Выбрать главу

– Lo del coche no fue cosa de él. Debí haberme dado cuenta de eso -dije.

– ¿Cómo?

– El coche -contesté-. Te dije que un coche intentó atropellarme una noche. La misma noche en que me fijé en Lundgren por primera vez, y el lugar fue el mismo que donde me atacó con la navaja, así que tuve que pensar que fue el mismo hombre en ambas ocasiones.

– ¿Nunca viste al conductor?

– No. Me figuré que era Lundgren porque me había estado siguiendo anteriormente esa noche, pensé que me había estado controlando. Pero no pudo ser así. No sería su estilo. Le gustaba demasiado aquella navaja.

– ¿Entonces, quién era?

– Giros dijo que alguien saltó el bordillo detrás de él. Lo mismo.

– ¿Quién?

– Más la voz por teléfono. Entonces no hubo más llamadas.

– No te sigo, Matt.

Le miré.

– Estoy intentando hacer encajar las piezas. Eso es todo. Alguien mató a Giros.

– La cuestión es quién.

Asentí con la cabeza.

– Ésa es la cuestión -dije.

– ¿Una de las otras personas de quien te dio información?

– Todos tiene coartada -dije-. Quizás tuviera más personas detrás de él de lo que dijo. Quizás añadió a alguien en la lista después de darme el sobre. ¡Demonios!, quizás alguien le atracó por su dinero, le golpeó demasiado fuerte, se aterró y tiró su cadáver al río.

– Ocurre.

– Claro que ocurre.

– ¿Crees que sabremos algún día quién le mató?

Negué con la cabeza.

– ¿Y tú?

– No -dijo Guzik-. No, no creo que lo vayamos a saber nunca.

Capítulo 19

Nunca antes había estado en el edificio. Había dos porteros de guardia y un hombre en el ascensor. Los porteros se aseguraron de que me esperaban, y el ascensorista me subió rápidamente dieciocho plantas e indicó qué puerta era la que estaba buscando. No se movió hasta que hube llamado al timbre y me hubieron admitido.

El apartamento era tan impresionante como el resto del edificio. Tenía una escalera que daba a una segunda planta. Una criada de piel aceitunada me llevó a un gabinete con las paredes de paneles de roble y una chimenea. La mitad de los libros de las estanterías estaban forrados en cuero. Era una habitación muy cómoda en un apartamento muy amplio. El apartamento había costado casi doscientos mil dólares y el mantenimiento mensual llegaba a unos mil quinientos.

Cuando tienes bastante dinero, puedes comprar casi todo lo que quieres.

– Estará con usted dentro de un momento -dijo la criada-. Dice que se sirva una copa.

Señaló un mueble bar al lado de la chimenea. Había hielo en un cubo de plata y un par de docenas de botellas. Me senté en una silla de cuero rojo y esperé.

No tuve que esperar mucho. Entró en la habitación. Llevaba pantalones blancos de franela y una chaqueta ligera de cuadros. Llevaba unas zapatillas de cuero en los pies.

– ¡Bueno, bueno! -dijo. Sonrió para enseñarme que se alegraba de verme-. Tomará una copa, espero.

– Ahora mismo, no.

– En realidad es un poco temprano para mí también. Parecía muy urgente por teléfono, señor Scudder. Saco la consecuencia de que se ha pensado dos veces lo de trabajar para mí.

– No.

– Me dio la impresión…

– Eso era para entrar aquí.

Frunció el entrecejo.

– No estoy seguro de entender.

– Realmente no estoy seguro de si entiende o no, señor Huysendahl. Creo que debería cerrar la puerta.

– No me gusta su tono.

– No le va a gustar nada de esto -dije-. Le gustará menos con la puerta abierta. Creo que debería cerrarla.

Estuvo a punto de decir algo, quizás otra observación sobre mi tono de voz y de cómo no le gustaba y, en lugar de eso, cerró la puerta.

– Siéntese, señor Huysendahl.

Estaba acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas, y pensé que iba a formar una escena. Pero se sentó y su cara no era lo suficiente máscara para prevenir que supiera que él ya sabía de qué se trataba. Yo lo habría sabido de todos modos, porque no había otra manera de encajar las piezas, pero su cara lo confirmó.

– ¿Me va a decir de qué se trata todo esto?

– ¡Oh, sí que se lo voy a decir! Pero creo que ya lo sabe. ¿Verdad?

– Por supuesto que no.

Miré por encima de su hombro un óleo del antepasado de alguien. Quizás uno de los suyos. No vi ningún parecido familiar, sin embargo.

– Usted mató a Giros Jablon.

– Está loco.

– No.

– Ya se ha enterado de quién mató a Jablon. Me dijo eso anteayer.

– Estaba equivocado.

– No sé adónde quiere llegar, señor Scudder…

– Un hombre intentó matarme el miércoles por la noche -dije-. Eso lo sabe. Suponía que fue el mismo hombre que mató a Giros, y logré asociarle con uno de los otros mamones de Giros, por lo que pensé que eso le libraba a usted. Pero resulta que él no podía haber matado a Giros porque estaba al otro lado del país en ese momento. Su coartada para la muerte de Giros era de lo más sólida. Estaba en la cárcel en aquel momento.

Le miré. Ahora estaba paciente, escuchándome con la misma mirada fija con que me había mirado el jueves por la tarde cuando le dije que estaba libre.

– Tenía que saber que él no era el único implicado, que más de una de las víctimas de Giros había decidido luchar. El hombre que intentó matarme era un solitario. Le gustaba usar una navaja. Pero había sido atacado antes por uno o más hombres en un coche, un coche robado. Y unos minutos después del ataque recibí una llamada de ese hombre mayor con acento neoyorquino. Había recibido una llamada de él anteriormente. No tenía sentido que el artista de la navaja tuviera a otra persona implicada. Así que otra persona estaba detrás del numerito con el coche, y otra persona era responsable de pegarle a Giros en la cabeza y tirarle al río.

– Eso no significa que yo tuviera algo que ver con ello.

– Yo creo que sí. En cuanto se saca de escena al hombre de la navaja es obvio que todo le señala a usted desde el principio. Él era un amateur, pero en otros aspectos la operación era toda bastante profesional. Un coche robado en otro barrio con un hombre bueno tras el volante. Unos hombres fueron lo bastante buenos para encontrar a Giros cuando no quería que le encontraran. Usted tenía el dinero para contratar ese tipo de talento. Y tenía las conexiones.

– Eso son tonterías.

– No -dije-. He estado pensando en ello. Una cosa que me confundió fue su reacción en la oficina la primera vez. No sabía que Giros estaba muerto hasta que le enseñé el artículo en el periódico. Casi le descarté porque no podía creer que pudiera fingir una reacción tan bien. Pero claro, no era fingida. Realmente no sabía que estuviera muerto, ¿verdad?

– Por supuesto que no. -Estiró el torso-. Y creo que eso es una prueba bastante buena de que no tuve nada que ver con su muerte.

Negué con la cabeza.

– Sólo significa que todavía no sabía de ella. Y el darse cuenta de que Giros estaba muerto y que el juego no acababa con su muerte le aturdió. No sólo tenía pruebas contra usted, sino que también sabía que estaba relacionado con Giros y constituía un posible sospechoso de su muerte. Naturalmente eso le desconcertó un poco.

– No puede probar nada. Puede decir que contraté a alguien para matar a Giros. No lo hice y le puedo jurar que no lo hice.

Pero eso es algo que difícilmente pueda probar. Lo importante es que no me incumbe probarlo, ¿verdad?

– No.

– Y usted me puede acusar de lo que quiera, pero tampoco tiene ni media prueba, ¿verdad?