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– No. No tengo.

– Entonces quizás me puede decir por qué decidió venir aquí esta tarde, señor Scudder.

– No tengo pruebas. Eso es verdad. Pero tengo otra cosa, señor Huysendahl.

– ¿Sí?

– Tengo esas fotografías.

Me miró boquiabierto.

– Me dijo claramente…

– Que las había quemado.

– Sí.

– Tenía la intención de hacerlo. Era más fácil decir que ya lo había hecho. He estado ocupado desde entonces y no tuve tiempo para llevarlo a cabo. Y entonces esta mañana me enteré de que el hombre de la navaja no era el mismo que había matado a Giros y examiné algunas de las cosas que ya sabía, y vi que tenía que ser usted. Así que menos mal que no quemé esas fotos, ¿verdad?

Se puso de pie lentamente.

– Creo que después de todo tomaré esa copa -dijo.

– Adelante.

– ¿Me acompaña?

– No.

Puso unos cubitos de hielo en un vaso alto, vertió whisky escocés y añadió soda. Se tomó su tiempo sirviendo la copa, luego se acercó a la chimenea y apoyó el codo en la repisa de roble bruñido. Sorbió unas cuantas veces antes de girar a mirarme de nuevo.

– Entonces estamos al principio de nuevo -dijo-. Y ha decidido chantajearme.

– No.

– ¿Por qué entonces es tan afortunado de no haber quemado las fotos?

– Porque es la única presa que tengo en usted.

– ¿Y qué va a hacer con ello?

– Nada.

– Entonces…

– Es lo que va a hacer usted, señor Huysendahl.

– ¿Y qué voy a hacer yo?

– No va a presentarse para gobernador.

Me miró fijamente. Realmente no quería mirarle a los ojos, pero me esforcé. Ya no intentaba mantener una máscara sobre la cara y pude observar cómo tanteaba un pensamiento tras otro y encontraba que ninguno le llevaba a ningún sitio.

– ¿Lo ha pensado bien, señor Scudder?

– Sí.

– Detenidamente, supongo.

– Sí.

– Y no hay nada que desee, ¿verdad? Dinero, poder, las cosas que la mayoría de la gente quiere. No haría nada por mí que mandara otro talón a la Ciudad de los Chicos.

– No.

Asintió con la cabeza. Se frotó la punta del mentón con un dedo.

– No sé quién mató a Jablon -dijo.

– Me lo suponía.

– No ordené que le mataran.

– La orden tuvo su origen en usted. De una forma u otra, es el hombre de arriba.

– Probablemente.

Le miré.

– Preferiría creer otra cosa -dijo-. Cuando me dijo el otro día que había encontrado al hombre que mató a Jablon me tranquilicé enormemente. No porque pensara que fuera posible que se me asociara con el asesinato o que alguna pista le condujera a mí, sino porque francamente no sabía si era responsable de su muerte de alguna manera.

– No lo ordenó directamente.

– No, por supuesto que no. No quería que mataran al hombre.

– Pero alguien en su organización…

Suspiró pesadamente.

– Parece que alguien decidió llevar el asunto en sus manos. Yo… confié a varias personas que me estaban chantajeando. Parecía que tal vez fuera posible recuperar las pruebas sin acceder a las intimidaciones de Jablon. Lo más importante era inventar una manera en la que se pudiera comprar el silencio de Jablon de forma definitiva. El problema del chantaje es que uno nunca deja de pagar. El ciclo puede mantenerse para siempre, no hay ningún control.

– De modo que alguien intentó asustar a Giros una vez con un coche.

– Así parece.

– Y cuando eso no funcionó, alguien contrató a alguien para contratar a alguien para matarle.

– Supongo que sí. No puede probarlo. Lo que quizás es más importante, yo no lo puedo probar.

– Pero lo creía todo el tiempo, ¿no? Porque me avisó de que un pago era lo que iba a recibir y que si intentaba sacar más, me matarían.

– ¿De veras dije eso?

– Creo que se acuerda de haberlo dicho, señor Huysendahl. Yo debí haber visto el significado de ello entonces. Estaba usted pensando en el asesinato como arma de su arsenal. Porque ya la había usado una vez.

– Nunca tuve la intención, ni por un instante, de que Jablon muriera.

Me puse de pie.

– Estuve leyendo algo el otro día sobre Thomas Becket. Era amigo íntimo de uno de los reyes de Inglaterra. Uno de los Enriques, creo que Enrique II.

– Creo que veo la analogía.

– ¿Sabe la historia? Cuando llegó a ser arzobispo de Canterbury dejó de ser el amiguito de Enrique y jugaba según su conciencia. Eso le molestó a Enrique e informó a algunos de sus esbirros. «¡Ay!, que me libren de ese cura rebelde.»

– Pero nunca tuvo la intención de que Thomas fuera asesinado.

– Ésa fue su historia -asentí-. Sus subordinados decidieron que Enrique había promulgado el certificado de la muerte de Thomas. Enrique no lo vio así de ninguna manera, sólo había estado pensando en voz alta, y estuvo muy apesadumbrado cuando oyó que Thomas estaba muerto. O por lo menos fingió estar muy apesadumbrado. No está por aquí, así que no se lo podemos preguntar.

– Y usted es de la opinión de que Enrique fue responsable.

– Digo que no le votaría para ser gobernador de Nueva York.

Terminó su copa. Puso la copa encima de la barra y se sentó en su silla de nuevo, cruzando una pierna encima de otra.

– Si me presento para gobernador… -dijo.

– Entonces todos los periódicos de mayor tirada del estado reciben una colección completa de esas fotografías. Hasta que se presente para gobernador, se quedan donde están.

– ¿Dónde es eso?

– Un sitio muy seguro.

– Y no tengo opción.

– No.

– Ninguna otra elección.

– Ninguna.

– Quizás pueda identificar al hombre responsable de la muerte de Jablon.

– Quizás sí. También es posible que no pueda. ¿Pero de qué serviría eso? Seguro que es un profesional y no habría pruebas para relacionarle ni con usted ni con Jablon, menos todavía para llevarle a juicio. Y no podría usted hacer nada con él sin exponerse.

– Está poniendo esto muy difícil, Scudder.

– Lo estoy poniendo muy fácil. Todo lo que tiene que hacer es olvidarse de ser gobernador.

– Sería un gobernador excelente. Si le gustan tanto las analogías históricas puede considerar a Enrique II de nuevo. Se le tiene como uno de los mejores monarcas de Inglaterra.

– Yo qué sé.

– Yo sí. -Me contó unas cosas sobre Enrique. Según lo que me dijo, sabía bastante sobre el tema. Tal vez fuera interesante. No le presté mucha atención. Entonces a continuación me dijo un poco más sobre lo buen gobernador que sería, lo que conseguiría para la gente del estado.

Le corté.

– Tiene muchos planes, pero eso no significa nada. No sería un buen gobernador. No será ningún tipo de gobernador, porque no le voy a dejar, pero no sería bueno porque es capaz de elegir gente para trabajar con usted que son capaces del asesinato. Eso es suficiente para descalificarlo.

– Podría despedir a esas personas.

– No tendría manera de saber si lo hace o no. Y ni siquiera son tan importantes los individuos.

– Ya veo. -Suspiró de nuevo-. No era mucho ese hombre, ¿sabe? No estoy justificando el asesinato cuando digo eso. Era un criminal de poca monta y un chantajista de bajísima calidad. Empezó por atraparme, alimentándose de una debilidad personal, y luego intentó sangrarme.

– Era poca persona -asentí.

– Sin embargo, su asesinato le es tan significativo.

– No me gusta el asesinato.

– Entonces cree que la vida humana es sagrada.

– No sé si creo que algo sea sagrado. Es una cuestión muy complicada. He matado. Hace unos pocos días maté a un hombre. Pero antes de eso, contribuí a la muerte de un hombre. Mi contribución fue involuntaria. Eso no me ha hecho sentir mejor al respecto. No sé si la vida humana es sagrada. Simplemente no me gusta el asesinato. Y usted está en vías de salir libre de un asesinato, y eso me preocupa, y hay sólo una cosa que voy a hacer al respecto. No quiero matarle, no quiero exponerle, no quiero hacer ninguna de esas dos cosas. Estoy harto de interpretar una versión incompetente de Dios. Sólo voy a mantenerle fuera de Albany.