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Pero desde luego el impulso estuvo presente. Miré a Henry Prager, su cuerpo desplomado sobre la mesa, sus facciones retorcidas por la muerte, y sabía que estaba mirando a un hombre que yo había matado. Su dedo había tirado del gatillo, pero yo había puesto la pistola en sus manos al llevar mi juego demasiado bien.

No pedí que su vida se entrelazara con la mía, ni tampoco busqué ser un factor de su muerte. Ahora me encaraba a su cadáver; una mano estirada en la mesa, como si señalara hacia mí.

Cometió soborno para la salida de su hija de un homicidio involuntario. El soborno le había expuesto a chantaje, lo que provocó otro homicidio, éste intencionado. Y ese primer asesinato sólo había metido más el anzuelo, todavía le chantajeaban y siempre se le podía acusar del asesinato de Giros.

Y entonces intentó matar de nuevo y había fracasado. Y llegué a su oficina al día siguiente, por lo que le dijo a su secretaria que quería cinco minutos, pero sólo se tomó dos o tres.

Tenía la pistola en la mano. Quizás la había mirado antes ese día para asegurarse de que estaba cargada. Y quizás, mientras yo esperaba en la oficina de afuera, él acarició pensamientos de recibirme con una bala.

Pero una cosa es pillar a un hombre con un coche en una calle oscura de noche, o pegarle hasta dejarle sin conocimiento y tirarle al río, y otra completamente distinta es disparar a un hombre en tu propia oficina con tu secretaria a unos metros de distancia. Quizás hubiera considerado todo eso ya. Quizás ya hubiera decidido el suicidio. No se lo podía preguntar ahora, así que ¿qué más daba? El suicidio protegía a su hija, mientras que el asesinato lo hubiera expuesto todo. El suicidio lo sacaba de la noria que giraba más deprisa de lo que podían moverse sus piernas.

Tuve algunos de estos pensamientos mientras me quedé allí mirando su cadáver, otros en las siguientes horas. No sé cuánto tiempo le estuve mirando mientras Shari lloraba en mi hombro. No mucho, supongo, entonces los reflejos volvieron a mí y llevé a la chica a la oficina de afuera y la hice sentarse en el sofá. Cogí su teléfono y marqué el 911. La dotación que lo cogió era del distrito 17 allá en la calle 51 este. Los dos detectives eran Jim Heaney y un hombre más joven llamado Finch. No cogí su nombre de pila. Conocía a Jim como para saludarle con la cabeza y eso ponía las cosas un poco más fáciles, pero aun con extraños totales, no parecía que iba a tener muchos problemas. Para empezar, todo indicaba el suicidio, y la chica y yo podíamos asegurar que Prager estaba solo cuando disparó la pistola.

De todos modos, los chicos del laboratorio obraron por pura fórmula, aunque no tenían ganas. Sacaron muchas fotos e hicieron muchas señales con tiza, envolvieron y metieron la pistola en una bolsa y finalmente metieron a Prager en el saco de cadáveres, subieron la cremallera y lo sacaron de allí. Heaney y Finch tomaron la declaración de Shari primero, para que pudiera irse a casa y derrumbarse a su aire. Realmente todo lo que querían era que ella tapara las lagunas normales para que el juez de primera instancia emitiera un fallo de suicidio, por lo que le hicieron muchas preguntas y confirmaron que su jefe estuvo muy nervioso y deprimido últimamente, que evidentemente los negocios le habían preocupado, que su humor era anormal y fuera de carácter, un poco automático, que ella le había visto unos minutos antes de que sonara el disparo, que ella y yo habíamos estado sentados en la oficina de afuera en ese momento y que, finalmente, habíamos entrado a la vez, encontrándolo muerto en su silla.

Heaney le dijo que estaba bien. Alguien iría a su casa por la mañana a tomar una declaración formal y mientras tanto el detective Finch la acompañaría a casa. Ella dijo que no era necesario, cogería un taxi pero Finch insistió.

Heaney miró a los dos marcharse.

– Ya lo creo que Finch la llevará a casa -dijo-. Menudo culo tiene la señorita.

– No me fijé.

– Te estás haciendo viejo. Finch se fijó. Le gustan las negras, sobre todo hechas así. Personalmente, no me meto, pero tengo que admitir que me enrolla trabajar con Finch. Si se tira a la mitad de las chicas que me cuenta, se va a morir de tanto follar. Y la verdad es que tampoco creo que lo invente. A las tías les gusta. -Encendió un cigarro y me ofreció uno. Pasé. Añadió-: Ahora esa chica, Shari. Te apuesto a que se la tira.

– Hoy no. Está bastante nerviosa.

– Joder. Ése es el mejor momento. Vete a decirle a una mujer que se le murió el marido, vete a darle la noticia, ahora, ¿tú le echarías los tejos en un momento como ése? Estuviera como estuviera la tía, ¿lo harías? Yo tampoco. Tienes que oír las historias que cuenta ese hijo de puta. Hace un par de meses un soldador se cayó de una viga; Finch le tiene que dar la noticia a su mujer. Se lo dice, sufre un colapso, él la abraza para consolarla, la acaricia un poco y, acto seguido, ella le baja la cremallera y se la está chupando.

– Si es que crees la palabra de Finch.

– Bueno, si la mitad de lo que dice es verdad, y creo que no miente. Quiero decir que también me cuenta cuando no se come un rosco.

No quería mantener esta conversación, pero tampoco quería que mis sentimientos se mostraran mucho, así que me contó más historias de la vida afectiva de Finch. Luego malgastamos unos cuantos minutos repasando amigos comunes. Nos pudo haber llevado más tiempo si nos hubiéramos conocido mejor. Finalmente cogió su carpeta de pinza y se concentró en Prager. Pasamos por las preguntas rutinarias y confirmé lo que le había dicho Shari.

Entonces dijo:

– Sólo para hacerlo constar, ¿hay alguna posibilidad de que estuviera muerto antes de llegar tú? -Cuando puse la mirada en el vacío, lo explicó detalladamente-. Es una simple conjetura, pero hay que hacerlo constar. Imaginemos que ella lo mate, no me preguntes cómo ni por qué, y entonces espera a que entres tú u otra persona y luego finge hablarle y está sentada contigo y ella tira del gatillo, no sé, con un hilo o algo, y entonces los dos descubrís el cadáver juntos y así está protegida.

– Mejor que no mires tanto la tele, Jim. Está afectándote el cerebro.

– Bueno, podría pasar así.

– Seguro. Le oí hablar con ella cuando entró. Claro, podría haber puesto un magnetófono…

– Vale, joder.

– Si quieres explorar todas las posibilidades…

– Dije que sólo era una conjetura. Ves lo que hacen en Misión Imposible y te preguntas cómo es que en la vida real son tan estúpidos los criminales. Así que, ¡qué cojones!, un criminal también puede mirar la tele y quizás sacar alguna idea. Pero tú le oíste hablar, y podemos olvidarnos de magnetófonos y ya está.

En realidad, no había oído hablar a Prager, pero era mucho más sencillo decir que sí. Heaney quería explorar posibilidades; yo sólo quería marcharme de allí.

– ¿Y cómo encajas en todo esto, Matt? ¿Trabajas para él?

Negué con la cabeza.

– Estoy comprobando unos informes.

– ¿Investigando a Prager?

– No, a alguien que le usó en una carta de referencias, y mi cliente quería comprobar todo a fondo. Vi a Prager la semana pasada y estaba en el barrio, así que de paso entré para aclarar un par de cuestiones.

– ¿Quién es el objeto de la investigación?

– ¿Qué más da?, alguien que trabajó para él hace ocho o diez años. No tiene nada que ver con el matarse.

– Entonces no le conocías mucho. A Prager.

– Me encontré con él dos veces. Una, ahora que lo pienso, ya que hoy apenas llegué a. verlo. Y hablé brevemente por teléfono con él.

– ¿Estaba metido en algún lío?

– Ya no. No te puedo decir mucho, Jim. No conocía mucho al tío ni sabía mucho de su situación. Parecía estar deprimido y agitado. De hecho, me daba la impresión de que pensaba que todo el mundo andaba detrás de él. Sospechaba mucho la primera vez que le vi, como si yo fuera parte de una conspiración para hacerle daño.