Pero había sacado una cosa de la conversación: él necesitaba dinero. Y si Giros también le había estado presionando para ese último y rápido pago, la gran mordida, para que pudiera salir de la ciudad antes de que le mataran, podría haber supuesto la última gota del vaso de Henry Prager.
Había estado a punto de descartarlo cuando lo vi en su oficina. Simplemente, no me parecía que tuviera bastantes motivos, pero ahora, después de todo, parecía tener uno bastante bueno.
Y yo había acabado de darle otro.
Llamé a Huysendahl un poco más tarde. No estaba, así que dejé mi número y llamó sobre las dos.
– Sé que quedamos en que no le iba a llamar -dije-. Pero tengo buenas noticias para usted.
– ¿Sí?
– Ya estoy en situación de pedir la recompensa.
– ¿Logró encontrar el material?
– Correcto.
– Muy rápido -dijo.
– ¡Bah!, unos trámites efectivos de investigador y un poco de suerte.
– Entiendo. Puede que tarde un poco en, humm…, reunir la recompensa.
– No tengo mucho tiempo, Sr. Huysendahl.
– Tiene que ser razonable con esto, ¿sabe? La cantidad de qué hablamos es sustanciosa.
– Tengo entendido que tiene bienes sustanciosos.
– Sí, pero no en efectivo. No todos los políticos tienen un amigo en Florida con esa cantidad de dinero en una caja de caudales en la pared. -Soltó una risita por el teléfono y parecía desilusionado de que no lo hiciera yo-. Necesitaré algo de tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Un mes como mucho. Quizás menos de eso.
El papel era bastante fácil, ya que tenía tantas oportunidades de practicarlo. Dije:
– Es demasiado tiempo.
– ¿De veras? ¿Cuánta prisa tiene exactamente?
– Mucha. Quiero marcharme de la ciudad. El clima no me sienta bien.
– En realidad ha hecho bastante bueno estos últimos días.
– Ése es el problema. Hace demasiado calor.
– ¿Sí?
– Sigo pensando en lo que le pasó a nuestro mutuo amigo y no quisiera que me pasara a mí.
– Debió haber hecho infeliz a alguien.
– Ya, pues yo también he hecho a unas cuantas personas infelices, señor Huysendahl, y lo que quiero es marcharme de aquí antes de que termine esta semana.
– No veo cómo va a ser posible. -Se calló momentáneamente-. Siempre podría marcharse y volver por la recompensa cuando las cosas se hayan enfriado un poco.
– No creo que quiera hacerlo de esa manera.
– Ésa es una declaración algo alarmante, ¿no cree? El tipo de aventura que hemos discutido requiere ciertas cantidades de toma y daca. Tiene que ser una aventura cooperativa.
– Un mes es, simplemente, demasiado tiempo.
– Puede que lo pueda reunir en dos semanas.
– Puede que lo tenga que hacer.
– Eso me suena inquietamente a amenaza.
– Lo que pasa es que usted no es la única persona que está ofreciendo una recompensa.
– No me sorprende.
– Ya. Y si tengo que marcharme de la ciudad antes de recoger su recompensa, pues, nunca se sabe lo que puede pasar.
– No sea estúpido, Scudder.
– No lo quiero ser. Creo que ninguno de los dos deberíamos ser estúpidos. -Inspiré-. Mire, señor Huysendahl, estoy seguro de que no es nada que no podamos resolver.
– Desde luego, espero que tenga usted razón.
– ¿Qué le parece dos semanas?
– Difícil.
– ¿Puede hacerlo?
– Puedo intentarlo. Espero que pueda hacerlo.
– Yo también. Sabe cómo ponerse en contacto conmigo.
– Sí -dijo-. Sé cómo ponerme en contacto con usted.
Colgué el teléfono y me preparé una copa. Sólo una pequeña. Bebí la mitad y apuraba el resto cuidadosamente. Sonó el teléfono. Terminé el bourbon de un trago y lo cogí. Pensaba que sería Prager. Era Beverly Ethridge.
– Matt, soy Bev, espero no haberte despertado, ¿no?
– No.
– ¿Estás solo?
– Sí, ¿por qué?
– Me siento muy sola.
No dije nada. Recordaba estar sentado al otro lado de la mesa haciéndole ver que no me afectaba. La actuación evidentemente le había convencido. Pero yo lo estaba más. La mujer sabía bien cómo llegar a la gente.
– Esperaba que pudiéramos reunimos, Matt. Hay cosas de las que deberíamos hablar.
– Vale.
– ¿Estarás libre sobre las siete de esta tarde? Estoy ocupada hasta esa hora.
– Las siete está bien.
– ¿El mismo sitio?
Recordé cómo me había sentido en el Pierre. Esta vez nos encontraríamos en terreno mío. Pero no en Armstrong's; no quería llevarla allí.
– Hay un sitio que se llama La Jaula de Polly -dije-. Calle 57, entre la Octava Avenida y la Novena, en el centro de la ciudad.
– ¿La Jaula de Polly? Suena encantador.
– Es mejor de lo que parece.
– Entonces te veré allí a las siete. 57 entre Octava y Novena, eso está muy cerca de tu hotel, ¿no?
– Está al otro lado de la calle.
– Eso es muy cómodo -dijo.
– Me queda a mano a mí.
– Puede que quede a mano para los dos, Matt.
Salí y tomé un par de copas y algo de comer. Sobre las seis estaba de vuelta en el hotel. Miré en la recepción y Benny me dijo que había recibido tres llamadas, pero que no dejaron ningún recado.
No llevaba ni diez minutos en mi habitación cuando sonó el teléfono. Lo cogí y una voz que no reconocía dijo:
– ¿Scudder?
– ¿Quién es?
– Debería tener mucho cuidado. Va un poco lanzado y molesta a la gente.
– No creo que le conozca.
– No le hace falta conocerme. Sólo tiene que saber que es un río grande, hay mucho espacio dentro y no querrá intentar llenarlo solo.
– ¿Y quién escribió para usted ese verso? Colgó el teléfono.
Capítulo 9
Llegué a la Jaula de Polly con unos cuantos minutos de antelación. Había cuatro hombre y dos mujeres bebiendo en la barra. Detrás de ella, Chuck se estaba riendo educadamente de algo que había dicho una de las mujeres. En la máquina tocadiscos Sinatra pedía que mandaran entrar a los payasos.
El local es pequeño, con una barra a la derecha según entras. Una barandilla recorre la longitud del salón y a la izquierda hay una zona, subiendo unos peldaños, que tiene una docena de mesas. Todas estaban libres ahora. Fui hasta el paso de la barandilla, subí los peldaños y elegí la mesa más alejada de la puerta.
La Jaula está más animada sobre las cinco cuando la gente sedienta deja sus oficinas. Los que tienen mucha sed se quedan más tiempo que los demás, pero el sitio no es de mucho movimiento de transeúntes y casi siempre el local cierra bastante temprano. Chuck sirve unas copas generosas y los bebedores de las cinco suelen abandonar temprano. Los viernes, el grupo GSEF[ [1]] muestra una buena dosis de perseverancia, pero en otras ocasiones, por lo general, cierran antes de medianoche y ni siquiera se molestan en abrir los sábados o domingos. Es un bar en el barrio sin ser un bar de barrio.
Pedí un bourbon doble y había bebido la mitad cuando entró ella. Vaciló en la puerta, sin verme al principio, y murieron unas conversaciones cuando giraron las cabezas para mirarla. Parecía ser inconsciente de cómo llamaba la atención, o demasiado acostumbrada para hacerle caso. Me vio, se acercó y se sentó al otro lado de la mesa. Las conversaciones del bar continuaron al quedar claro que no estaba libre.
Dejó caer el abrigo de los hombros al respaldo de la silla. Llevaba un suéter de color rosa vivo. Era un color que le iba bien y el suéter le sentaba de maravilla. Sacó un paquete de cigarrillos y un mechero de su bolso. Esta vez no esperó a que se lo encendiera yo. Inhaló mucho humo, lo expulsó en una delgada columna y la miró con evidente interés mientras ascendía al techo.