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La miré.

– Cuando me llamaron, cuando me enteré de que se había matado, no me sorprendió.

– ¿Lo esperaba?

– Conscientemente, no. No lo esperaba realmente, pero una vez que lo vi, todo parecía encajar. De una manera u otra, supongo que sabía que me estaba intentando decir que iba a morirse, intentando atar los cabos sueltos antes de hacerlo. Pero no sé por qué lo hizo. Y entonces oí que usted estaba allí cuando lo hizo y me acordé de él preguntándome si sabía de usted, si le conocía y me preguntaba cómo encajaba usted en todo eso. Pensé que tal vez hubiera un problema en su vida y usted se lo estaba investigando, porque el policía dijo que usted era detective, y me preguntaba…, simplemente no entiendo de qué se trataba.

– No puedo imaginar por qué mencionó mi nombre.

– ¿Es cierto que no trabajaba para él?

– No. Y no tuve mucho contacto con él. Fue solamente un asunto superficial para confirmar las referencias de otro hombre.

– Entonces no tiene sentido.

Medité.

– Hablamos durante un rato la semana pasada -dije-. Supongo que es posible que algo que dijera yo tuviera un impacto especial en su mente. No puedo imaginar lo que pudo haber sido, pero tuvimos una de esas conversaciones divagantes, y puede ser que cogiera algo sin que yo lo notara.

– Supongo que ésa tendría que ser la explicación.

– No concibo otra cosa.

– Y entonces, lo que fuera, se quedó en su mente. Así que sacó su nombre a colación porque no podía cobrar suficiente ánimo para mencionar lo que fuera que dijo usted, o lo que relacionó. Y entonces cuando su secretaria dijo que usted estaba allí, se debió haber disparado su mente. Disparar. Ésa ha sido una elección de palabra muy interesante, ¿verdad?

El anuncio de mi presencia por la secretaria había disparado su mente. No cabía duda.

– No entiendo lo del dólar de plata. A menos que sea la canción. «Puedes hacer girar un dólar de plata en el suelo de una pista de baile y dará vueltas porque es redondo.» ¿Cuál es el verso siguiente? Algo de que una mujer nunca sabe qué hombre tan bueno pierde hasta que lo pierde, o algo así. Quizás quería decir que estaba perdiendo todo ahora, no sé. Supongo que su mente no estaba muy lúcida al final.

– Debió haber estado bajo tensión.

– Supongo que sí. -Apartó la mirada un momento-. ¿Le dijo a usted algo de mí alguna vez?

– No.

– ¿Está seguro?

Fingí concentrarme, entonces dije que estaba seguro.

– Sólo espero que se diera cuenta de que todo me marcha bien ahora. Eso es todo. Si tenía que morir, si pensaba que tenía que morir, por lo menos espero que supiera que yo estoy bien.

Estoy seguro de que lo sabía.

Había pasado por mucho desde que la llamaron y se lo dijeron. Desde antes: desde aquella cena en el chino. Y estaba pasando por mucho ahora. Pero no iba a llorar. No era una llorona. Era fuerte. Si él hubiera tenido la mitad de su fuerza, no habría tenido que matarse. En primer lugar, le habría dicho a Giros que se fuera a tomar por el culo, y no habría pagado el dinero del chantaje, no habría matado una vez, no habría tenido que intentar matar otra vez. Ella era más fuerte que lo que él había sido. No sé hasta qué punto puede uno enorgullecerse de ese tipo de fuerza. O la tienes o no.

– Así que ésa fue la última vez que le vio. En el restaurante chino -dije.

– Bueno, me acompañó caminando hasta mi apartamento. Entonces se marchó a casa en coche.

– ¿A qué hora fue eso? Cuando la dejó en su casa, quiero decir.

– No sé. Probablemente sobre las diez, o diez y media, quizás un poco más tarde. ¿Por qué lo pregunta?

Me encogí de hombros.

– Por nada. Llámelo una costumbre. Fui policía durante muchos años. Cuando un poli se queda sin nada más que decir, se encuentra haciendo preguntas. Apenas importa de qué sean las preguntas.

– Eso es interesante. Una especie de reflejo condicionado.

– Supongo que ése es el término.

Inspiró.

– Bueno -dijo-. Quiero darle las gracias por verme. Le he hecho perder el tiempo…

– Me sobra el tiempo. No me importa perder algo de vez en cuando.

– Sólo quise enterarme de lo que pudiera saber sobre…, sobre él. Pensaba que quizás hubiera algo, que hubiera dejado algún último mensaje para mí. Una nota, o una carta que quizás hubiese mandado. Supongo que es parte de no creer realmente que esté muerto, de que no puedo creer que nunca vaya a volver a oírle de algún que otro modo. Pensaba…, bueno, gracias, de todas formas.

No quería que me diera las gracias. No tenía ningún motivo en absoluto para dármelas.

Una hora más tarde, aproximadamente, logré hablar con Beverly Ethridge.

– Pensaba que tenía hasta el martes. ¿Te acuerdas?

– Quiero verla esta noche.

– Esta noche es imposible. Y todavía no tengo el dinero, y estuviste de acuerdo en darme una semana.

– Es otra cosa.

– ¿Qué?

– No por teléfono.

– ¡Por Dios! -dijo-. Esta noche es absolutamente imposible, Matt. Tengo un compromiso.

– Pensaba que Kermit estaba fuera jugando al golf.

– Eso no quiere decir que me quede sola en casa sentada.

– Lo puedo creer.

– Realmente eres un cabrón, ¿verdad? Estaba invitada a una fiesta. A una fiesta perfectamente respetable, de la clase donde mantienes puesta la ropa. Te podría ver mañana si es absolutamente necesario.

– Lo es.

– ¿Dónde y cuándo?

– ¿Qué tal La Jaula? Digamos sobre las ocho.

– La Jaula de Polly. Es un poco cutre, ¿no?

– Un poco -asentí.

– Y yo también, ¿eh?

– No he dicho eso.

– No, siempre eres el perfecto caballero. A las ocho en La Jaula. Estaré allí.

Le pude haber dicho que se relajara, que la partida había terminado, en lugar de dejarla pasar otro día bajo tensión. Pero me figuraba que podía aguantar la tensión. Y quería ver su cara cuando la soltara del anzuelo. No sé por qué. Quizás era ese tipo de chispa que nos producíamos mutuamente, pero quería estar allí cuando se enterara de que estaba completamente libre.

Huysendahl y yo no nos producíamos chispas. Le llamé a la oficina, pero no pude hablar con él y tuve la repentina idea de probar a ver si estaba en casa. No estaba allí, pero logré hablar con su mujer. Dejé el mensaje de que estaría en su oficina a las dos de la tarde del día siguiente y que volvería a llamar por la mañana para confirmar la cita.

– Y otra cosa -añadí-. Dígale que no tiene nada de lo que preocuparse en absoluto. Dígale que todo está bien ahora y que todo se arreglará perfectamente.

– ¿Y sabrá lo que significa eso?

– Lo sabrá -dije.

Eché una cabezadita, almorcé unos bocados de última hora en el francés de la parte de abajo de la manzana, luego volví a mi habitación y leí durante un rato. Estuve a punto de acostarme temprano, pero sobre las once mi habitación empezó a parecerse, un poco más de lo normal, a una celda monástica. Había estado leyendo Vidas de Santos, lo que quizás tuviera que ver con ello.

Fuera, estaba intentando decidirse a llover. Todavía San Pedro no se había decidido a abrir las compuertas. Di la vuelta a la esquina hacia Armstrong's. Trina me sonrió y me trajo una copa.

Sólo estuve allí durante una hora más o menos. Pensaba bastante en Stacy Prager, y todavía más en su padre. Me gustaba a mí mismo un poco menos, ahora que ya había conocido a la chica. Por otra parte, tenía que admitir que Trina tenía razón en lo que había sugerido la noche anterior.