijos.
– Y decidiste colar pruebas falsas en casa de Greg.
Emily dejó la taza sobre la mesa y lo miró.
– Has acertado -repuso-, como en todo lo demás. Elegí el cuarto de juegos porque Greg nunca bajaba. Imaginé que cuando él volviera a casa, porque yo aún no sabía que había huido, no descubriría la sangre. Sé que me excedí, pero tampoco es que mintiera. Él la mató.
– Eso no lo sabes.
– ¿Qué?
– Quizá se encontró con el cadáver, como tú.
– ¿Lo dices en serio? -preguntó Emily en tono agresivo-. Pues claro que la mató. La sangre que había en el suelo todavía estaba fresca. Él era quien tenía todo que perder. Tenía el móvil, la oportunidad.
– Igual que tú -la interrumpió Myron.
– ¿Qué motivo podría tener yo?
– Querías tenderle una trampa para que lo acusaran de asesinato. Querías conservar a tus hijos.
– Eso es ridículo.
– ¿Tienes alguna prueba que demuestre la veracidad de tu historia?
– ¿Si tengo qué?
– Alguna prueba. No creo que la policía se lo trague.
– ¿Tú te lo crees?
– Me gustaría ver alguna prueba.
– ¿A qué clase de prueba te refieres? No tomé fotos.
– ¿Algún dato que confirme tu historia?
– ¿Por qué iba yo a matarla, Myron? ¿Qué motivo tenía? La necesitaba viva. Era mi mejor esperanza de conservar a mis hijos.
– Supongamos por un instante que esa mujer sabía algo decisivo sobre Greg -dijo Myron-. Algo concreto. Tal vez tuviese una carta escrita por él, o una cinta de vídeo. -Aguardó su reacción-. O algo similar.
– De acuerdo. -Emily asintió con la cabeza-. Continúa.
– Supón que te engañó. Supón que vendió la prueba incriminatoria a Greg. Has admitido que él llegó antes que tú. Tal vez le pagase lo suficiente para que ella se arrepintiera del acuerdo al que había llegado contigo. Después entraste en su apartamento, descubriste lo sucedido y comprendiste que la única oportunidad que tenías de conservar a tus hijos se había esfumado. La mataste y colocaste pruebas para acusar al hombre que, en teoría, se beneficiaba más de su muerte: Greg.
Emily negó con la cabeza.
– Tonterías.
– Odiabas a Greg -continuó Myron-. Jugó sucio contigo. Le devolviste golpe por golpe.
– Yo no la maté.
Myron echó otro vistazo a los tordos, pero ya se habían ido. Ahora el patio estaba desierto, desprovisto de cualquier signo de vida. Esperó unos segundos y se volvió hacia ella.
– He visto el vídeo en que salís tú y la Sacudepolvos.
Una llamarada de ira iluminó los ojos de Emily, que cerró la mano con fuerza en torno al tazón de café. Myron temió por un instante que se lo arrojara a la cabeza.
– ¿Cómo mierda…? -De pronto, Emily aflojó su presa. Se encogió de hombros-. Da igual.
– Te debió de enfurecer.
Emily sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
– No lo entiendes, ¿verdad, Myron?
– ¿No entiendo el qué?
– No buscaba venganza. Lo único que importaba era que la cinta podía arrebatarme a mis hijos.
– No, no lo entiendo -repuso Myron-. Harías cualquier cosa por conservar a tus hijos.
– Yo no la maté.
Myron cambió de táctica.
– Háblame de lo tuyo con la Sacudepolvos.
Ella lanzó una carcajada despectiva.
– No imaginaba que fueses de ésos, Myron.