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– Sobre todo estudiantes, supongo. Recuerdo un tío muy alto…

– ¿De qué estatura?

– No lo sé. Muy alto.

– Yo mido un metro noventa… ¿Era más alto que yo?

– Sí, creo que sí.

– ¿Era negro?

– No lo sé. Yo estaba al otro lado de la calle y no había mucha luz. Tampoco prestaba demasiada atención. Tal vez fuera negro, pero no creo que se trate de nuestro hombre.

– ¿Por qué lo dices?

– Vigilé el edificio hasta la mañana siguiente. No volvió a salir. O vivía allí o se quedó a pasar la noche. Dudo que el asesino se hubiera quedado tanto rato.

El argumento parecía irrebatible. Myron intentó asimilar con frialdad lo que estaba oyendo, como un ordenador, pero los circuitos empezaban a sobrecargarse.

– ¿A quién más recuerdas haber visto? ¿Alguien en especial?

Cole reflexionó de nuevo, mientras paseaba la mirada por la estancia.

– Poco antes de que Greg llegara entró una mujer. Ahora que lo pienso, también se marchó antes de que él se presentara.

– ¿Cómo era?

– No me acuerdo.

– ¿Rubia, morena?

Cole sacudió la cabeza.

– Sólo me acuerdo de ella porque llevaba un abrigo largo. Todos los estudiantes usan cazadoras, sudaderas y cosas así. Recuerdo que pensé: «Parece mayor».

– ¿Llevaba algún paquete?

– Lo lamento, Myron, pero he de irme. -Cole se levantó y miró a Myron con rostro inexpresivo-. Te deseo buena suerte y que encuentres a ese hijo de puta. Liz era una buena persona. Nunca hizo daño a nadie. Ninguno de nosotros lo ha hecho.

– ¿Por qué me llamaste anoche? -preguntó Myron antes de que Cole se marchara-. ¿Qué ibas a venderme?

Cole sonrió con tristeza y empezó a alejarse. Se detuvo antes de llegar a la puerta y giró en redondo.

– Ahora estoy solo -dijo-. Gloria Katz fue alcanzada por un disparo en el primer asalto que perpetramos. Murió tres meses después. Susan Milano murió en un accidente de coche en 1982. Liz y yo guardamos en secreto sus muertes. Queríamos que los federales buscaran a cuatro miembros, no a dos. Creíamos que nos ayudaría a seguir en la clandestinidad. Como ves, ahora sólo quedo yo.

Tenía el aspecto cansado de un superviviente poco convencido de que los vivos son los más afortunados. Se acercó a Myron y abrió las esposas.

– Vete.

Myron se levantó, al tiempo que se frotaba las muñecas.

– Gracias -dijo.

Cole asintió con la cabeza.

– No le diré a nadie dónde estás -musitó Myron.

– Lo sé -repuso Cole.

35

Myron corrió hacia su coche y marcó el número de Clip. La secretaria de éste contestó y dijo que el señor Arnstein aún no había llegado. Myron pidió que le pasara la llamada a Calvin Johnson. Diez segundos después hablaba con él.

– Eh, Myron -dijo Calvin-, ¿qué ocurre?

– ¿Dónde está Clip?

– Debería estar aquí dentro de un par de horas. A más tardar, cuando empiece el partido.

– ¿Dónde está ahora?

– No lo sé.

– Localízalo -dijo Myron-. Cuando lo consigas, llámame.

– ¿Qué pasa? -preguntó Calvin.

– Tú limítate a localizarlo -respondió Myron, y colgó el auricular. Abrió la ventanilla del coche y respiró hondo varias veces. Pasaban unos minutos de las seis. La mayoría de los chicos ya estaría calentando en la pista. Subió por Riverside Drive y cruzó el puente George Washington. Marcó el número de Leon White. Contestó una mujer.

– ¿Hola?

Myron disimuló su voz.

– ¿Es usted la señora Fiona White? -preguntó.

– Sí.

– ¿Le gustaría suscribirse a Popular Mechanics? Tenemos una oferta especial por tiempo limitado.

– No, gracias -respondió la mujer y colgó el auricular.

Conclusión: Fiona White, la chica prometedora de noches locas de éxtasis inimaginable, estaba en casa. Había llegado el momento de visitarla.

Tomó la carretera 4 hasta Kindermack Road. No tardó más de cinco minutos en llegar. La casa era un rancho de estilo seminouveau de ladrillo anaranjado y ventanas romboidales. Este particular estilo arquitectónico había causado furor durante dos meses escasos en el año 1977 y pasó de moda muy rápido. Myron aparcó en el camino de acceso, flanqueado por verjas de hierro poco elevadas, cubiertas de enredaderas de plástico. Todo muy chic.

Pulsó el timbre. Fiona White abrió la puerta. Una blusa verde floreada abierta sobre unos leotardos blancos. Llevaba el pelo teñido de color rubio platino y recogido en un moño. Algunos mechones rebeldes le caían sobre los ojos y colgaban por detrás de las orejas. Miró a su interlocutor y frunció el entrecejo.

– ¿Sí?

– Hola, Fiona. Soy Myron Bolitar. Nos conocimos la otra noche en casa de TC.

– Leon no está -dijo ella.

– Quería hablar contigo.

Fiona suspiró y cruzó los brazos sobre su busto generoso.

– ¿De qué?

– ¿Puedo entrar?

– No; en este momento estoy muy ocupada.

– Creo que sería mejor hablar en privado.

– Esto es privado -dijo ella, imperturbable-. ¿Qué quieres?

Myron se encogió de hombros, esbozó su sonrisa más encantadora y comprobó que no le servía de nada.

– Quiero saber más sobre lo tuyo con Greg Downing.

Fiona White dejó caer los brazos a los lados del cuerpo. De pronto pareció horrorizada.

– ¿Qué?

– He visto el correo electrónico que le enviaste. Debíais encontraros el sábado pasado para pasar la noche más loca de éxtasis inimaginable. ¿Lo recuerdas? -Fiona White se acercó más a la puerta. Myron puso el pie para impedir que cerrara.

– No tengo nada que decirte -contestó Fiona.

– No tengo la intención de ponerte en evidencia.

Fiona empujó la puerta contra el pie de Myron.

– Lárgate -masculló.

– Sólo intento encontrar a Greg Downing.

– No sé dónde está.

– ¿Estabas liada con él?

– No. Vete.

– Vi el correo electrónico, Fiona.

– Piensa lo que quieras. No voy a hablar contigo.

– Estupendo -dijo Myron, retrocedió y levantó las manos-. Hablaré con Leon.

Fiona se ruborizó.

– Haz lo que quieras -replicó-. No estaba liada con él. No lo vi el sábado pasado por la noche. No sé dónde está. -Cerró la puerta de golpe.

Caramba, vaya éxito.

Myron volvió a su coche. Cuando iba a abrir la puerta, un BMW negro con las ventanas oscuras subió a toda velocidad por la calle y frenó en el camino de acceso con un chirrido de neumáticos. La puerta del conductor se abrió y Leon White salió como alma que lleva el diablo.

– ¿Qué coño estás haciendo aquí? -preguntó con aspereza.

– Calma, hombre.

– Y una mierda. -Leon se plantó ante Myron y acercó su cara a pocos centímetros de la de éste-. ¿Qué coño estás haciendo aquí, eh?

– He venido a verte.

– Que te jodan. -La saliva alcanzó las mejillas de Myron-. Se supone que debemos estar en la pista dentro de veinte minutos.

– Dio un empujón a Myron, que se tambaleó hacia atrás-. ¿Para qué has venido, eh? -Nuevo empujón-. ¿Qué estás buscando?

– Nada.

– ¿Creías que ibas a encontrar a mi mujer sola?

– No se trata de eso.

Leon se irguió para propinarle otro empujón. Myron estaba preparado. Cuando Leon lanzó la mano, el brazo derecho de Myron salió disparado hacia delante y aprisionó las manos de Leon contra su pecho, se dobló y le retorció las muñecas. La presión obligó a Leon a caer sobre una rodilla. La mano derecha de Myron agarró la izquierda de Leon y la inmovilizó con el codo. Leon se encogió de dolor.

– ¿Más tranquilo? -preguntó Myron.

– Cabrón.

– Veo que aún no lo estás lo suficiente. -Myron aplicó un poco más de presión al codo. Llaves como ésa permitían controlar la fuerza ejercida y dosificar el dolor. Cuanto más doblabas la articulación, más dolía. Si te pasabas, la articulación se dislocaba o un hueso se rompía. Él fue prudente-. Greg ha vuelto a desaparecer -añadió-. Por eso he entrado en el equipo. Debo encontrarlo.