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Myron vio que Cole se dirigía hacia una puerta cercana. Fue tras él. Sus pasos despertaron ecos en el gigantesco techo abovedado. Salieron de nuevo al exterior. Un letrero rezaba: «Programa de atención infantil». Parecía un parvulario o una guardería. Los dos hombres corrieron por un pasillo flanqueado por taquillas metálicas. Cole se desvió a la derecha y desapareció detrás de una puerta de madera.

Cuando Myron abrió la puerta de un empujón, topó con una escalera en penumbra. Oyó pasos más abajo. La luz procedente de arriba iba disminuyendo a medida que descendía. Se estaba adentrando en el subsuelo de la catedral. Las paredes, de hormigón, eran pegajosas al tacto. Se preguntó si estaba entrando en una cripta, un sepulcro o algo igualmente tétrico. ¿Las catedrales norteamericanas tenían criptas, o sólo las europeas?

Cuando llegó al último peldaño, Myron se encontró rodeado de la más absoluta oscuridad; la luz que llegaba de arriba sólo era un lejano destello. «Fantástico», pensó. Entró en un recinto similar a un agujero negro. Aguzó el oído. Nada. Tanteó en busca de un interruptor. Nada. El lugar era húmedo y frío, terriblemente intranquilizador.

Avanzó lentamente, como un ciego, con los brazos extendidos hacia delante.

– Cole -gritó-. Sólo quiero hablar contigo.

Sus palabras resonaron en la estancia antes de desvanecerse como una canción en la radio.

Siguió avanzando. El silencio era sepulcral. Había avanzado un metro y medio aproximadamente cuando tocó algo con los dedos. Myron apoyó la mano sobre una superficie lisa y fría como el mármol. Palpó su contorno. Era una figura. Palpó el brazo, el hombro, la espalda, un ala de mármol. Se preguntó si sería una estatua funeraria y se apresuró a retirar la mano.

Permaneció inmóvil y aguzó nuevamente el oído. El único sonido que percibía era una especie de zumbido, como si tuviera sendas caracolas junto a las orejas. Por un segundo pensó en volver arriba, pero ya era demasiado tarde. Cole sabía que su falsa identidad estaba en peligro. Volvería a esconderse y no saldría a la luz durante mucho tiempo. A Myron no le quedaba elección: era ahora o nunca.

Dio otro paso. Su pie chocó contra algo duro. «Mármol otra vez», pensó. Lo rodeó. Entonces un ruido, como el de algo que intentara escabullirse, le hizo detenerse. Venía del suelo. Era demasiado grande para tratarse de un ratón. Aguzó una vez más el oído y esperó. Se le aceleró el pulso. Sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad y distinguió varias figuras altas. Estatuas. Cabezas gachas. Imaginó la expresión serena de sus rostros, típica del arte religioso, mirándolo desde arriba con la certeza de que estaban embarcándose en un viaje hacia un sitio mejor que aquel en que moraban.

Dio otro paso. Unos dedos fríos lo agarraron por el tobillo.

Myron soltó un grito.

La mano dio un estirón y Myron cayó al suelo de hormigón. Pataleó hasta liberar la pierna y retrocedió a gatas. Su espalda chocó contra otro objeto de mármol. Oyó una risita escalofriante. Myron sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Otra risita. Y luego otra. Y otra. Como un grupo de hienas al acecho.

Myron intentó ponerse en pie, pero entonces lo atacaron. No supo cuántos eran. Unas manos lo arrastraron hacia el suelo. Lanzó a ciegas un puñetazo y sintió que golpeaba un rostro. Oyó un crujido, después el sonido de un cuerpo al desplomarse. Pero eran muchos y enseguida otros se abalanzaron sobre él. Se encontró tendido sobre el hormigón húmedo y se revolvió frenéticamente. Oyó gruñidos. El hedor a sudor rancio y alcohol era asfixiante, insoportable. Sentía manos por todas partes. Una le arrancó el reloj. Otra se apoderó de su cartera. Myron lanzó otro puñetazo. Golpeó unas costillas. Alguien dejó escapar un gemido y cayó de bruces al suelo.

Encendieron una linterna y dirigieron la luz hacia sus ojos. Myron tuvo la impresión de que un tren se precipitaba hacia él.

– Bien, muchachos -dijo una voz-, soltadlo.

Las manos se apartaron de su cuerpo como serpientes viscosas. Myron intentó incorporarse.

– Antes de que se te ocurra alguna idea brillante -dijo la voz desde detrás de la linterna-, echa un vistazo a esto.

Una pistola apareció delante de la linterna.

– ¿Sesenta pavos? -intervino otra voz-. ¿Eso es todo? Vaya mierda.

Myron sintió el impacto de su cartera cuando se la arrojaron al pecho.

– Pon las manos a la espalda -le ordenaron.

Obedeció. Alguien agarró sus brazos, los juntó y rodeó sus muñecas con unas esposas.

– Dejadnos -dijo la voz del que parecía el jefe.

Myron oyó unos pasos que se alejaban. El aire se volvió más respirable. Oyó que se abría una puerta, pero la luz de la linterna impidió que viera nada. Se hizo el silencio. Al cabo de un rato, la voz dijo:

– Siento hacerte pasar por esto, Myron. Te soltarán dentro de unas horas.

– ¿Hasta cuándo piensas seguir huyendo, Cole?

Cole Whiteman soltó una risita.

– Hace mucho tiempo que huyo -dijo-. Ya estoy acostumbrado.

– No he venido para detenerte.

– Me tranquilizas. ¿Cómo supiste quién era?

– Da igual.

– Pues a mí me importa.

– Oye, no tengo el menor interés en denunciarte -insistió Myron-. Sólo quiero cierta información.

Tras una pausa, Whiteman preguntó:

– ¿Cómo te metiste en este lío?

– Greg Downing ha desaparecido. Me contrataron para encontrarlo.

– ¿A ti?

– Sí.

Cole Whiteman se echó a reír. En la estancia cavernosa, el eco alcanzó un crescendo aterrador, hasta desvanecerse.

– ¿Qué es lo que te divierte tanto? -preguntó Myron.

– Tengo un sentido del humor muy personal. -Cole se levantó, y la linterna con él-. Tengo que irme. Lo siento.

Se hizo nuevamente el silencio. Cole apagó la linterna. Una oscuridad total cayó sobre Myron. Oyó unos pasos que se alejaban.

– ¿No quieres saber quién mató a Liz Gorman? -preguntó a voz en cuello.

Los pasos no se detuvieron. Myron oyó un interruptor, y a continuación se encendió una bombilla. Era de unos cuarenta vatios y no llegaba a iluminar del todo la sala, pero la mejora era evidente. Myron parpadeó para eliminar los pequeños puntitos negros producidos por la luz de la linterna y miró alrededor. La estancia estaba llena de estatuas de mármol, alineadas y apiladas sin orden ni concierto; también había algunas derribadas. Para su tranquilidad, no se hallaba en ningún sepulcro, sino en una especie de almacén de arte sacro.

Cole Whiteman volvió a donde estaba Myron y se sentó con las piernas cruzadas delante de él. Tenía la barba rala y blanca y la melena desordenada. Dejó la pistola a su lado y dijo en voz baja:

– Quiero saber cómo murió Liz.

– La mataron a golpes con un bate de béisbol -contestó Myron.

Cole cerró los ojos.

– ¿Quién lo hizo?

– Eso es lo que intento averiguar -respondió Myron-. En este momento, Greg Downing es el principal sospechoso.

Cole Whiteman sacudió la cabeza.

– No estuvo dentro el tiempo suficiente.

Myron sintió un nudo en el estómago. Tenía la garganta reseca.

– ¿Estabas allí?

– Al otro lado de la calle, detrás de un cubo de basura. -Cole sonrió-. ¿Quieres que nadie se fije en ti? Finge que eres un sin techo. -Se levantó con agilidad, como un maestro de yoga-. Un bate de béisbol… -masculló. Se pellizcó el puente de la nariz, dio media vuelta y bajó la cabeza.

Myron oyó débiles sollozos contenidos.

– Ayúdame a encontrar a su asesino, Cole.

– ¿Por qué debería confiar en ti?

– O yo o la policía. Tú decides.