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El tío de al lado, dijo:

– Y el año que viene pierden a Lucas y Debusschere, y las rodillas de Reed seguirán hechas polvo, y Clyde no lo puede hacer todo, por lo que ¿dónde cojones estamos?

Asentí con la cabeza. Lo que dijo me parecía razonable.

– Aún al final de la tercera, muertos por tres temporadas, y tienen a Cowens y al Cómo-se-llama con cinco faltas y entonces no dan con la canasta, quiero decir, no hacen un jodido intento, ¿sabes?

– Debe ser culpa mía -dije.

– ¿Cómo?

– Empezaron a deshacerse cuando me puse a mirarlos. Debe ser culpa mía.

Me miró de arriba a abajo y dio un paso para atrás. Dijo:

– Tranquilo, hombre. No quise decir nada.

Pero me había malinterpretado. Lo había dicho completamente en serio.

Acabé en Armstrong's, donde sirven copas perfectas, pero ya había perdido el gusto por ellas. Me senté en la esquina con una taza de café. Era una noche tranquila y Trina tenía tiempo para acompañarme.

– Estuve alerta -dijo-, pero no le vi ni la camisa ni el pellejo.

– ¿Cómo?

– Al vaquero. Es mi forma astuta de decir que no ha estado por aquí esta noche. ¿No tenía que vigilar, como un comando Scout?

– ¡Ah!, el hombre Marlboro. Pensé que le había visto aquí esta noche.

– ¿Aquí?

– No, antes. He visto muchas sombras esta noche.

– ¿Algo va mal?

– Sí.

– Oye. -Me tapó la mano con una de las suyas-. ¿Qué pasa, rico?

– Sigo encontrando a más gente nueva por la que encender velas.

– No te entiendo. No estás borracho, ¿verdad, Matt?

– No, pero no por falta de intentarlo. He tenido días mejores. -Sorbí el café, puse la taza encima del mantel de cuadros, saqué el dólar de Giros; rectificación: mi dólar, yo lo había comprado y pagado, y le di una vuelta-. Anoche alguien intentó matarme.

– ¡Dios! ¿Por aquí?

– A unos portales de aquí.

– No me sorprende que estés…

– No, no es eso. Esta tarde ajusté cuentas. Maté a un hombre. -Pensé que quitaría la mano de encima de la mía, pero no lo hizo-. No le maté exactamente. Se metió la pistola en la boca y apretó el gatillo. Una pistola española pequeña, las traen a toneladas de las Carolinas.

– ¿Por qué dices que le mataste?

– Porque yo le metí en una habitación con una pistola como única salida. Yo le encerré.

Miró su reloj.

– A la mierda -dijo-. Puedo marcharme temprano por una vez. Si Jimmie me quiere demandar por una media hora, entonces que se vaya al diablo. -Extendió las manos detrás del cuello para desabrochar su delantal. El movimiento remarcó la curva de sus pechos.

– ¿Quieres acompañarme a casa, Matt? -dijo.

Nos habíamos utilizado mutuamente unas cuantas veces durante meses para alejar la soledad. Nos gustábamos dentro y fuera de la cama y los dos teníamos la seguridad vital de saber que nunca podría llegar a nada.

– ¿Matt?

– No te podría hacer mucho esta noche, chica.

– Me podrías mantener a salvo de un asalto en el camino.

– Sabes lo que quiero decir.

– Ya, señor Detective, pero tú sabes lo que quiero decir. -Me tocó la mejilla con su dedo índice-. De todos modos no te dejaría acercarte esta noche. Te hace falta afeitarte. -Su cara se suavizó-. Ofrecía un poco de café y compañía -dijo-. Creo que te vendría bien.

– Quizás sí.

– Solamente café y compañía.

– Vale.

– No té y compasión, nada de eso.

– Sólo café y compañía.

– ¡Ajá! Ahora dime que es la mejor oferta que has tenido en todo el día.

– Lo es -dije-. Pero eso no quiere decir mucho.

Hizo buen café y logró encontrar como medio litro de Harper's para darle sabor. Antes de terminar de hablar, el medio litro había pasado de casi lleno a casi vacío.

Le conté la mayor parte del caso. Dejé cualquier cosa que pudiera identificar a Ethridge o Huysendahl y no le expliqué con mucho detalle el pequeño secreto cobista de Prager. No mencioné su nombre tampoco, aunque lo podía sacar ella misma si leía los periódicos de la mañana.

Cuando terminé, se quedó allí sentada unos minutos, la cabeza inclinada a un lado, los ojos entreabiertos, el humo subiendo del cigarro. Finalmente dijo que no sabía cómo podría haber hecho las cosas de otra manera.

– Porque imagínate que le dejaras saber que no eres un chantajista, Matt. Imagínate que reunieras unas pocas pruebas más y se las enseñaras. Le habrías descubierto, ¿no?

– De un modo u otro.

– Se mató porque tenía miedo a que le descubrieran, y eso fue mientras pensaba que eras chantajista. Si supiera que le ibas a entregar a la policía, ¿no habría hecho lo mismo?

– Puede ser que no tuviera la oportunidad.

– Pues, quizás estuviera mejor teniendo la oportunidad. Nadie le obligó a cogerla, fue su decisión.

Lo pensé.

– Todavía hay algo que no está bien.

– ¿Qué?

– No lo sé exactamente. Algo no encaja como debiera.

– Tú sólo tienes que tener algo por lo que sentirte culpable.

Supongo que la frase llegó a la llaga lo bastante como para que me lo viera en la cara, porque palideció:

– Lo siento -dijo-. Matt, lo siento.

– ¿El qué?

– Estaba solo…, ya sabes, haciéndome la lista.

– La verdad amarga. -Me puse de pie-. Mañana será otro día. Cosas que pasan.

– No te vayas.

– Me tomé el café y la compañía y gracias por ambos. Ahora será mejor que me vaya a casa.

Estaba negando con la cabeza.

– Pasa la noche.

– Ya te lo dije antes, Trina…

– Ya lo sé. De hecho yo tampoco tengo muchas ganas de follar. Pero de verdad que realmente no quiero dormir sola.

– No sé si puedo dormir.

– Entonces abrázame hasta que me duerma yo, por favor, amor.

Nos acostamos juntos y nos abrazamos. Quizás el bourbon finalmente funcionó, o quizás estaba más exhausto de lo que pensaba, pero me dormí así, abrazándola.

Capítulo 14

Me desperté con la cabeza estremeciéndose y un sabor a hígado en el fondo de la garganta. Una nota en su almohada me avisó de que me sirviera el desayuno. El único desayuno al que podía hacer frente estaba dentro de una botella de Harper's y me serví; y, junto con dos aspirinas de su botiquín y una taza de café malo del ultramarinos de abajo, se pulió un poco mi estado.

El tiempo estaba bueno y la contaminación del aire era más leve de lo normal. Incluso podías ver el cielo. Me dirigí al hotel, comprando un periódico por el camino. Casi era mediodía. No duermo tanto normalmente.

Tendría que llamarles, a Beverly Ethridge y Theodore Huysendahl. Tenía que avisarles de que ya no estaban en el anzuelo, y que de hecho nunca los había tenido cogidos. Me preguntaba cuáles serían sus reacciones. Probablemente una combinación de alivio y algo de indignación por haber sido engañados. Pues ése sería su problema. Tenía bastante con los míos.

Evidentemente tendría que verlos en persona. No lo podía hacer por teléfono. No me hacía ilusión hacerlo, pero sí que tenía ganas de dejarlo atrás. Dos breves llamadas y dos breves encuentros y nunca tendría que volver a ver a ninguno de los dos jamás.

Paré en la recepción. No había correo para mí, pero sí que había un mensaje telefónico. Había llamado la señorita Stacy Prager. Había un número a donde tenía que llamarla cuanto antes. Era el número que yo había marcado desde el Lion's Head.

En mi habitación hojeé el Times. Prager estaba en la página necrológica bajo un título a dos columnas. Sólo su obituario, con una declaración de que había muerto, al parecer, de un disparo que se había inferido a sí mismo. Sí que lo parecía. No me mencionaron en el artículo. Pensaba que quizás hubiera sido así como su hija había conseguido mi nombre. Entonces leí el mensaje de nuevo. Había llamado sobre las nueve de la noche anterior y la primera edición del Times no llegaba a la calle antes de las once o doce.