No esperaba necesitar la llamada, porque sabía que no iba a poder dormir. Todo lo que podía hacer era tenderme sobre la cama, cerrar los ojos y pensar en Henry Prager y en cómo yo le había asesinado.
Henry Prager.
John Lundgren estaba muerto y yo le había matado. Le había roto el cuello y no me importó en absoluto, porque él había hecho todo lo posible para merecer esa muerte. Y a Beverly Ethridge la estaba interrogando intensivamente la policía, y era muy posible que sacaran lo suficiente como para meterla en la cárcel un par de años. También era posible que saliera, porque probablemente no había mucho para cerrar un caso, pero de todos modos no importaba, porque Giros tenía su venganza. Ella podía olvidarse de su matrimonio, su posición social y sus cócteles en el Pierre. Podía olvidarse de la mayor parte de su vida, y eso no me importaba tampoco, porque no era nada que no mereciera.
Pero Henry Prager nunca había matado a nadie y yo le había presionado lo bastante como para levantarse la tapa de los sesos y realmente no había manera de que pudiera justificar eso. Me había preocupado mucho cuando le había creído culpable de asesinato. Ahora sabía que era inocente, y me importaba infinitamente más.
Sí, había manera de racionalizarlo. Evidentemente su negocio le iba mal. Evidentemente había tomado muchas decisiones financieras erróneas en los últimos tiempos. Evidentemente se encontraba entre la espada y la pared y evidentemente había sido un maníaco depresivo marginal con tendencias al suicidio, eso estaba todo muy bien, pero yo había puesto la presión extra en un hombre que no estaba en situación alguna de saber dominarla, y había sido el colmo y no había manera de que pudiera racionalizarlo, porque era más que coincidencia que hubiera elegido mi visita a su oficina para poner la pistola en la boca y apretar el gatillo.
Me quedé allí tumbado con los ojos cerrados y deseé una copa. Me apetecía muchísimo una copa.
Pero todavía no. No hasta que cumpliera mi cita y dijera a un joven pederasta de mucho porvenir que no tenía que pagarme cien mil dólares y que si podía conseguir engañar a bastante gente durante bastante tiempo, podía seguir adelante y ser gobernador.
Antes de que terminara de hablarle, tenía la sensación de que a fin de cuentas, podría ser que no fuera un mal gobernador. Debió haberse dado cuenta, en el momento en que me senté al otro lado de su mesa, que iba a ser ventajoso para él escucharme sin interrumpir. Lo que tenía que decir debió haberle supuesto una completa sorpresa, pero simplemente se quedó allí sentado con aire absorto, escuchando atentamente, asintiendo con la cabeza de vez en cuando como forma de puntuar las frases. Le dije que estaba fuera del anzuelo, que realmente nunca estuvo cogido, que todo había sido una estratagema diseñada para atrapar a un asesino sin tener que sacar la ropa sucia de otra gente al público. Tardé en contárselo, porque quería decírselo todo de golpe.
Cuando terminé, se echó para atrás en la silla, recostándose y miró al techo. Entonces bajó los ojos para encontrarse con los míos y dijo su primera palabra.
– Extraordinario.
– Tenía que presionarle a usted tanto como tuve que presionar a los otros -dije-. No me gustaba, pero era lo que tenía que hacer.
– ¡Bah!, ni siquiera sentí tanta presión, Sr. Scudder. Reconocí que usted era un hombre razonable y que sólo era cuestión de reunir el dinero, una labor que no parecía imposible en absoluto. -Cruzó las manos encima de la mesa-. Me es difícil digerir todo esto de golpe. Usted era un chantajista perfecto, ¿sabe?, y ahora por lo visto en primer lugar nunca ha sido un chantajista. Nunca me ha gustado tanto el haber sido engañado. Y las, eh…, fotografías…
– Han sido destruidas todas.
– Me imagino que debo creerle. ¡Pero qué objeción más tonta! Todavía le veo, como chantajista, y eso es absurdo. Si fuera un chantajista tendría que creer de todos modos que no habría guardado copias de las fotografías, siempre llegaría a eso al final, pero como no me ha extorsionado desde el principio, realmente no tiene sentido que me preocupe de que lo haga en el futuro, ¿verdad?
– Pensé en traer las fotos. También pensé que me podía atropellar un autobús en el camino aquí, o dejar el sobre olvidado en un taxi. -Pensé que a Giros le había inquietado que le atropellara un autobús-. Parecía más simple quemarlas.
– Le aseguro, no tenía ningún deseo de verlas. Sólo el saber que ya han dejado de existir, eso es todo lo que necesito para sentirme mucho mejor con respecto a ellas. -Sus ojos me examinaron-. Corrió usted un riesgo terrible, ¿no? Le podían haber matado.
– Casi lo consiguen. Dos veces.
– No puedo comprender por qué se expuso de esa manera.
– No estoy seguro de entenderlo yo mismo. Digamos que le estaba haciendo un favor a un amigo.
– ¿Un amigo?
– Giros Jablon.
– Una persona extraña para elegir como amigo, ¿no cree?
Me encogí de hombros.
– Bueno, supongo que sus motivos no importan mucho. Desde luego, tuvo un éxito admirable.
De eso estaba yo seguro.
– Cuando me sugirió usted por primera vez que podría conseguir esas fotografías mías, expresó su reclamación disfrazada en términos de recompensa. Un toque ameno, en efecto. -Sonrió-. Sin embargo, sí que creo que merece usted una recompensa. Quizás no cien mil dólares, pero sí algo sustancioso, digamos. En este momento no tengo encima mucho dinero en metálico…
– Un talón será perfecto.
– ¿Sí? -Me miró un momento, luego abrió un cajón y sacó un talonario, del tipo grande, con tres talones cada página. Destapó un bolígrafo, rellenó la fecha y me miró-. ¿Puede sugerir una cantidad?
– Diez mil dólares -dije.
– No tardó mucho en pensar una cantidad.
– Es la décima parte de lo que estaba dispuesto a pagar a un chantajista. Parece una suma razonable.
– No irrazonable, y una ganga desde mi punto de vista. ¿Lo pongo al portador o lo nominalizo?
– De ninguna de las dos maneras.
– ¿Perdón?
No era de mi competencia perdonarle. Dije:
– No quiero el dinero para mí. Giros me contrató y me pagó bastante bien por mi tiempo.
– Entonces…
– Nominalícelo a la Ciudad de los Chicos. A la Ciudad de los Chicos del padre Flanagan. Creo que está en Nebraska, ¿no?
Puso el bolígrafo sobre la mesa y me miró fijamente. Se sonrojó un poco, y entonces o vio el humor o el político se asomó, porque echó para atrás la cabeza y se rió. Era una risa bastante buena. No sé si lo sentía o no, pero ciertamente sonaba auténtica.
Rellenó el talón y me lo dio. Me dijo que tenía un sentido de la justicia poética maravilloso. Doblé el talón y me lo metí en el bolsillo.
– Así que la Ciudad de los Chicos. ¿Sabe, Scudder?, todo aquello está muy en el pasado. El tema de esa fotografías. Fue una debilidad, una debilidad muy desgraciada y mutilante, pero todo está en el pasado -dijo.
– Si usted lo dice.
– De hecho hasta el deseo está completamente extinguido, el demonio en cuestión exorcizado. Aunque no lo estuviera, no tendría ninguna dificultad de resistir el impulso. Tengo una carrera que me es demasiado importante para arriesgarla. Durante estos últimos meses he aprendido realmente el significado de arriesgarse.
No dije nada. Se puso de pie, caminó un poco por el despacho y me contó todos los planes que tenía para el gran estado de Nueva York. No presté demasiada atención. Sólo escuché el tono, y determiné que era bastante sincero. Quería ser gobernador de verdad, eso siempre fue obvio, pero parecía querer ser gobernador por motivos bastante buenos.
– Bueno -dijo al final-. Parece que he encontrado la oportunidad para dar un discurso, ¿verdad? ¿Podré contar con su voto, Scudder?