– Es una pena. Estoy acostumbrada a usarlo, soy muy buena. Joder. Cien mil dólares dentro de un año es mucho dinero.
– También lo es un pájaro en mano.
– ¡Ojalá tuviera algo que poder usar contigo! El sexo no funciona y no tengo dinero. Tengo un par de dólares en una libreta de ahorros, mi propio dinero.
– ¿Cuánto?
– Sobre unos ocho mil. No me han añadido los intereses desde hace mucho tiempo. Se supone que tienes que llevarles la libreta una vez al año. Entre una cosa y otra nunca tengo tiempo para ello. Te podría dar lo que tengo, como desembolso inicial.
– Vale.
– ¿De hoy en ocho días?
– ¿Qué hay de malo en que sea mañana?
– No, no. -Movió la cabeza negando con énfasis-. No. Todo lo que puedo comprar con mis ocho mil es tiempo, ¿verdad? Así que voy a comprar una semana con eso ahora mismo. Dentro de una semana tendrás el dinero.
– Ni siquiera sé si lo tiene.
– No, no lo sabes.
Lo pensé.
– Vale -dije finalmente-. Ocho mil dólares dentro de una semana. Pero no voy a esperar un año por el resto.
– Quizás me podría llevar al huerto a algunos tíos -dijo-. Unos cuatrocientos veinte cobrando cien dólares por polvo.
– O cuatro mil doscientos a diez dólares.
– ¡Cabrón!
– Ocho mil. Dentro de una semana.
– Los recibirás.
Ofrecí acompañarla a un taxi. Dijo que cogería uno ella misma y que podía pagar yo las copas esta vez. Me quedé en la mesa unos cuantos minutos después de que se marchara. Luego pagué la cuenta y salí. Crucé la calle y pregunté a Benny si había algún recado. No había recados, pero llamó un hombre que no había dejado su nombre. Me pregunté si habría sido el hombre que me amenazó con meterme en el río.
Fui a Armstrong's y me senté en mi mesa de costumbre. El sitio estaba lleno por ser lunes. La mayoría de las caras eran familiares. Tomé bourbon y café y a la tercera ronda vi por un instante una cara que por algo desconocido me resultaba familiar. En su siguiente vuelta por las mesas, le hice señas con el dedo a Trina. Se acercó a mí con las cejas arqueadas y la expresión acentuaba el aspecto felino de sus facciones.
– No te des la vuelta -dije-. En la barra, ahí delante, justo entre Gordie y el tío con la chaqueta vaquera.
– ¿Qué pasa con él?
– A lo mejor nada. Ahora mismo no, pero dentro de un par de minutos, ¿por qué no pasas delante y le echas un vistazo?
– Y entonces ¿qué?, capitán.
– Entonces informe al Control de Misiones.
– A sus órdenes, señor.
Mantuve los ojos mirando hacia la puerta, pero me concentraba en lo que podía ver de él en la periferia de la visión, y no era mi imaginación. Sí que seguía mirando repetidamente hacia donde yo estaba. Era difícil calcular su altura porque estaba sentado, pero parecía casi lo bastante alto para jugar al baloncesto. Tenía la cara de estar al aire libre y el pelo largo, a la moda, de color arena. No podía ver bien sus facciones, estaba al otro extremo del local, pero me dio la impresión de frialdad y probada dureza.
Llegó Trina con una copa que no había pedido.
– Camuflaje -dijo, poniéndola delante de mí-. Le he echado un vistazo. ¿Qué hizo?
– Nada que sepa yo. ¿Le has visto antes?
– No creo. De hecho, estoy segura porque me acordaría de él.
– ¿Por qué?
– Tiende a destacarse. ¿Sabes a quién se parece? Al hombre Marlboro.
– ¿El de los anuncios? ¿No han usado a más de un tío?
– Seguro. Se parece a todos. ¿Sabes?, botas altas de cuero duro, un sombrero de ala ancha y oliendo a estiércol de caballo y un tatuaje en la mano. No lleva botas ni sombrero y no tiene tatuaje, pero es la misma imagen. No me preguntes si huele a estiércol de caballo. No me acerqué lo suficiente para saberlo.
– No lo iba a preguntar.
– ¿Cuál es la historia?
– No estoy seguro de si hay una. Creo que le vi hace poco en La Jaula de Polly.
– Puede que esté haciendo la ronda.
– ¡Oh, oh!, como la mía.
– ¿Y qué?
Me encogí de hombros.
– A lo mejor nada. De todos modos gracias por el trabajo de vigilancia, vete.
– ¿No conseguí una placa?
– Y un anillo de descifrar códigos.
– A tope -dijo.
Le gané esperando. Estaba claro que me estaba prestando atención. No podía decir si él sabía que yo también me estaba interesando por él. No quería mirarle directamente.
Podría haberme seguido desde La Jaula. No estaba seguro de haberle visto allí, sólo sentía que me había fijado en él en algún sitio. Si me había empezado a seguir en La Jaula, entonces no era difícil relacionarle con Beverly Ethridge; ella podía haber fijado la cita previamente para ponerme la etiqueta. Pero aunque hubiera empezado en La Jaula, eso no probaba nada; podía haberme visto antes y seguido hasta allí. Tampoco ponía difícil que me encontraran. Todo el mundo sabía dónde vivía y había pasado el día entero en el barrio.
A lo mejor eran sobre las nueve y media cuando me fijé en él, quizás más bien sobre las diez. Eran casi las once cuando recogió y se marchó. Había determinado que se iba a marchar antes que yo, y me hubiera sido necesario. No pasó mucho tiempo y tampoco pensé que lo pasaría. El hombre Marlboro no parecía el tipo al que le gustaba pasar su tiempo en una destilería de ginebra de la Novena Avenida, aunque fuera tan agradable como el Armstrong's. Era demasiado activo, del oeste y del aire libre, y antes de las once había montado su caballo y cabalgado hacia la puesta de sol.
Unos minutos después de marcharse se acercó Trina y se sentó al otro lado de la mesa. Todavía estaba trabajando, así que no la podía invitar a una copa.
– Tengo más que informar -dijo-. Billie nunca le había visto antes. Espera no volver a verle nunca más, dice, porque no le gusta servir bebidas alcohólicas a hombres con ojos así.
– ¿Ojos cómo?
– No entró en detalles. A lo mejor se lo puedes preguntar. ¿Qué más? ¡Ah, sí! Pidió cerveza. Dos en tantas horas. Wurzburger negra, si te interesa.
– No mucho.
– También dijo…
– ¡Mierda!
– Billie raramente dice «mierda». Dice frecuentemente «joder», pero raramente «mierda», y no lo dijo ahora. «¿Qué pasa?»Pero ya me estaba levantando de la mesa camino de la barra. Billie se acercó lentamente dándole brillo a una copa con el trapo. Dijo:
– Te mueves rápido para ser un hombre grande, forastero.
– Mi mente se mueve despacio. Ese cliente que tenías…
– El hombre Marlboro, le llama Trina.
– Ése. Supongo que todavía no has lavado su copa, ¿verdad?
– Bueno, sí. Es ésta de aquí, si bien recuerdo. -La levantó para que la inspeccionase-. ¿Ves? Limpísima.
– Mierda.
– Eso es justamente lo que dice Jimmie cuando no las lavo. ¿Qué pasa?
– Pues, a no ser que el cabrón llevara guantes, acabo de hacer algo muy estúpido.
– Guantes. ¡Ah! ¿Huellas dactilares?
– Sí.
– Pensaba que eso sólo funcionaba en la tele.
– No cuando vienen como un regalo. Como en un vaso de cerveza. Mierda. Si alguna vez vuelve a entrar, lo cual sería esperar demasiado…
– Le cojo el vaso con una toalla y lo guardo en un sitio muy seguro.
– Ésa es la idea.
– Si me hubieras dicho…
– Ya lo sé. Debería haberlo pensado.
– Sólo me interesaba que se marchara. No me gusta la gente como él en ningún sitio, sobre todo en los bares. Hizo durar dos cervezas una hora cada una y eso a mí me parecía bien. No lo iba a presionar para que tomara más. Cuando menos bebiera y cuanto antes se marchara, más feliz me hacía.
– ¿Habló algo?
– Sólo para pedir las cervezas.
– ¿Cogiste algún tipo de acento?
– No me fijé en aquel momento. Déjame pensar. -Cerró los ojos durante unos segundos-. No. Americano normal, indeterminado. Suelo fijarme en las voces y no se me ocurre nada sobre la suya. No puedo creer que sea de Nueva York, pero ¿qué prueba eso?