– ¿Qué ocurre? -preguntó Audrey.
– El hombre con el que me he citado mató a Liz Gorman -dijo Myron.
– ¿Quién es Liz Gorman?
– La chantajista a la que asesinaron.
– Creía que se llamaba Carla.
– Era un alias.
– Aguarda un momento. ¿Liz Gorman no era una radical de los años sesenta?
Myron asintió.
– Es una larga historia. No tengo tiempo para extenderme en detalles. Baste decir que el tío con el que vamos a encontrarnos estaba implicado en el chantaje. Algo salió mal y ella acabó fiambre.
– ¿Tienes pruebas?
– Pues la verdad es que no. Precisamente para eso te necesito. ¿Has traído tu minigrabadora?
– Claro.
– Dámela.
Audrey introdujo la mano en el bolso y se la entregó.
– Voy a ver si le sonsaco -dijo Myron.
– ¿Cómo?
– Pulsando las teclas correctas.
Audrey frunció el entrecejo.
– ¿Crees que morderá el anzuelo?
– Sí. Siempre que encuentre las teclas correctas -repitió Myron, y descolgó el teléfono del coche-. Llevo dos teléfonos independientes: el del coche y el móvil, en el bolsillo. Voy a marcar el número del coche con el móvil y dejaré la línea abierta. Así podrás escuchar. Quiero que grabes hasta la última palabra. Si me pasara algo, acude a Win. Él sabrá qué hacer.
Audrey se inclinó hacia delante y asintió. Los limpiaparabrisas arrojaron sombras sobre su rostro. La lluvia arreció, convirtiendo el pavimento en un espejo brillante. Myron tomó la siguiente salida. Un letrero que anunciaba Overpeck Park les dio la bienvenida medio kilómetro después.
– Escóndete -dijo Myron.
Audrey se estiró en el suelo del coche. Myron giró a la derecha. Otro letrero le informó de que el parque estaba cerrado. Hizo caso omiso y siguió adelante. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero sabía que había un bosque a su izquierda y unas caballerizas enfrente. Efectuó el primer giro. Los faros delanteros del coche iluminaron una zona de picnic, con mesas, bancos, cubos de basura, columpios y un tobogán. Llegó al callejón sin salida y detuvo el coche. Apagó las luces y el motor y marcó en el móvil el número del teléfono del vehículo. Contestó a través del altavoz de éste para que Audrey pudiera escuchar. Después, esperó.
Durante varios minutos no pasó nada. La lluvia repiqueteaba sobre el techo como guijarros diminutos. Audrey guardaba silencio en la parte de atrás. Myron apoyó las manos sobre el volante y notó que tensaba los dedos en torno a él. Casi podía oír los latidos de su corazón.
De repente, un haz de luz segó la noche como el filo de una guadaña. Myron se protegió los ojos con una mano y forzó la vista.
Abrió poco a poco la puerta del coche. Se había levantado un fuerte viento. La lluvia le golpeó la cara. Salió del coche.
– Levanta las manos -gritó una voz de hombre, distorsionada por el fragor de la tormenta.
Myron obedeció.
– Ábrete el abrigo. Sé que llevas un arma en la sobaquera. Sácala con dos dedos y tírala sobre el asiento del coche.
Myron se desabrochó el abrigo con una mano mientras mantenía la otra en alto. Estaba calado hasta los huesos y tenía el pelo empapado. Sacó la pistola y la dejó sobre el asiento del coche.
– Cierra la puerta.
Myron obedeció de nuevo.
– ¿Traes el dinero? -preguntó la voz.
– Primero quiero ver lo que tienes -contestó Myron.
– No.
– Seamos razonables. Ni siquiera sé lo que estoy comprando.
– Acércate más -ordenó la voz tras una breve vacilación.
Myron avanzó hacia la luz.
– ¿Cómo sé que no has hecho copias de lo que vendes? -preguntó.
– No lo sabes -contestó la voz-. Tendrás que confiar en mí.
– ¿Quién más está enterado?
– Yo soy el único que sigue con vida.
Myron aceleró el paso. Seguía con las manos en alto. El viento azotaba su cara.
– ¿Cómo sé que no hablarás?
– Tampoco lo sabes. Tu dinero compra mi silencio.
– Hasta que aparezca un mejor postor.
– No. Después de esto me largo. No volverás a saber nada de mí. -La luz de la linterna parpadeó-. Detente, por favor.
A tres metros se erguía un hombre con la cara cubierta por un pasamontañas. Sujetaba una linterna en una mano y una caja en la otra. Levantó la caja.
– Toma.
– ¿Qué es?
– Primero el dinero.
– La caja podría estar vacía.
– Bien. Entonces vuelve a tu coche y vete -dijo el hombre, y dio media vuelta.
– No, espera -repuso Myron-. Iré a buscar el dinero.
El hombre del pasamontañas se volvió.
– Nada de trucos.
Myron regresó hacia el coche. Había avanzado unos veinte pasos cuando oyó los disparos. Tres. El ruido no lo sobresaltó. Dio media vuelta con mucha parsimonia. El hombre del pasamontañas yacía en el suelo. Audrey corría hacia el cuerpo inmóvil con la pistola de Myron en la mano.
– Iba a matarte -gritó-. Tenía que disparar. -Cuando llegó junto al cuerpo del hombre, cogió la caja.
– Ábrela -dijo Myron, avanzando sin prisa hacia ella.
– Antes vayámonos de aquí. La policía…
– Ábrela -insistió Myron.
Audrey vaciló.
– Tenías razón -dijo Myron.
– ¿Sobre qué? -preguntó ella, perpleja.
– Estaba enfocando mal el caso.
– ¿De qué estás hablando?
Myron avanzó otro paso hacia Audrey.
– Cuando pensé en las personas que sabían lo de la sangre en el sótano -empezó-, sólo me acordé de Clip y de Calvin. Olvidé que a ti también te lo había contado. Cuando me pregunté por qué la amante de Greg tenía que conservar en secreto su identidad, pensé en Fiona White y en Liz Gorman, pero me olvidé de ti, una vez más. Es difícil para una mujer hacerse respetar como periodista deportiva. Tu carrera se hubiera ido al carajo si alguien descubría que estabas saliendo con uno de los jugadores del equipo que cubrías en exclusiva. Tenías que ocultarlo.
Ella palideció.
– Tú eres la única que encaja, Audrey -prosiguió Myron-. Sabías lo de la sangre en el sótano. Tenías que mantener en secreto tu relación con Greg. Guardabas una llave de su casa, de modo que podías acceder a ella sin problemas. También tenías un móvil para limpiar la sangre; protegerlo. Al fin y al cabo, mataste por ello. ¿Qué importancia tiene limpiar un poco de sangre?
Audrey se apartó el pelo del rostro y parpadeó.
– No creerás en serio que yo…
– La noche siguiente a la fiesta de TC -la interrumpió Myron-, cuando me dijiste que ya habías armado el rompecabezas, debería haberme dado cuenta de que estabas metida hasta las cejas en este asunto. Sí, mi entrada en el equipo era algo muy extraño, pero sólo alguien que tuviera una relación personal con Greg, alguien que supiera el motivo de su desaparición, habría podido deducir la verdad tan pronto. Tú eras la amante misteriosa, Audrey. Y no sabes dónde está Greg. Colaboraste conmigo no porque quisieras el reportaje, sino porque querías encontrar a Greg. Estás enamorada de él.
– Eso es ridículo -protestó ella.
– La policía registrará la casa, Audrey. Encontrará indicios, pelos y esas cosas…
– Eso no significa nada. Sólo le hice un par de entrevistas…
– ¿En su dormitorio? ¿En su cuarto de baño? ¿En su ducha? -Myron sacudió la cabeza-. En cuanto se enteren de que eres culpable investigarán el lugar de los hechos. Allí también encontrarán pruebas. -Avanzó otro paso hacia ella, que levantó la pistola con una mano temblorosa-. Cuídate de los idus de marzo -añadió.
– ¿Qué?
– Tú me diste la pista. Los idus son el 15 de marzo. Tu cumpleaños fue el 17 de marzo. Uno-siete-tres. El código que Greg puso en su contestador automático.
Audrey apuntó al pecho de Myron.