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– ¿Esta noche?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Aún no lo sé. Volverá a llamar. He conectado la línea de casa con el móvil.

Como si alguien hubiera atendido a sus palabras, el teléfono sonó.

Myron lo sacó del bolsillo.

Era Win.

– El horario de nuestro querido profesor estaba clavado en su puerta -dijo-. Le queda una última clase. Después abre el despacho para que los chicos vayan a quejarse de las notas.

– ¿Dónde estás?

– En el campus de la Universidad de Columbia. Por cierto, aquí están las mujeres más atractivas del país; bueno, claro, sin tener en cuenta a las de la Ivy League, que son de lo mejorcito…

– Me alegro de que no haya mermado tu capacidad de observación.

– Te lo agradezco. ¿Has terminado de hablar con nuestra chica?

«Nuestra chica» era Emily. Win no mencionaba nombres cuando se comunicaba a través del teléfono móvil.

– Sí -respondió.

– Estupendo. ¿A qué hora vendrás?

– Salgo para allí.

34

Win estaba sentado en un banco, cerca de la puerta de acceso a la Universidad de Columbia en la calle Ciento dieciséis. Llevaba pantalones color caqui de Eddie Bauer, náuticos sin calcetines, camisa Oxford azul y pajarita.

– Me estoy fundiendo con el entorno -explicó.

– Como un árabe en la misa de Navidad -repuso Myron-. ¿Bowman sigue en clase?

Win asintió.

– Debería salir por esa puerta dentro de diez minutos.

– ¿Sabes cómo es?

Win le entregó el anuario de la facultad.

– Página doscientas diez -señaló-. Háblame de Emily.

Myron así lo hizo. Una morena alta, vestida con una malla negra, pasó junto a ellos con los libros apretados contra el pecho. Win y Myron la observaron con atención. Miau.

Cuando Myron terminó, Win no se molestó en hacer más preguntas.

– Tengo una reunión en la oficina -anunció mientras se levantaba-. ¿Te importa?

Myron negó con la cabeza y se sentó. Win se marchó. Myron reanudó la vigilancia. Al cabo de diez minutos empezaron a desfilar manadas de estudiantes por la puerta. Dos minutos después apareció el profesor Sidney Bowman. Exhibía la misma barba de académico rancio y desaliñado que habían visto en la foto. Era prácticamente calvo, y llevaba los escasos cabellos que le quedaban ridículamente largos. Vestía tejanos, botas Timberland y una camisa de franela roja, en un intento patético de imitar el aspecto de un leñador.

Bowman se ajustó las gafas y siguió caminando. Myron esperó a que se perdiera de vista y empezó a seguirlo. No tenía ninguna prisa. El buen profesor se dirigía hacia su despacho. Cruzó el campus y entró en otro edificio de ladrillo. Myron se sentó a esperar en un banco.

Transcurrió una hora. Myron observó a los estudiantes y se sintió muy viejo. Tendría que haberse procurado un periódico, pensó, pues pasarse una hora sentado lo obligaba a pensar. Su mente no cesaba de conjurar nuevas posibilidades, que luego desechaba. Sabía que faltaba una pieza, la veía oscilar en la distancia, pero cada vez que extendía la mano para alcanzarla desaparecía.

De repente recordó que ese día no había comprobado el contestador automático de Greg. Sacó el móvil y marcó el número. Cuando contestó la voz de Greg, tecleó el 173, el código que éste había programado en el aparato. Sólo había un mensaje en la cinta, pero era muy peculiar.

«No nos vengas con chorradas -dijo la voz, que estaba electrónicamente alterada-. He hablado con Bolitar. Está dispuesto a pagar. ¿Es eso lo que quieres?»

Fin del mensaje.

Myron fijó la vista en un muro de ladrillo desprovisto de hiedra. Escuchó el tono durante varios segundos, pero no hizo nada. ¿Qué coño…?

«… Está dispuesto a pagar. ¿Es eso lo que quieres?»

Myron escuchó el mensaje tres veces. Lo habría hecho por cuarta vez, pero entonces el profesor Bowman apareció de pronto en la puerta.

Bowman se detuvo a hablar con un par de estudiantes. La conversación se fue animando, y los tres dieron muestras de un ferviente entusiasmo académico. Encantos de la vida universitaria. Sin abandonar la discusión, sin duda muy seria, salieron del campus y bajaron por Amsterdam Avenue. Myron guardó el móvil en el bolsillo y se mantuvo a una distancia prudencial. En la calle Ciento doce el grupo se dispersó. Los dos estudiantes continuaron hacia el sur. Bowman cruzó la calle en dirección a la catedral St. John the Divine.

St. John the Divine era una construcción enorme y bastante interesante (la catedral más grande del mundo en cuanto a metros cúbicos, si se tiene en cuenta que San Pedro de Roma es una basílica, no una catedral) y, al igual que la ciudad que la albergaba, tan impresionante como deteriorada. Las esbeltas columnas y los espléndidos vitrales estaban rodeados de letreros que rezaban «Prohibido entrar sin casco» (aunque databa de 1892, St. John the Divine nunca había sido concluida) y «Para su protección, la catedral está patrullada y vigilada mediante sistemas electrónicos». En la fachada de granito había huecos cubiertos con tablones de madera. En el lado izquierdo de aquel prodigio arquitectónico había dos barracones de aluminio prefabricados. A la derecha estaba el Jardín de Esculturas Infantil, con la Fuente de la Paz, una enorme escultura que inspiraba cualquier estado de ánimo excepto el de paz. Imágenes de cabezas y miembros amputados, pinzas de langosta, manos que surgían de la tierra, como si intentaran escapar del infierno, un hombre que retorcía el cuello de un ciervo, todo contribuía a crear una atmósfera que parecía más una colaboración macabra entre Dante y Goya que una invitación al sosiego y la fraternidad.

Bowman bajó por el camino que rodeaba la catedral por la derecha. Myron sabía que por allí había un refugio de vagabundos. Cruzó la calle y procuró mantener la distancia. Bowman pasó junto a un grupo de hombres, en apariencia sin techo, todos con ropa raída. Algunos agitaron la mano y llamaron a Bowman, quien les devolvió el saludo. Después desapareció por una puerta. Myron dudó un instante, pero no tenía otra alternativa. Aunque destruyera su tapadera, debía entrar.

Pasó junto a los hombres, hizo un ademán con la cabeza y sonrió. Los hombres le devolvieron la sonrisa. La entrada del refugio consistía en una puerta doble negra con cortinas de encaje. No muy lejos de la puerta había dos letreros. Uno rezaba: «Precaución, niños jugando», y el otro: «Escuela de la catedral». Un refugio para los sin techo y, al lado de éste, una escuela infantil. La combinación era extraña, pero funcionaba. No en vano estaban en Nueva York.

Myron entró. La estancia se hallaba atestada de colchones mugrientos y hombres. Percibió un olor similar al de un retrete que llevaba demasiados días sin limpiar. Procuró no mostrarse asqueado. Vio a Bowman hablar con varios hombres en un rincón. Ninguno de ellos era Cole Whiteman, también conocido como Norman Lowenstein. Myron estudió los rostros sin afeitar, de miradas vacuas, y luego miró a derecha e izquierda.

Los dos se reconocieron al unísono.

En extremos opuestos de la sala, sostuvieron la mirada tal vez un segundo, pero fue suficiente. Cole Whiteman dio media vuelta y huyó. Myron echó a correr tras él entre los grupos de hombres.

El profesor Bowman observó el revuelo. Con una expresión de ira en los ojos, se interpuso en el camino de Myron, que lo arrojó al suelo con un golpe del hombro. «Igualito que Jim Brown», pensó. Sólo que Jim Brown se enfrentaba a tipos como Dick Butkus y Ray Nitschke, en lugar de ensañarse con un profesor universitario cincuentón que no debía pesar ni ochenta kilos.

Cole Whiteman desapareció por una puerta trasera, que cerró con estrépito a sus espaldas. Myron lo siguió al cabo de breves instantes. Salieron del edificio, pero por poco tiempo. Whiteman subió por una escalera metálica y entró en la capilla principal. Myron lo imitó. El interior era muy parecido al exterior: ejemplos espectaculares de arte y arquitectura mezclados con elementos de calidad deplorable. Los bancos, por ejemplo, consistían en sillas plegables baratas. Espléndidos tapices colgaban de paredes de granito, dispuestos sin ton ni son. Las escalerillas desaparecían entre gruesas columnas.