El edificio de Lock-Horne Securities estaba en la confluencia de Park Avenue con la Cuarenta y seis, perpendicular al edificio Helmsley, un barrio de lujo. La calle bullía debido a la actividad de las altas finanzas. Varias limusinas estaban aparcadas en doble fila delante del edificio. La horrorosa escultura moderna que recordaba los intestinos de una persona se alzaba en su lugar habitual. Hombres y mujeres vestidos de ejecutivo estaban sentados en los escalones; devoraban bocadillos a excesiva velocidad, sumidos en sus pensamientos. La mayoría hablaban con ellos mismos, ensayaban una entrevista vespertina importante o rememoraban una equivocación cometida esa misma mañana. La gente que trabajaba en Manhattan había aprendido a rodearse de otras personas, pero en la soledad más absoluta.
Myron entró en el vestíbulo y pulsó el botón del ascensor. Saludó con un movimiento de cabeza a las azafatas de Lock-Horne, conocidas por todo el mundo como «las geishas». Eran aspirantes a modelo o a actriz, o a ambas cosas, y habían sido contratadas para acompañar a los peces gordos a las oficinas de Lock-Horne Securities y hacer gala de su atractivo. Win había sugerido la idea después de regresar de un viaje por el Lejano Oriente. Myron creía que se trataba de una acción descaradamente machista, pero aún no había descubierto en qué sentido.
Esperanza Diaz, su apreciada socia, lo recibió en la puerta.
– ¿Dónde coño estabas? -preguntó.
– Hemos de hablar -dijo Myron.
– Más tarde. Tienes un millón de mensajes.
Esperanza llevaba una blusa blanca, lo cual producía un contraste demoledor con su cabello oscuro, sus ojos negros y aquella piel morena que brillaba como la luz de la luna sobre el Mediterráneo. A esperanza la había descubierto un profesional de la moda cuando tenía diecisiete años, pero su carrera se torció y acabó triunfando en el mundo de la lucha libre profesional. Sí, la lucha libre profesional. Se hizo famosa con el sobrenombre de Pequeña Pocahontas, la valiente princesa india, la joya de las Fabulosas Damas de la Lucha Libre (FDLL). Su indumentaria consistía en un bikini de ante, y siempre interpretaba el papel de chica buena en la obra moralizante que era la lucha libre profesional. Era joven, menuda, de cuerpo bien formado, hermosa y lo bastante morena para pasar por india. Los antecedentes raciales eran irrelevantes para la FDLL. El auténtico nombre de la Esposa de Sadam Husein, la malvada muchacha del harén cubierta con un velo negro, era Shari Weinberg.
El teléfono sonó. Esperanza descolgó el auricular.
– MB SportsReps. Espere un momento, acaba de llegar. -Desvió la vista hacia Myron-. Es Perry McKinley. Es la tercera vez que llama hoy.
– ¿Qué quiere?
Esperanza se encogió de hombros.
– A ciertas personas no les gusta tratar con subordinados.
– Tú no eres una subordinada.
Ella lo miró con rostro inexpresivo.
– ¿Vas a hablar con él o no?
Ser un representante de deportistas era como ser un entorno multiusos (en el sentido informático de la expresión), con la capacidad de realizar una amplia variedad de servicios tan sólo con apretar un botón. Abarcaba más que la simple gestión negociadora. Los agentes, en teoría, tenían que estar preparados para ser contables, consejeros financieros, agentes de la propiedad inmobiliaria, terapeutas, asesores de imagen, agentes de viajes, consejeros familiares, consejeros matrimoniales, chóferes, chicos de los recados, mediadores con los padres, lacayos, lameculos y un largo etcétera. Si uno no estaba dispuesto a hacer todo eso por el cliente, ya lo haría otro.
La única forma de competir era contar con un equipo, y Myron se sentía satisfecho de haber reunido uno muy eficaz, aunque pequeño. Win, por ejemplo, se ocupaba de las finanzas de todos los clientes de Myron. Había comprado acciones para cada uno, se entrevistaba con ellos cinco veces al año, como mínimo, les explicaba con pelos y señales qué estaban haciendo con su dinero y por qué. La colaboración de Win hizo que el prestigio de Myron aumentase. Win era casi una leyenda por sus logros económicos. Su reputación era impecable (al menos en el mundo de las finanzas), y nadie superaba su historial de éxitos. Proporcionó a Myron una credibilidad instantánea en un negocio en el que ésta no era precisamente moneda corriente.
Myron era el experto en leyes; Win era el experto en administración de empresas. Esperanza era la factótum, el camaleón infatigable que sustentaba el conjunto. Y el conjunto funcionaba.
– Tenemos que hablar -insistió Myron.
– Pues hablaremos -dijo Esperanza, como sin dar importancia a su petición-. Primero, responde a esa llamada.
Myron entró en la oficina, que tenía una espléndida vista a Park Avenue. En una pared había carteles de musicales de Broadway; en otra, retratos de los personajes favoritos de Myron: los hermanos Marx, Woody Allen, Alfred Hitchcock y otros clásicos. En una tercera pared había fotografías de los clientes de Myron. No había tantas como éste habría deseado. Se preguntó qué tal quedaría la foto de un jugador de la NBA en el centro.
Bien, concluyó. Muy bien.
Levantó el auricular.
– Hola, Perry.
– Joder, Myron, me he pasado todo el día intentando localizarte.
– Bien, Perry, ¿y tú cómo estás?
– Oye, no quiero parecer impaciente, pero esto es importante. ¿Sabes algo de lo de mi barco?
Perry McKinley era jugador profesional de golf. Había hecho algo de dinero; aunque no era muy famoso, los aficionados sabían quién era. A Perry le encantaba navegar y se le había antojado un nuevo velero.
– Sí, tengo algo -respondió Myron.
– ¿Qué compañía?
– La Prince.
Perry no pareció muy impresionado.
– Sus barcos son correctos -masculló-. Nada espectacular.
– Aceptarán tu barco viejo a cambio. Tendrás que hacer cinco apariciones en público.
– ¿Cinco?
– Sí.
– ¿Por un Prince de seis metros de eslora? Es demasiado.
– Al principio exigían diez, pero tú eliges.
Perry reflexionó un instante.
– De acuerdo; pero antes quiero ver el barco para saber si me gusta. Mide seis metros, ¿verdad?
– Eso me han dicho.
– Bien, de acuerdo. Gracias, Myron. Eres el mejor.
Colgaron. El regateo: un componente imprescindible en el entorno multiusos de un agente. Nadie soltaba un centavo por nada en aquel negocio. Un favor exigía otro favor en compensación. ¿Quieres una camisa? Úsala en público. ¿Quieres un coche gratis? Estrecha unas cuantas manos mientras te exhibes en él. Las grandes estrellas del deporte podían exigir ingentes cantidades a cambio de su respaldo. Los deportistas menos conocidos se lanzaban ávidamente sobre las sobras.
Myron contempló la montaña de mensajes y sacudió la cabeza. ¿Cómo demonios iba a conseguir jugar con los Dragons y, al mismo tiempo, mantener a flote MB SportsReps?
Llamó por el interfono a Esperanza.
– Ven, por favor -le pidió.
– Estoy en mitad de…
– Ahora.
– Joder, eres un hijo de puta machista.
– No me agobies.
– Huy, qué miedo; será mejor que lo deje todo y te obedezca de inmediato. -Esperanza colgó el auricular y entró como una exhalación, fingiendo estar aterrorizada y sin aliento-. ¿He llegado a tiempo?
– Sí.
– ¿Qué pasa?
Myron se lo contó. Cuando le dijo que iba a jugar con los Dragons, se sorprendió al comprobar que no despertaba la menor reacción en ella. Qué raro. Primero Win, y ahora Esperanza. Ambos eran sus amigos más íntimos y aprovechaban cualquier oportunidad para meterse con él. No obstante, ninguno de los dos se había aprovechado de la evidente ventaja. El silencio sobre el tema de su regreso a las competiciones deportivas empezaba a ponerlo nervioso.
– A tus clientes no les va a gustar -comentó Esperanza.
– Di mejor a nuestros clientes -la corrigió Myron.
Esperanza hizo una mueca.