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No sé cuánto tiempo me quedé allí sentado. Un par de horas, supongo. Periódicamente un mendigo se me acercaba. A veces contribuía a la siguiente botella de vino dulce. A veces mandaba al tío a tomar por el culo.

Cuando dejé el parque y me dirigí a la Novena Avenida, San Pablo estaba cerrada. Sin embargo, la parte de abajo estaba abriendo. Era demasiado tarde para rezar, pero la hora justa para el bingo.

Armstrong's estaba abierto, y había sido una noche y un día muy secos. Les dije que pasaran del café.

Las siguientes cuarenta horas fueron algo borrosas. No sé cuánto tiempo me quedé en Armstrong's o adonde fui después de eso. En algún momento del viernes por la mañana, me desperté solo en una habitación de hotel en la calle 40, una habitación miserable, el tipo de hotel donde las putas de Times Square llevan a sus clientes. No tenía recuerdos de ninguna mujer y mi dinero estaba allí, así que parecía que probablemente me había inscrito solo. Había una botella de medio litro de bourbon sobre la cómoda, a la que le faltaban dos tercios. La terminé, dejé el hotel y seguí bebiendo. La realidad se iba y venía y en algún momento de aquella noche debí haber decidido terminar, porque logré encontrar el camino de mi hotel.

El sábado por la mañana me despertó el teléfono. Parecía que había sonado mucho tiempo antes de que me despejara lo bastante como para cogerlo. Logré tirarlo de la mesita de noche al suelo y antes de cogerlo y ponerlo al oído, estaba cerca de la conciencia.

– Eres difícil de localizar -dijo-. Llevo desde ayer intentando hablar contigo. ¿No recibiste mis mensajes?

– No paré en recepción.

– Tengo que hablar contigo.

– ¿De qué?

– Cuando te vea. Estaré ahí dentro de diez minutos.

Le dije que me diera una media hora. Dijo que me vería en el vestíbulo. Contesté que de acuerdo.

Me puse debajo de la ducha, primero caliente, después fría. Tomé un par de aspirinas y bebí un montón de agua. Tenía resaca, que por cierto merecía, pero aparte de eso me encontraba bien. Beber me había purgado. Todavía llevaría la muerte de Henry Prager conmigo -no puedes negar el peso de tales cargas-, pero logré ahogar algo de la culpabilidad, y ya no era tan opresiva como había sido.

Cogí la ropa que había tenido puesta, la enrollé y la metí en el armario. Con el tiempo decidiría si la lavandería podría devolverle su forma, pero de momento, ni siquiera lo quería pensar. Me afeité, me puse ropa limpia y bebí dos vasos más de agua del grifo. La aspirina me había quitado el dolor de cabeza, pero estaba deshidratado de tantas horas de haber bebido fuertemente, y cada célula de mi cuerpo tenía una sed insaciable.

Alcancé el vestíbulo antes de que llegara. Miré en recepción y descubrí que había llamado cuatro veces. No había más mensajes y ningún correo de importancia. Estaba leyendo una carta sin importancia -una compañía de seguros me daría un memorándum forrado de cuero completamente gratis si les decía mi fecha de nacimiento-, cuando entró Guzik. Llevaba un traje bien hecho, tenías que mirar bien para ver que llevaba pistola.

Se me acercó y tomó la silla al lado mío. Me volvió a decir que era difícil de localizar.

– Quise hablarte después de ver a Ethridge -dijo-. ¡Dios, cómo es!, ¿verdad? Viene con clase y la abandona y viceversa. Un minuto no puedes creer que alguna vez fuera puta, y al minuto siguiente, no puedes creer que fuera algo más que eso.

– Es bastante extraña, es verdad.

– ¡Vaya que sí! Sale hoy.

– ¿Bajo fianza? Pensaba que la acusarían de asesinato en primer grado.

– Fianza no. No la acusamos de nada, Matt. No tenemos ninguna prueba.

Le miré. Sentía los músculos del antebrazo tensándose.

– ¿Cuánto le costó? -le pregunté.

– Ya te dije, no es bajo fianza, Matt. Nosotros…

– ¿Cuánto le costó comprar la salida de una acusación de asesinato? Siempre oí que podías lavar un homicidio si tenías bastante pasta. Nunca lo vi hacer, pero oí hablar de ello, y…

Estuvo en un tris de pegarme y, Dios mío, estaba esperando que lo hiciera, porque quería una excusa para empotrarle en la pared. Un tendón destacaba en su cuello y los ojos se le cerraron casi por completo como los de un gato. Entonces de repente, se relajó y la cara recuperó su color original.

– Bueno, tendrías que tomarlo así, ¿verdad? -dijo.

– ¿Entonces?

Negó con la cabeza.

– No tenemos pruebas -dijo otra vez-. Eso era lo que intentaba decirte.

– ¿Y Giros Jablon?

– Ella no le mató.

– Su valentón lo hizo. Su chulo, lo que fuera. Lundgren.

– Imposible.

– ¡Joder!

– Imposible -dijo Guzik-. Estaba en California. En una ciudad llamada Santa Paula, que queda a medio camino de Los Ángeles y Santa Bárbara.

– Voló aquí y volvió volando.

– Imposible. Estuvo allí desde unas semanas antes de pescar a Giros del río hasta un par de días después, y nadie va a cambiar esa coartada. Estuvo treinta días en la cárcel municipal de Santa Paula. Le detuvieron por asalto y dejaron que se confesara culpable de embriaguez y desorden público. Cumplió los treinta días enteros. No hay manera de que estuviera en Nueva York cuando Giros se murió.

Le miré fijamente.

– Bueno, tal vez tuviera otro novio -siguió-. Pensamos que eso era posible. Podríamos intentar encontrarlo, pero ¿tiene sentido hacerlo así? No usaría un tío para matar a Giros y otro para seguirte a ti. No tiene sentido.

– ¿Y qué hay de mi asalto?

– ¿Qué sobre eso? -Se encogió de hombros-. Quizás ella lo provocó. Quizás no. Jura que no. Su historia es que lo llamó para pedirle consejo cuando empezaste a apretarle los tornillos, y él vino en avión a ver si podía ayudar. Dice que le dijo a él que no se pusiera bruto, que pensaba que podría pagarte. Ésa es su historia, pero, ¿qué puedes esperar que diga? Quizás quería que te matara y quizás no, pero ¿cómo puedes reunir lo suficiente como para hacer un caso? Lundgren está muerto, y nadie más tiene información que la comprometa a ella de todas formas. No hay pruebas para asociarla con el ataque tuyo. Puedes probar que conocía a Lundgren y puedes probar que tenía un motivo para quererte muerto. No puedes probar ningún tipo de cargo, de cómplice o conjura. No puedes encontrar nada para conseguir una acusación, ni siquiera puedes encontrar algo que hiciera a los de la oficina del fiscal tomarlo todo en serio.

– ¿No hay manera de que el historial de Santa Paula esté equivocado?

– No. Giros habría tenido que pasar un mes en el río, y no fue así.

– No. Estaba vivo diez días antes de cuando se encontró el cadáver. Hablé con él por teléfono. No lo entiendo. Ella tenía que tener otro cómplice.

– Quizás. El polígrafo dice que no.

– ¿Consintió en pasar el detector de mentiras?

– Nunca se lo pedimos. Lo exigió ella. Le suelta por completo del anzuelo en cuanto a lo de Giros. No está tan claro en cuanto al ataque tuyo. El experto que le administró la prueba dice que hay un poco de estrés implicado, que imaginaba que ella sabía y a la vez no sabía que Lundgren iba a intentar matarte. Como que lo sospechaba, pero no lo habían hablado, y ella había conseguido evitar pensar en ello.

– Esas pruebas no son siempre el cien por cien acertadas.

– Son bastante ciertas, Matt. A veces le hacen parecer culpable a una persona cuando no lo es, sobre todo si el operador no es muy bueno. Pero si dicen que eres inocente, es una apuesta bastante segura de que lo eres. Creo que deberían ser admisibles en el Juzgado.

Siempre pensé de esa manera. Me quedé sentado allí un rato intentando pasarlo todo por la mente, hasta asimilarlo todo. Tardó. Mientras tanto, Guzik seguía hablando del interrogatorio de Beverly Ethridge, subrayando sus comentarios con observaciones sobre lo que le gustaría hacer con ella. No le presté mucha atención.