Se puso de pie.
– No seguiré pagando indefinidamente -dijo-. No puedo vivir bajo una guillotina. Maldita sea, no debería tener que vivir así.
– Pensaremos en algo.
– No quiero que se destroce la vida de mi hija. Pero no me van a sangrar hasta morirme.
Cogí el dólar de plata y lo metí en el bolsillo. No podía creer que él hubiera matado a Giros, pero a la vez no le podía descartar y estaba hartándome del papel que jugaba yo. Empujé la silla para atrás y me puse de pie.
– ¿Entonces?
– Estaré en contacto -dije.
– ¿Cuánto me va a costar?
– No sé.
– Le pagaré a usted lo que le pagaba a él. No pagaré más.
– ¿Y hasta cuándo me pagará a mí? ¿Hasta siempre?
– No entiendo.
– Quizás yo pueda pensar en algo que nos guste a los dos -dije-. Le avisaré cuando lo sepa.
– Si quiere decir un pago solo, ¿cómo sé que puedo fiarme de usted?
– Ésa es una de las cosas que hay que pensar -dije-. Estaré en contacto.
Capítulo 5
Había quedado con Beverly Ethridge en el bar del Hotel Pierre a las siete. Desde la oficina de Prager fui caminando a otro bar, en la avenida Madison. Resultó ser un sitio para gente del mundo de la publicidad y el nivel de ruido y tensión eran molestos. Tomé un poco de bourbon y me marché.
Mientras iba subiendo la Quinta Avenida, paré en la iglesia de Santo Tomás y me senté en un banco. Descubrí las iglesias poco después de abandonar la policía y de alejarme de Anita y los niños. No sé lo que tienen realmente. Son uno de los poquísimos sitios en Nueva York donde una persona tiene sitio para pensar, pero no sé si ése es el único atractivo para mí. Parece lógico suponer que hay una especie de búsqueda personal implicada, aunque realmente no tengo ni idea de lo que puede ser. No rezo. No me parece que crea en nada.
Pero son lugares perfectos para sentarse y pensar. Me quedé sentado en Santo Tomás y pensé en Henry Prager un rato. Los pensamientos no me llevaron a ningún sitio en particular. Si hubiera tenido una cara más expresiva y menos cautelosa, yo podría haber aprendido algo de una manera u otra. No había hecho nada por lo que fuera descubierto, pero sí había sido lo bastante listo para acabar con el Giros cuando el Giros ya estaba en guardia, sería lo suficientemente listo como para no descubrirse ante mí.
Me era difícil verlo como asesino. Al mismo tiempo, me era difícil verle como víctima de chantaje. Él no sabía y realmente no era el momento de decírselo, pero debió haber mandado a Giros que cogiera su basura y se marchara. Se gasta tanto dinero en barrerlo todo para debajo de tantas alfombras que, al final, realmente nadie tenía ninguna prueba contra él. Su hija había cometido un crimen hacía un par de años. Un acusador muy tenaz podría inculparle de homicidio con vehículo, pero era más probable que se le acusara de homicidio sin premeditación e involuntario y se habría suspendido la sentencia. Dados los hechos, realmente no había mucho que les pudiera pasar ni a ella ni a él después de tanto tiempo. Podría haber un poquito de escándalo, pero no lo suficiente para arruinar ni su negocio ni la vida de su hija.
Así que en apariencia tenía pocos motivos para pagarle a Giros, y menos todavía para matarle. A no ser que hubiera más de lo que yo sabía.
Tres: Prager, Ethridge y Huysendahl y todos le habían estado pagando dinero por el silencio, hasta que uno decidió hacer el silencio permanente. Todo lo que tenía que hacer yo era descubrir cuál era.
Y realmente no tenía ganas.
Por un par de motivos. Uno de los mejores era que yo no tenía ni la mitad de los recursos que tenía la policía. Todo lo que tenía que hacer era tirar el sobre de Giros sobre la mesa de un buen poli de Homicidios y dejar que lo resolviera él. La determinación de la hora de la muerte por el departamento sería mucho más exacta que la vaga estimación que me había dado Koehler. Podrían comprobar coartadas. Podrían someter a los tres posibles asesinos a un interrogatorio intensivo, que por sí solo, casi seguramente sería bastante para aclararlo todo.
Sólo había un fallo en todo eso: el asesino acabaría en la cárcel, pero los otros dos saldrían con las manos sucias. Estuve muy cerca de pasarlo todo a la policía de todos modos, pensando que, para empezar, ninguno de los tres tenía las manos limpias. Un asesino que se da a la fuga, una puta y artífice del timo, y un pervertido especialmente desagradable. Giros, con su código personal de la ética, sentía que debía a los que eran inocentes de su muerte el silencio que habían comprado. Pero de mí no habían comprado nada y yo no les debía nada.
La policía siempre era una opción. Si no pudiera resolverlo, quedaría como último recurso. Pero mientras tanto, iba a intentarlo, así que quedé con Beverly Ethridge. Había visitado a Henry Prager y vería a Huysendahl en algún momento del día siguiente. De un modo u otro, se enterarían de que yo era el heredero de Giros y que tenían las cuerdas tan apretadas como siempre.
Pasó un grupo de turistas por el pasillo, señalándose cosas unos a otros sobre los elaborados bajorrelieves encima del altar mayor. Esperé hasta que pasó, me quedé sentado durante otro minuto o dos, entonces me puse de pie. Al salir examiné los cepillos para las limosnas en las puertas. Podías elegir entre el fomento de obras de la iglesia, misiones de ultramar o niños sin hogar. Metí tres de los treinta billetes de cien dólares de Giros en la hucha para niños sin hogar.
Hay ciertas cosas que hago sin saber por qué. Donar diezmos es una de ellas. Una décima parte de lo que gano va a la iglesia que visite después de recibirlo. Los católicos reciben la mayor parte. No porque sea aficionado a ellos, sino porque sus iglesias tienden a estar abiertas a horas extrañas.
La de Santo Tomás es episcopalista. Una placa delante dice que la mantienen abierta toda la semana para que la gente tenga un refugio frente al tumulto del Manhattan céntrico. Supongo que las donaciones de los turistas cubren gastos. Pues ahora tenían unos trescientos fáciles para pagar la luz, cortesía de un chantajista muerto.
Salí y me dirigí hacia el extrarradio de la ciudad. Era hora de avisar a una señora de quién había reemplazado a Giros Jablon. Una vez que lo supieran todos, podría tomármelo con calma. Podría sentarme y relajarme esperando a que el asesino de Giros intentara matarme a mí.
Capítulo 6
El salón de cócteles del Pierre está iluminado por velitas colocadas dentro de pequeños cuencos azules, uno en cada mesa. Las mesas son pequeñas y bien separadas unas de otras, redondas y blancas con dos o tres sillas de terciopelo azul cada una. Me quedé parpadeando en la oscuridad, buscando una mujer que llevara un pantalón de traje blanco. Había cuatro o cinco mujeres solas en la sala, ninguna de ellas con traje de pantalón. Así que busqué a Beverly Ethridge y la encontré sentada en la mesa del fondo al lado de la pared. Llevaba un vestido ceñido azul marino y un collar de perlas.
Le di mi abrigo al mozo del guardarropa y fui directamente a su mesa. Si miró cómo me acercaba, lo hizo de reojo. En ningún momento giró la cabeza en mi dirección. Me senté en una silla al otro lado de ella y sólo entonces me miró a los ojos.
– Estoy esperando a alguien -dijo, y miró para otro lado, despidiéndose.
– Soy Matthew Scudder -dije.
– ¿Se supone que eso tiene que decirme algo?
– Es usted bastante buena -dije-. Me gusta su traje de pantalón blanco, le sienta bien. Quería usted comprobar si podía reconocerla para saber si tenía las fotos o no. Supongo que eso es inteligente, pero ¿por qué no pedirme que trajera una?
Volvió los ojos y tomamos unos minutos para mirarnos mutuamente. Era la misma cara que había visto en las fotos, pero era difícil creer que fuera mucho más madura. Más que eso, había un aire de aplomo y sofisticación que resultaba bastante incompatible con la chica de aquellas fotos y sus historiales de arrestos. La cara era aristocrática y la voz mostraba buenos colegios y buena educación.