– ¿Y acusarla de qué?
– Dos cargos de conspiración para el asesinato.
– ¿Tienes las pruebas del chantaje?
– En un lugar seguro. Una caja de seguridad. Las puedo traer aquí dentro de una hora.
– Creo que te acompañaré a cogerlas.
Le miré.
– Quizás quiero ver realmente lo que tienes en el sobre, Scudder.
Hasta entonces había sido Matt. Me preguntaba cuál era el juego que quería jugar. Quizás estaba pescando, pero tenía idea de algo. Quizás quería tomar mi lugar en el juego de chantaje, sólo que quería dinero real, no el nombre de un asesino. Quizás imaginaba que los otros pichones habían cometido crímenes de verdad y que podía conseguir un reconocimiento al acabar con ellos. No le conocía lo suficientemente bien como para adivinar cuál podía ser su motivación, pero en realidad, era igual.
– No entiendo -dije-. Te doy información sobre un homicidio en bandeja de plata y quieres fundir la bandeja.
– Voy a mandar a dos chicos a que detengan a Ethridge. Mientras tanto, tú y yo vamos a abrir una caja de seguridad.
– Podría olvidarme de dónde dejé la llave.
– Y yo podría hacerte la vida muy difícil.
– No es tan fácil como parece. Queda a unas pocas manzanas de aquí.
– Todavía llueve -dijo-. Tomaremos un coche.
Fuimos en coche a la sucursal Manufacturers Hanover, en la calle 57 con la 58. Dejó el coche de policía en una parada de autobús. Todo eso para ahorrarse una caminata de tres manzanas, y ya no llovía tanto. Entramos, bajamos las escaleras a la cámara acorazada, le di mi llave al guardia y firmé la tarjeta.
– Pasó una cosa muy rara hace unos meses -dijo Guzik. Ahora que le seguía el juego estaba amable-. Una chica alquiló una caja de seguridad allá en el Chemical Bank, pagó sus ocho pavos al año y visitaba la caja tres o cuatro veces al día. Siempre con un tío, siempre un tío diferente. Así que el banco empezó a sospechar y nos pidieron que lo investigáramos y a que no sabes, la tía es una puta. En vez de alquilar una habitación en un hotel por diez pavos, coge sus clientes en la calle y los lleva al jodido banco, joder. Entonces saca su caja y la acompañan a la habitación pequeña, ella cierra la puerta con llave y le hace una mamada rápida en privado absoluto. Luego mete el dinero en la caja y vuelve a cerrarla con llave. Y sólo le cuesta ocho pavos al año, en vez de diez pavos cada cliente, y es más seguro que un hotel porque si le sale un loco no va a intentar darle una paliza en medio de un jodido banco, ¿verdad? No le pueden pegar y no le pueden robar, es perfecto.
El guardia ya había usado su llave y la mía para sacar la caja de la cámara acorazada. Me la dio y nos llevó a un cubículo. Entramos juntos, Guzik cerró la puerta y le dio vuelta a la llave. La habitación me resultaba un poco pequeña para el sexo, pero tengo entendido que la gente lo hace en los lavabos de aviones, y ésta en comparación era amplia. Le pregunté a Guzik lo que le pasó a la chica.
– ¡Ah!, dijimos al banco que no denunciara o sólo les daría la misma idea a todas las prostitutas. Les dijimos que le devolvieran su dinero de alquiler por la caja y que le dijeran que no querían seguir manteniendo relaciones económicas con ella, así que supongo que eso fue lo que hicieron. A lo mejor cruzó la calle y empezó a tratar con otro banco.
– Pero nunca recibisteis más quejas.
– No. Quizás ella tiene un amigo en el Chase Manhattan. -Se rió mucho de su propio chiste, entonces paró repentinamente-. Vamos a ver lo que hay en la caja, Scudder.
Se la di.
– Ábrela tú -dije.
La abrió y contemplé su cara mientras miraba todo. Hizo unos comentarios interesantes sobre las fotos que vio, y leyó el material escrito cuidadosamente. Entonces levantó la vista de repente.
– Esto es todo el material sobre la tía Ethridge.
– Eso parece -dije.
– ¿Y los otros?
– Supongo que estas cámaras acorazadas para cajas de seguridad no son tan seguras como se piensa. Alguien debió haber entrado y llevado todo lo demás.
– Hijo de puta.
– Tienes todo lo que necesitas, Guzik. Ni más ni menos.
– Alquilaste una caja diferente para cada uno. ¿Cuántas más hay?
– ¿Qué más da?
– Hijo de puta. Pues volvemos y preguntamos al guardia cuántas cajas más tienes aquí y las miraremos todas.
– Si quieres. Te puedo ahorrar tiempo.
– ¿De verdad?
– No sólo tres cajas diferentes, Guzik. Tres bancos diferentes. Y ni se te ocurra cachearme por las otras llaves o investigar los otros bancos o cualquier otra cosa que puedas tener en la cabeza. De hecho, puede ser una buena idea dejar de llamarme hijo de puta, porque puede que me ponga triste y que decida no cooperar, y tu caso se esfuma. Puede que relaciones a Ethridge y a Lundgren sin mí, pero lo tendrás dificilísimo si quieres encontrar algo que un fiscal quiera llevar a las Cortes.
Nos miramos mutuamente un rato. Un par de veces empezó a decir algo y un par de veces se dio cuenta de que no era una idea especialmente buena. Finalmente cambió algo en su cara y supe que había decidido pasar de eso. Tenía bastante, y tenía todo lo que iba a recibir, y lo decía su cara.
– ¡Diablos! -dijo-. Es el poli que llevo dentro. Quiero llegar al fondo de las cosas. Sin ofender, espero.
– En absoluto -dije. Supongo que no sonó muy convincente.
– A lo mejor ya sacaron a Ethridge de la cama. Voy a ver qué tiene que decir. Debe ser interesante. O quizás no la sacaron de la cama. Estas fotos, te divertirías más llevándola a la cama que sacándola. ¿Conseguiste algo de esto alguna vez, Scudder?
– No.
– No me importaría probar personalmente. ¿Quieres volver a la comisaría conmigo?
No quería ir a ningún sitio con él. No quería ver a Beverly Ethridge.
– Paso -dije-. Tengo una cita.
Capítulo 17
Pasé una media hora bajo la ducha con el agua lo más caliente que podía aguantar. Había sido una noche larga, y lo único que había dormido lo había hecho cuando cerré los ojos brevemente en la silla de Birnbaum. Casi me mataron y yo había matado al hombre que había intentado matarme a mí. El hombre Marlboro, John Michael Lundgren. Habría cumplido treinta y un años el mes siguiente. Le había echado menos, veintiséis, más o menos. Por supuesto, nunca le había visto bajo una luz especialmente buena.
No me importaba que estuviera muerto. Había intentado matarme y parecía que le agradaba la idea. Había matado a Giros y no era imposible que hubiera matado a gente anteriormente. Puede que no fuera un profesional del asesinato, pero parecía ser algo que le gustaba. Ciertamente le gustaba trabajar con la navaja, y los chicos que usan su navaja suelen excitarse sexualmente con sus armas. Las armas afiladas son aún más fálicas que las pistolas.
Me preguntaba si había usado una navaja con Giros. No era inconcebible. La oficina del médico forense no siempre lo esclarece todo. Hubo un caso hace tiempo, un cadáver sin identificar que pescaron del Hudson, lo examinaron y enterraron sin que nadie se fijara en que tenía una bala en el cráneo. Se enteraron sólo porque algún idiota le cortó la cabeza antes del entierro. Quería la calavera como ornamento para su mesa y al final encontraron la bala e identificaron la calavera por historiales dentales y se enteraron de que la mujer llevaba un par de meses ausente de su casa en Jersey.
Dejé que mi mente divagara porque habría otros pensamientos que quería evitar, pero al cabo de una media hora cerré la ducha, me sequé con la toalla, cogí el teléfono y les dije que no pasaran llamadas, que me apuntaran para que me despertaran a la una en punto.