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– No mucho. Trina dijo que no te gustaban sus ojos.

– No me gustaron nada.

– ¿Por qué?

– La sensación que me daban. Es difícil describírtelo. Ni siquiera te podría decir de qué color eran, aunque creo que eran más bien claros que oscuros. Pero había algo en ellos, se quedaban en la superficie.

– No estoy seguro de entender lo que quieres decir.

– No tenían profundidad. Casi podían haber sido de cristal. ¿Viste «Watergate» por casualidad?

– Algo, no mucho.

– Uno de esos gilipollas, uno de los que tenía un nombre alemán…

– Todos tenían nombres alemanes, ¿no?

– No, eran dos. No Haldeman. El otro.

– Ehrlichman.

– Ése es el gilipollas. ¿Le viste? ¿Te fijaste en sus ojos? Sin profundidad.

– Un hombre Marlboro con ojos como los de Ehrlichman.

– Esto no está funcionando con «Watergate» ni nada, ¿verdad, Matt?

– Sólo en el espíritu.

Volví a la mesa y tomé un café. Me hubiera gustado endulzarlo con bourbon, pero pensé que no era sensato. El hombre Marlboro no pensaba intentar cogerme esta noche. Había demasiada gente que podría situarle en la escena. Esto había sido simplemente un reconocimiento del terreno. Si iba a intentar algo, sería en algún otro momento.

Así me parecía, pero no estaba lo bastante seguro de mis argumentos como para ir caminando a casa con demasiado bourbon en la sangre. Probablemente tenía razón, pero no quería arriesgarme por si estuviera muy equivocado.

Cogí lo que había visto del tío y le pegué los ojos de Ehrlichman, y la impresión general que Billie tenía de él e intenté relacionar su imagen con mis tres ángeles. No podía hacer que ninguna funcionara. Podría ser algún macarra de uno de los proyectos de Prager, podría ser un sano semental que a Beverly Ethridge le gustaba tener cerca, podría ser un talento profesional que Huysendahl había contratado para la ocasión. Las huellas dactilares me habrían ayudado a identificarlo, pero mis reflejos mentales habían sido demasiado lentos para aprovecharme de la oportunidad. Si pudiera enterarme de quién era, podría acercarme a él por detrás, pero ahora tenía que dejar que diera un paso y encontrarle cara a cara.

Supongo que eran sobre las doce y media cuando pagué la cuenta y marché. Abrí la puerta cuidadosamente, sintiéndome un poco ridículo y exploré ambos lados de la Novena Avenida en las dos direcciones. No vi a mi hombre Marlboro, ni cualquier cosa que pareciera amenazadora. Empecé a caminar hacia la esquina de la calle 57 y por primera vez desde que empezó todo, tenía la sensación de ser el blanco. Lo había hecho así deliberadamente y me pareció una buena idea en aquel momento, pero desde que apareció el hombre Marlboro, las cosas habían cambiado mucho. Ahora era real, y eso era lo que hacía la diferencia.

Había movimiento en un portal delante de mí y ya iba con cautela antes de reconocer a la anciana. Estaba en su sitio de siempre, en el portal de la boutique llamada Sartor Resartus. Siempre está ahí cuando el tiempo es bueno. Siempre pide dinero. La mayoría de las veces le doy algo.

– Señor, si pudiera…

Encontré unas monedas en el bolsillo y se las di.

– Dios le bendiga -dijo.

Le dije que esperaba que tuviera razón. Seguí hasta la esquina y menos mal que no llovía esa noche, porque la oí gritar antes de oír el coche. Soltó un grito y di la vuelta a tiempo para ver un coche con sus luces de carretera encendidas saltando el bordillo hacia mí.

Capítulo 10

No tuve tiempo para pensarlo. Supongo que mis reflejos fueron buenos. Por lo menos fueron lo bastante buenos. Había perdido el equilibrio al dar la vuelta cuando gritó la mujer, pero no me paré a recuperarlo. Solamente me tiré a la derecha. Aterricé sobre un hombro y me hice un ovillo contra el edificio.

Apenas fue suficiente. Si un conductor tiene sangre fría puede no dejarte nada de espacio en absoluto. Sólo tiene que lanzar el coche contra el lado del edificio. Puede ser duro para el coche y duro para el edificio, pero es más duro para la persona cogida entre los dos. Pensé que iba a hacer eso, y luego, cuando tiró del volante en el último momento, pensé que podía provocarlo accidentalmente, culeando el coche y aplastándome como una mosca.

No falló por mucho. Sentí una fuerte corriente de aire al pasar como un rayo. Entonces rodé y le vi bajar de la acera a la avenida. Rompió un parquímetro en su camino. Botó cuando tocó el asfalto, luego pisó el acelerador y llegó a la esquina justamente cuando el semáforo se puso en rojo. Pasó el semáforo, pero bueno, también lo hacen la mitad de los coches de Nueva York. No me acuerdo de la última vez que vi a un guardia de tráfico multando a alguien por una infracción de circulación. Simplemente, no tienen tiempo.

– ¡Esos conductores locos como cabras!

Era la vieja, ahora de pie a mi lado, chasqueando la lengua.

– Van, beben whisky -dijo-, se fuman unos porros y entonces salen a dar un paseo en coche. Le pudo haber matado.

– Sí.

– Y después de todo eso, ni siquiera paró para ver si usted estaba bien.

– No fue muy considerado.

– La gente no es considerada.

Me puse de pie y me limpié la ropa. Estaba temblando, muy asustado. Ella dijo:

– Señor, si me puede dejar… -Entonces sus ojos se nublaron un poco y frunció el entrecejo en algún tipo de confusión personal-. No -dijo-. Usted acaba de darme dinero, ¿no? Lo siento mucho. Es difícil recordar.

Saqué mi cartera.

– Mire, éste es un billete de diez dólares -dije, apretándolo en su mano-. Asegúrese de recordarlo, ¿bien? Asegúrese de que le dan el cambio correcto cuando lo gaste. ¿Entiende?

– ¡Dios mío! -exclamó.

– Ahora es mejor que se vaya a casa a dormir. ¿De acuerdo?

– Dios mío -reiteró-. ¡Diez dólares! ¡Un billete de diez dólares! ¡Ay, qué Dios le bendiga, señor!

– Lo acaba de hacer -contesté.

Isaiah estaba detrás del mostrador cuando llegué al hotel. Es un antillano de tez clara, con ojos azules brillantes y pelo rizoso de color orín. Tiene pecas grandes y oscuras en las mejillas y en la parte de arriba de las manos. Le gusta el turno de medianoche a ocho porque es tranquilo y puede sentarse detrás del mostrador haciendo pasatiempos, a veces, mientras bebe de una botella de jarabe para la tos con codeína.

Hace los rompecabezas con un rotulador. Le pregunté alguna vez si no era más difícil así.

– De otra manera no tiene mérito, señor Scudder -decía.

Lo que dijo después fue que no había recibido ninguna llamada. Subí las escaleras y avancé por el pasillo hasta mi habitación. Miré a ver si salía alguna luz por debajo de la puerta, pero no salía; determiné que eso no me probaba nada. Luego busqué algunas rayas alrededor de la cerradura, no las había, y decidí que eso tampoco probaba nada, porque podías abrir esas cerraduras del hotel con seda dental. Entonces abrí la puerta y descubrí que en la habitación no había más que muebles, lo cual era lógico; encendí la luz y cerré la puerta con llave, alargué las manos y miré los dedos temblar.

Me puse una copa fuerte y luego me hice bebería. Durante unos momentos, el estómago acogió los temblores de las manos y no pensé que el whisky se fuera a quedar en él, pero se quedó. Escribí algunas letras y números en un trozo de papel y lo metí en la cartera. Me desvestí y me quedé bajo la ducha para quitar la capa de sudor. El peor tipo de sudor, compuesto a partes iguales de esfuerzo y miedo primitivo.

Estaba secándome con la toalla cuando sonó el teléfono. No quise cogerlo. Sabía lo que iba a oír.