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– ¿De dónde vino, Eddie?

– Upper Montclair, me imagino.

– Quiero decir, ¿dónde lo tenían aparcado cuando lo robaron?

¡Ah! -Había cerrado la lista. Ahora la abrió un momento rápido por la última página-. Broadway y la 114. ¡Oye!, eso conduce a una pregunta interesante.

Sí que conducía a una pregunta interesante, pero, ¿cómo sabía eso él? Le pregunté a qué pregunta conducía.

– ¿Qué hacía la señora Raiken en Upper Broadway a las dos de la madrugada? Y, ¿lo sabía el señor Raiken?

– Tienes una mente sucia.

– Yo debería haber sido un fiscal especial. ¿Qué tiene que ver la señora Raiken con tu marido desaparecido?

Puse la mirada en el vacío, luego recordé el caso que había inventado para explicar mi interés por el cadáver de Giros.

– ¡Ah! -dije-. Nada. Acabé diciéndole a su mujer que lo olvidara. Saqué trabajo para un par de días de ello.

– ¡Ajá! ¿Quién robó el coche y qué hicieron con él anoche?

– Destruyeron propiedad pública.

– ¿Qué?

– Derribaron un parquímetro en la Novena Avenida. Luego se marcharon como el demonio.

– Y tú te encontrabas allí por casualidad, y entonces por casualidad cogiste el número de la matrícula y naturalmente imaginaste que el coche era robado, pero querías mirar porque eres un buen ciudadano.

– Estás muy cerca.

– ¡Y una mierda! Siéntate, Matt. ¿En qué estás metido que debiera saber?

– En nada.

– ¿Qué conexión hay entre un coche robado y Giros Jablon?

– ¿Giros? ¡Ah, el tío que sacaron del río! Ninguna conexión.

– Porque hace un momento estabas buscando al marido de esa mujer.

Vi mi error entonces, pero esperaba a ver si lo había notado, y sí que lo había notado.

– Era su novia la que le estaba buscando la última vez que lo oí. Eres muy listo conmigo, Matt.

No dije nada. Sacó su puro del cenicero y lo estudió, luego se inclinó y lo dejó caer en la papelera. Se puso derecho y me miró, luego desvió la vista hacia otro sitio y entonces volvió a mirarme.

– ¿Qué mantienes en secreto?

– Nada que te haga falta saber.

– ¿Cómo estás relacionado con Giros Jablon?

– No tiene importancia.

– ¿Y qué me dices del coche?

– Eso tampoco tiene importancia. -Me puse derecho-. Dejaron a Giros en el río East y el coche cercenó un parquímetro en la Novena Avenida, entre la 57 y la 58, y robaron el coche en el extrarradio, así que nada de eso ha pasado en el distrito 6. No hay nada que necesites saber, Eddie.

– ¿Quién mató a Giros?

– No sé.

– ¿De verdad?

– Claro que es verdad.

– ¿Estás jugando al tócame tú con alguien?

– No exactamente.

– ¡Por Dios, Matt!

Quería marcharme de allí. No ocultaba nada que él tuviera derecho a saber y realmente no podía darle ni a él ni a nadie más lo que tenía. Pero estaba jugando solo y evitando sus preguntas, y no podía esperar que le gustara.

– ¿Quién es tu cliente, Matt?

Giros era mi cliente, pero no veía ningún beneficio en decírselo.

– No tengo -dije.

– Entonces, ¿cómo te lo montas?

– No estoy seguro de si me lo monto.

– He oído que el Giros estaba bien de pasta últimamente.

– Iba bien vestido la última vez que le vi.

– ¿De veras?

– Su traje le había costado trescientos veinte dólares. Lo mencionó por casualidad.

Me miró hasta que aparté la mirada. En voz baja dijo:

– Matt, no busques que la gente te asalte en coche. No es sano. ¿Estás seguro de que no me lo quieres contar?

– Cuando sea el momento, Eddie.

– ¿Y estás seguro de que no es el momento todavía?

Tardé en contestar. Me acordé de la sensación del coche viniendo hacia mí, me acordé de lo que realmente ocurrió y de cómo lo había soñado entonces, con el conductor llevando el coche hasta la pared misma.

– Estoy seguro -dije.

En el Lion's Head tomé una hamburguesa y bourbon y café. Me sorprendió un poco que hubieran robado el coche tan cerca del extrarradio. Pudieron haberlo cogido más temprano y haberlo aparcado en mi barrio, o el hombre Marlboro pudo haber hecho una llamada entre el momento en que salí de La Jaula y el momento en que él entró en el Armstrong's. Eso significaría que había por lo menos dos personas implicadas, lo cual ya había determinado basándome en la voz que oí por teléfono. O pudo haber…

No, no tenía sentido. Había demasiadas escenas posibles que podía escribir para mí mismo y ninguna de ellas me iba a llevar a ningún sitio, salvo a confundirme.

Señalé otro café y otra copa, los mezclé y pensé en ello. La parte final de mi conversación con Eddie me molestaba. Había algo que había aprendido de él, pero el problema era que yo no sabía que yo mismo lo sabía. Había dicho algo que me resultó vagamente familiar y no podía recordarlo.

Cogí un dólar cambiado y fui al teléfono. Información en Jersey me dio el número de William Raiken en Upper Montclair. Llamé y le dije a la señora Raiken que era del Departamento de Robos de Vehículos y me dijo que estaba sorprendida de que le hubiéramos recuperado su coche tan pronto y que si por casualidad tenía algún desperfecto.

– Me temo que no hemos recuperado su coche todavía, señora Raiken -dije.

– ¡Oh!

– Sólo quería comprobar unos detalles. ¿Su coche estaba aparcado en Broadway, en la calle 114?

– Sí. En la calle 114, no en Broadway.

– Entiendo. Mire, nuestros archivos señalan que usted denunció el robo aproximadamente a las dos de la madrugada. ¿Fue inmediatamente después de notar la falta del coche?

– Sí, bueno, más o menos. Fui a donde tenía el coche aparcado y, claro, no estaba allí y mi primera reacción fue pensar que se lo había llevado la grúa. Estaba aparcado legalmente, pero a veces hay señales que no ves, reglas diferentes, pero de todos modos, la grúa no trabaja tan cerca del extrarradio, ¿verdad?

– No más lejos de la calle 86.

– Eso pensé, aunque siempre logro encontrar un sitio donde esté permitido aparcar. Entonces pensé que me había equivocado y que en realidad había dejado el coche en la calle 113, así que fui a mirar, pero, claro, tampoco estaba allí, así que luego llamé a mi marido para que viniera a recogerme, y él dijo que denunciara el robo, así que fue entonces cuando les llamé a ustedes. Puede ser que pasaran quince o veinte minutos entre notar la falta del coche y cuando llamé.

– Entiendo. -Ahora me arrepentía de preguntar-. ¿Y cuándo aparcó el coche, señora Raiken?

– Vamos a ver. Tenía las dos clases, un taller de relatos cortos a las ocho y un curso de Historia del Renacimiento a las diez, pero llegué un poco temprano, así que supongo que aparqué un poco después de las siete, ¿es importante?

– No ayudaría a recuperar el vehículo, señora Raiken, de cualquier modo intentamos recoger datos para indicar con toda precisión las horas en las que es más probable que ocurran distintos delitos.

– Es interesante -dijo-. ¿Qué beneficio tiene eso?

Siempre me había preguntado eso a mí mismo. Le dije que era parte de una imagen global del crimen, que es generalmente lo que me decían cuando yo hacía preguntas parecidas. Le di las gracias y le aseguré que probablemente se recuperaría su coche pronto, ella me dio las gracias y nos despedimos; volví al bar.

Intenté grabar lo que había sacado de ella y concluí que no había sacado nada. Mi mente divagaba, me encontré preguntándome qué era lo que había estado haciendo la señora Raiken en el distrito oeste alto a medianoche. No estaba con su marido y debió salir de la última clase sobre las once. Podía ser que hubiera tomado unas cervezas en el West End o en uno de los otros bares cerca de Columbia. Unas cuantas cervezas, quizás, lo cual explicaría por qué estuvo caminando por la manzana buscando su coche. No importaba, aunque hubiera bebido bastante cerveza como para hundir un buque de guerra, porque la señora Raiken no tenía mucho que ver con Giros Jablon ni con nadie más, y que tuviera que ver con el señor Raiken o no, era asunto de ellos, no mío y…