Miraba cuidadosamente mientras Huysendahl leía el artículo. No pudo ser más que legítima su reacción. Se puso pálido instantáneamente y golpeaba el pulso en su sien. Sus manos se cerraron tan violentamente que se rompió el periódico. Parecía significar sin lugar a dudas que no sabía que Giros estaba muerto, pero también podría querer decir que no esperaba que apareciera el cadáver y de repente se daba cuenta del lío en el que se encontraba.
– Dios -dijo-. De eso tenía miedo. Por eso quería… ¡Oh, Dios mío!
No me miraba y no me hablaba. Tenía la sensación de que no se acordaba de que yo estaba en el despacho con él. Estaba mirando al futuro y viéndolo marcharse por el sumidero.
– Justo lo que temía -volvió a decir-. Se lo decía constantemente. Él decía que si le pasaba algo, un amigo suyo sabría qué hacer con esas…, esas fotografías. Pero no tenía nada que temer de mí, le dije que no tenía nada que temer de mí. Habría pagado cualquier cosa y él lo sabía. Pero ¿qué haría yo si se muriera? «Espera que viva para siempre», fue lo que me contestó. -Levantó la vista hacia mí-. Y ahora está muerto -dijo-. ¿Quién es usted?
– Matthew Scudder.
– ¿Es de la policía?
– No, dejé el departamento hace unos años.
Pestañeó.
– No sé…, no sé por qué está aquí -dijo. Parecía perdido e indefenso y no me habría sorprendido si se hubiera echado a llorar.
– Soy un tipo de profesional independiente -expliqué-. Le hago favores a la gente, saco un dólar aquí y allí.
– ¿Es detective privado?
– Nada tan formal. Mantengo los ojos y los oídos abiertos, esa clase de cosas.
– Entiendo.
– Leí este artículo sobre mi viejo amigo Giros Jablon y pensé que me podía poner en posición de hacerle un favor a alguien. De hecho, un favor a usted.
– ¿Cómo?
– Me imaginaba que quizás Giros tuviera algo que a usted le gustaría tener en sus manos. Bueno, ya sabe, manteniendo los ojos y los oídos abiertos y todo eso nunca sabes lo que vas a descubrir. Lo que imaginaba era que podría haber algún tipo de recompensa.
– Ya veo -dijo. Empezó a decir algo más, pero sonó el teléfono. Lo cogió y empezó a decirle a la secretaria que no recibía llamadas, pero ésta era de Su Ilustrísima y decidió no dejarla pasar. Cogí una silla y me senté a esperar mientras Theodore Huysendahl hablaba con el alcalde de Nueva York. No presté mucha atención a la conversación. Cuando terminó, usó el interfono para recalcar que por el momento no estaba para recibir llamadas. Entonces me miró y suspiró pesadamente.
– Pensaba que podría haber una recompensa.
Asentí con la cabeza.
– Para justificar mi tiempo y los gastos.
– ¿Es usted el… amigo de quien me habló Jablon?
– Era amigo suyo -admití.
– ¿Tiene las fotografías?
– Digamos que puede que sepa dónde están.
Apoyó su frente en la palma de la mano y se rascó el pelo. Lo tenía medio castaño, ni demasiado largo ni demasiado corto; como su postura política, estaba diseñado para evitar irritar a nadie. Me miró por encima de las gafas y suspiró de nuevo.
Calmadamente dijo:
– Pagaría una cantidad importante por tener esas fotografías.
– Puedo comprenderlo.
– La recompensa sería… generosa.
– Me imaginaba que lo sería.
– Puedo permitirme el pagar una recompensa generosa, señor… No creo que le cogiera el nombre.
– Matthew Scudder.
– Claro. Normalmente me acuerdo bien de los nombres. -Cerró los ojos un poco.
– Como dije, Sr. Scudder, puedo permitirme pagar una recompensa generosa. Lo que no puedo permitir es que continúe existiendo ese material. -Inspiró y se enderezó en la silla-. Voy a ser el próximo gobernador del estado de Nueva York.
– Según dice mucha gente.
– Lo dirá más gente. Tengo posibilidades, tengo imaginación, tengo visión. No soy un peón en la partida endeudado con los jefes. Soy independientemente rico, no busco enriquecerme a costa de la gente. Podría ser un gobernador excelente. El estado necesita un líder. Podría…
– Quizás vote por usted.
Sonrió tristemente.
– Supongo que no es hora de pronunciar un discurso, ¿verdad? Sobre todo en un momento en el que me tomo tanto cuidado en negar que soy un candidato. Pero debe usted ver la importancia de esto para mí, señor Scudder.
No dije nada.
– ¿Tenía pensado alguna recompensa especial?
– Usted tendría que fijar el precio. Por supuesto que cuanto más alto más incentivo será.
Juntó los dedos y lo pensó.
– Cien mil dólares.
– Eso es bastante generoso.
– Eso es lo que pagaría como recompensa. Por la devolución de absolutamente todo.
– ¿Como sabría que lo tiene todo?
– He pensado en eso. Tenía ese problema con Jablon. Nuestras negociaciones se complicaron por la dificultad que tenía yo por estar con él en la misma habitación. Sabía instintivamente que estaría a su merced para siempre. Si le diera unos sustanciosos fondos, al cabo de un tiempo los hubiera gastado y volvería por más. Los chantajistas siempre son así, por lo que tengo entendido.
– Normalmente.
– Así que le pagaba tanto a la semana. Un sobre semanal de billetes viejos no correlativos como si pagara un rescate. Y de alguna manera lo estaba pagando. Estaba rescatando todo mi futuro.
Se apoyó en su silla giratoria de madera y cerró los ojos. Tenía una buena cabeza y una cara fuerte. Supongo que debía haber habido alguna debilidad en ella porque había mostrado flaqueza en su comportamiento, y tarde o temprano tu carácter se muestra en tu cara. Tarda en unas caras más que en otras; si ahí había debilidad, yo no la veía.
– Todo mi futuro -dijo-. Podía permitirme ese pago semanal. Lo podía ver -esa sonrisa rápida, triste-, como un gasto de campaña. Un gasto continuo. Lo que me preocupaba era la vulnerabilidad, no el señor Jablon, sino lo que podía pasar si él se muriese. ¡Dios mío, la gente se muere cada día! ¿Sabe usted a cuántos neoyorquinos asesinan en un día normal?
– Antes eran tres -dije-. Un homicidio cada ocho horas era el promedio. Supongo que ahora es más alto.
– Yo oí una cifra de cinco.
– Es más alta en el verano. Una semana de julio pasado hubo más de cincuenta. Catorce de ellos en un día.
– Sí, me acuerdo de esa semana. -Miró para otro lado, evidentemente perdido en sus pensamientos. No sabía si estaba haciendo planes para reducir la proporción de homicidios cuando llegara a ser gobernador o para añadir mi nombre a la lista de víctimas. Dijo-: ¿Puedo dar por sentado que Jablon fue asesinado?
– No veo cómo puede dar por sentado otra cosa.
– Me imaginaba que iba a pasar esto. O sea, que me preocupaba. Este tipo de hombres corre un riesgo más alto de lo normal de ser asesinado. Estoy seguro de que yo no era su única víctima. -Aumentó su voz al final de la frase y esperaba que yo le confirmara o negara lo que suponía. Esperó más y siguió-. Pero aunque no fuera asesinado, señor Scudder, los hombres se mueren. No viven siempre. No me gustaba pagarle a ese señor odioso cada semana, pero la perspectiva de suspender los pagos era peor. Podía morir de una infinidad de maneras, cualquier cosa. Una sobredosis, por ejemplo.
– No creo que usara nada.
– Bueno, entiende lo que quiero decir.
– Le podía haber pillado un autobús -dije.
– Exactamente. -Otro suspiro largo-. No puedo pasar por esto de nuevo. Cien mil dólares, pagados de la manera que especifique usted. Ingresados a una cuenta bancaria privada en Suiza si prefiere o en metálico. A cambio esperaré la entrega de absolutamente todo y su continuo silencio.
– Eso es razonable.
– Ya lo creo.
– Pero, ¿qué garantía tendría usted de que posee todo lo que paga?
Sus ojos me estudiaron intensamente antes de que hablara.