– ¡Venga, Scudder! Intenta cogerme -dijo.
– Tengo toda la noche.
Frotó el pulgar sobre el filo de la navaja.
– Está afilada -dijo.
– Te creo.
– Sí, te lo voy a probar, tío.
Retrocedió un poco, moviéndose con la misma manera de arrastrar los pies, y supe lo que venía. Iba a arriesgarse en un asalto de frente, eso quería decir que ya no iba a ser cuestión de defenderse con evasivas, porque si no me apuñalaba en la primera arremetida, acabaría tumbándome al suelo y estaríamos luchando allí hasta que sólo uno de los dos se levantara. Controlaba sus pies y evitaba que me engañaran sus hombros y, cuando vino, me hallaba preparado.
Me tiré sobre una rodilla y me doblé por completo después de que él ya se hubiera lanzado y me levanté debajo de él, abrazándole por las piernas y de un golpe me di la vuelta e hice un esfuerzo. Usé las piernas, lanzándolo lo más alto y lejos posible, sabiendo que soltaría la navaja cuando cayera, sabiendo que estaría encima de él a tiempo de alejarla con el pie y darle una patada en la cabeza.
Pero no dejó caer la navaja. Subió alto, pataleando las piernas en el aire, y dio perezosamente la vuelta como un saltador olímpico, pero cuando bajó no había agua en la piscina. Tenía una mano extendida para parar la caída, pero no aterrizó bien. El impacto de su cabeza en el cemento fue como el de un melón que cae desde la ventana de un tercer piso. Estaba bastante seguro de que tendría el cráneo fracturado, y eso puede ser bastante para matarte.
Fui a verle y supe que no importaba que estuviera fracturado o no el cráneo, porque había aterrizado con la parte de atrás de la cabeza mientras caía de frente y ahora estaba en una postura que no puedes conseguir a no ser que tengas el cuello roto. Busqué el pulso sin esperar encontrarlo, y no daba señal. Le di la vuelta y puse el oído al pecho y no oí nada. Todavía tenía la navaja en la mano, pero ahora no le iba a servir de nada.
¡Joder!
Levanté la vista. Era uno de los griegos del barrio que bebía en Spiro y en Antares. Nos saludábamos de vez en cuando. No sabía su nombre.
– Vi lo que pasó -dijo-. El cabrón intentaba matarte.
– Eso es justamente lo que me puedes ayudar a explicar a la policía.
– ¡No, joder! Yo no vi nada, ¿sabes lo que quiero decir?
– No me importa lo que quieras decir. ¿Crees que me será difícil encontrarte si quiero? Vuelve al Spiro, coge el teléfono y marca el 911. Ni siquiera te hace falta una moneda de diez centavos para hacerlo. Diles que quieres denunciar un homicidio en el distrito 18 y dales la dirección.
– No sé.
– No te hace falta saber nada. Todo lo que tienes que hacer es lo que acabo de decirte.
– ¡Joder!, hay una navaja en su mano, cualquiera puede ver que fue en defensa propia. Está muerto, ¿no? Dijiste homicidio y de la manera que está torcido el cuello… No se puede caminar por las jodidas calles ya, toda la jodida ciudad es una jodida jungla.
– Haz la llamada.
– Mira…
– ¡Ignorante hijo de puta!, te daré más problemas de lo que serías capaz de creer. ¿Quieres a la poli volviéndote loco el resto de tu vida? Vete a hacer la llamada.
Se fue.
Me arrodillé al lado del cadáver y lo cacheé rápido, pero minuciosamente. Lo que quería era un nombre, pero no llevaba encima nada que lo identificara. Ninguna cartera, sólo una pinza para el dinero en forma de dólar. Parecía de plata auténtico. Tenía poco más de trescientos dólares. Devolví los billetes de uno y de cinco a la pinza y la puse en su bolsillo. Metí el resto en el mío. Tenía más utilidad para mí que para él.
Entonces me quedé allí de pie, esperando que apareciera la poli y preguntándome si mi amiguito les había llamado. Mientras esperaba, pasaron algunos taxis de vez en cuando a preguntar lo que había pasado y que si podían ayudar. Nadie se había molestado mientras el hombre Marlboro me agitaba la navaja, pero ahora que estaba muerto, todo el mundo quería vivir peligrosamente. Les mandé ir a otra parte, y esperé un poco más, finalmente un coche blanco y negro entró por la calle 57 e ignoró el hecho de que la Novena Avenida fuese dirección prohibida. Pararon la sirena y corrieron hasta donde yo estaba de pie junto al cadáver. Dos hombres vestidos de paisano: no reconocí a ninguno de los dos.
Expliqué brevemente quién era yo y lo que había ocurrido. El hecho de que yo mismo era un ex poli no importó nada. Llegó otro coche mientras estuve hablando con un equipo del laboratorio y luego una ambulancia.
Al equipo del laboratorio le dije:
– Espero que le vayan a tomar las huellas. No después de llevarle al depósito de cadáveres. Cojan las huellas ahora.
No preguntaron quién era yo para dar órdenes. Supongo que dieron por sentado que era un poli y que probablemente tuviera una graduación más alta que las suyas. El tío que llevaba traje de calle y con el que había estado hablando me levantó las cejas.
– ¿Huellas?
Asentí con la cabeza.
– Quiero saber quién es, no llevaba ninguna identificación.
– ¿Se molestó en mirar?
– Me molesté en mirar.
– No lo debe hacer, ¿sabe?
– Sí, lo sé. Pero quería saber quién se tomaba la molestia de matarme.
– Sólo un macarra, ¿no?
Negué con la cabeza.
– Me estuvo siguiendo el otro día. Me estaba esperando esta noche y me llamó por mi nombre. Un macarra corriente no investiga cuidadosamente.
– Pues, le están sacando las huellas, así que veremos lo que encontramos. ¿Por qué le querían matar a usted?
Dejé pasar la pregunta. Dije:
– No sé si es de la zona o no. Estoy seguro de que alguien tendrá una ficha suya, pero puede ser que nunca le hayan cogido en Nueva York.
– Pues miraremos a ver lo que tenemos. No creo que sea novato. ¿Y usted?
– No es probable.
– Lo tendrán en Washington si no tenemos nada nosotros. ¿Quiere venir a la comisaría? A lo mejor hay chicos que conoce de los viejos tiempos.
– Vale -dije-. ¿Sigue haciendo el café Gagliardi?
Su cara se nubló.
– Se murió -dijo-. Hace unos dos años. Un infarto, estaba sentado en su despacho y la palmó.
– Sí, era bueno. Hacía buen café también.
Capítulo 16
Mi declaración preliminar fue superficial. El hombre que la tomó, un detective llamado Birnbaum, se dio cuenta de ello. Simplemente dije que había sido asaltado por una persona a la que no conocía, en un lugar y momento específico; que mi agresor iba armado con una navaja y yo iba sin armas; y que había tomado medidas defensivas que incluyeron derribar a mi asaltante de tal manera que, aunque no tenía la intención, la caída resultante concluyó con su muerte.
– Ese tío te conocía por tu nombre -dijo Birnbaum-. Eso fue lo que dijiste antes.
– Correcto.
– Eso no aparece aquí. -Estaba quedándose calvo y se paró a frotarse donde había estado el pelo previamente-. También dijiste a Lacey que te había estado siguiendo los dos últimos días.
– Estoy seguro de que me fijé en él una vez y creo que le vi alguna vez más.
– ¡Ajá! Y quieres esperar mientras identificamos las huellas y enterarte de quién era.
– Correcto.
– No esperaste a ver si descubríamos alguna identificación encima de él. Lo que probablemente signifique que miraste y no llevaba nada.
– Quizás fue un presentimiento -sugerí-. Si un hombre sale a matar a alguien, no lleva identificación. Sólo una suposición por mi parte.