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Así que eso significaba que había conseguido mi nombre de la policía. O que lo había oído antes, de su padre.

Cogí el teléfono y volví a colgarlo. No tenía muchas ganas de hablar con Stacy Prager. No imaginaba que hubiera algo que quisiera oír de ella, y sabía que no había nada que le quisiera decir. El hecho de que su padre fuera un asesino no era algo que fuera a saber por mí ni por nadie más. Giros Jablon había tenido la venganza que me había comprado. Por lo que respecta a la opinión pública, su caso podía quedar en archivo abierto para siempre. A la policía no le importaba quién le había matado y no me sentía con la obligación de decírselo.

Cogí el teléfono otra vez y llamé a Beverly Ethridge. Comunicaba. Corté la llamada y probé con la oficina de Huysendahl. Había salido a comer. Esperé unos minutos y marqué el número de Ethridge de nuevo, todavía comunicaba. Me estiré en la cama y cerré los ojos y sonó el teléfono.

– ¿Señor Scudder?, me llamo Stacy Prager. -Una voz joven que hablaba con la mayor seriedad-. Siento que yo no haya estado en casa. Después de llamar anoche acabé cogiendo el tren para poder estar con mi madre.

– Acabo de recibir su mensaje hace unos minutos.

– Ya. Pues, ¿sería posible hablar con usted? Estoy en el Grand Central, podría ir a su hotel o quedar con usted donde diga.

– No estoy seguro de cómo la podría ayudar.

Hubo una pausa. Entonces, dijo:

– Quizás no pueda. No sé. Pero usted fue la última persona que vio vivo a mi padre, y yo…

– Ni siquiera le vi ayer, señorita Prager. Estaba esperando para verle cuando ocurrió.

– Sí, es verdad. Pero lo que pasa es que…, escuche, realmente me gustaría verle, si le parece bien.

– Si hay algo en lo que le pueda ayudar por teléfono…

– ¿No podría verle?

Le pregunté si sabía dónde quedaba mi hotel. Dijo que sí, y que estaría allí dentro de diez o veinte minutos y que me llamaría desde el vestíbulo. Colgué y me pregunté cómo supo ponerse en contacto conmigo. No estoy en la guía telefónica. Y me preguntaba si sabía de Giros Jablon y si había sabido de mí. Si el hombre Marlboro fuera su novio, y si ella estuviera implicada en la elaboración de los planes…

Si fuera así, era lógico creer que me consideraría responsable de la muerte de su padre. Ni siquiera podía discutir la cuestión: me sentía responsable yo mismo. Pero en realidad, no podía creer que llevara una pistolita en su bolso. Le había tomado el pelo a Heaney por mirar la tele. Yo no miro mucho la tele.

Tardó quince minutos, que aproveché para llamar a Beverly Ethridge y me daba comunicando. Entonces, Stacy llamó desde el vestíbulo y bajé las escaleras a verla.

Pelo negro, largo, lacio, con la raya en el medio. Una chica alta y delgada con una cara larga y estrecha y profundos ojos negros. Llevaba vaqueros azules limpios y bien hechos y una rebeca de color verde lima sobre una blusa blanca y sencilla. Su bolso había sido hecho cortando las perneras de otro pantalón vaquero. Determiné que era muy poco probable que hubiera una pistola dentro.

Confirmamos que yo era Matthew Scudder y que ella era Stacy Prager. Sugerí café, y fuimos al Red Flame y cogimos una mesa separada por biombos. Después de traernos el café, le dije que sentía mucho lo de su padre, pero que todavía no me podía imaginar por qué quería verme.

– No sé por qué se mató -dijo.

– Yo tampoco.

– ¿No? -Sus ojos exploraron mi cara.

Intenté imaginarla cómo era hace unos años fumando hachís y tomando píldoras, atropellando a un niño y alucinando lo bastante como para fugarse de lo que había hecho. Esa imagen no encajaba con la chica sentada al otro lado de la mesa de fórmica. Ahora parecía estar alerta, enterada y responsable, herida por la muerte de su padre, pero lo bastante fuerte para sobrellevarla.

– Usted es un detective -dijo.

– Más o menos.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Hago algunos trabajos privados como profesional independiente. Nada tan interesante como parece.

– ¿Y estaba trabajando para mi padre?

Negué con la cabeza.

– Le había visto una vez la semana pasada -dije, y a continuación repetí la historia de tapadera que le había dado a Jim Heaney-. Así que realmente no conocía a su padre en absoluto.

– Eso es muy extraño -dijo.

Removió su café, añadió más azúcar, volvió a removerlo. Lo sorbió y puso la taza en el plato. Le pregunté por qué era extraño.

– Vi a mi padre anteayer por la noche. Estaba esperando en mi apartamento cuando llegué a casa de clase. Me llevó a cenar. Hace eso, hacía eso, una o dos veces a la semana. Pero normalmente me llamaba primero para quedar. Dijo que simplemente lo hizo sin reflexionar y se arriesgó a que yo no llegara a casa.

– Entiendo.

– Estaba muy perturbado. ¿Es la palabra correcta? Estaba muy agitado, le inquietaba algo. Siempre tenía tendencia a ser un hombre propenso a cambiar bruscamente de humor, muy eufórico cuando las cosas iban bien, muy deprimido cuando no. Cuando empecé a estudiar Psicología Patológica y trataba el síndrome maníaco depresivo me venían unos tremendos ecos de mi padre. No quiero decir que estuviera loco, en ningún sentido de la palabra, sino que tenía el mismo tipo de cambios de humor. No le estorbaban en su vida, era solamente que tenía ese tipo de personalidad.

– ¿Y estaba deprimido anteayer por la noche?

– Era más que depresión. Era una combinación de depresión y el tipo de nerviosismo hiperactivo que consigues con anfetas. Habría pensado que había tomado algunas anfetas, salvo que sé qué opina respecto a las drogas. Yo tuve una etapa en que tomé drogas, hace unos años, y él dejó bastante claro lo que opinaba, así que realmente no pensé que hubiera tomado nada.

Bebió más café. No, no había ninguna pistola en su bolso. Ésta era una chica muy abierta. Si tuviera una pistola la habría usado inmediatamente.

Continuó:

– Cenamos en un restaurante chino en el barrio. Eso queda en la zona oeste alta, donde vivo. Apenas probó su comida. Personalmente, yo tenía mucha hambre, pero recibía sus vibraciones constantemente, y acabé sin comer mucho también. Su conversación se salía de tema todo el tiempo. Estaba muy preocupado por mí. Me preguntó varias veces si estaba usando drogas. No las uso, y se lo dije. Preguntó por mis clases, si estaba contenta con el curso y si sentía que iba por buen camino respecto a cómo me iba a ganar la vida. Me preguntó si estaba comprometida con alguien de modo romántico, le dije que no lo estaba. Nada serio. Y entonces me preguntó si le conocía a usted.

– ¿Sí?

– Sí. Dije que el único Scudder que conocía era el puente de Scudder Falls. Me preguntó si había estado en su hotel. Nombró el hotel y preguntó si había estado allí, y le dije que no. Dijo que allí era donde usted vivía. En realidad, no entendía lo que quería decir.

– Yo tampoco.

– Preguntó si alguna vez había visto a un hombre dar vueltas a un dólar de plata. Sacó un cuarto de dólar, le dio vueltas encima de la mesa y preguntó si había visto a algún hombre hacer eso con un dólar de plata. Dije que no y le pregunté si se encontraba bien. Contestó que estaba perfectamente y que era muy importante que no me preocupara por él. Dijo que si algo le ocurriese, que yo estuviera bien, que no me preocupara.

– Lo que le puso a usted más inquieta todavía.

– Claro. Temía…, temía toda clase de cosas, y tenía miedo de pensar en ellas. Como que pensé que podría ser que hubiese ido al doctor y se hubiese enterado de que le pasaba algo. Pero llamé al doctor al que siempre va, eso lo hice anoche, y no había estado allí desde su chequeo anual en noviembre pasado y no le pasaba nada entonces, excepto la presión arterial un poco alta. Claro, puede que fuera a algún otro médico, no se puede saber a no ser que se vea en la autopsia. Tienen que hacer autopsia en casos así, ¿señor Scudder?