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David Brin

Tiempos de gloria

Deberíamos abrir todos los caminos a la mujer. Una vez hecho esto, veríamos cristalizaciones más puras y de más variada belleza. Creemos que la energía divina impregnará la naturaleza hasta un grado desconocido en la historia de la antigüedad, y que sobrevendría no una colisión discordante, sino una abrumadora armonía de las esferas.

MARGARET FULLER

Para Cheryl Ann

que rescató a Maia de las Tierras Llanas

y a mí de la soledad

Veintiséis meses antes de su segundo cumpleaños, Maia aprendió la verdadera diferencia entre invierno y verano.

No era simplemente el clima, o la forma en que los relámpagos de la estación calurosa crepitaban entre los altos barcos anclados en la bahía. Ni siquiera el cegador tintineo de Wengel, tan distinta a las otras estrellas.

La auténtica diferencia era mucho más personal.

—Ya no puedo seguir jugando contigo —la amenazó un día Sylvina, su medio hermana—. ¡Porque tuviste un padre!

—¡Y—yo n—no! —tartamudeó Maia, abrumada por la palabra, sabiendo que era ligeramente desagradable. El desprecio de Sylvie le dolió como si un amargo viento del glaciar soplara en la habitación infantil.

—¡Sí que lo tuviste! ¡Tuviste un padre, sucia var!

—Bueno… ¡pues entonces también tú eres una var!

La otra niña se rió bruscamente.

—¡Ja! Yo soy Lamai pura, como mis hermanas, madres y abuelas. Pero tú eres una niña del verano. Eso te convierte en ú-nica. ¡Var!

Abrumada, demasiado nerviosa para hablar, Maia sólo pudo ver cómo Sylvina se arreglaba el rizado cabello y se marchaba, para unirse a un grupo de niñas de edades diversas pero de aspecto similar. Había tenido lugar algún silencioso ritual de separación que dividía la habitación. En la mitad mejor, cerca del hogar, cada niña era una perfecta versión en miniatura de una madre Lamai. El mismo pelo rubio y la misma fuerte mandíbula. La misma pose característica con la barbilla levantada de modo desafiante.

Aquí, de este lado, los dos niños recibían asistencia en su rincón, como de costumbre, sin advertir ningún cambio que pudiera afectarlos. Eso dejaba a ocho niñas como Maia, esparcidas cerca de las heladas ventanas. Las había rubias y morenas, más altas o más delgadas. Una tenía pecas, otra el cabello rizado. Lo que tenían en común eran sus diferencias.

¿Era esto lo que significaba tener un padre?, se preguntó Maia. Todo el mundo sabía que los niños del verano eran más raros que los invernales, un hecho que antaño la hacía sentirse orgullosa, hasta que comprendió que, al fin y al cabo, ser «especial» no era ninguna suerte.

Recordó las tormentas de verano, el olor de la electricidad estática y el tamborileo de la lluvia sobre los tejados de Puerto Sanger. Cada vez que las nubes se alzaban, las titilantes cortinas del cielo bailaban como gigantes de seda en las lejanas colinas de la tundra, muy lejos de las puertas cerradas de la ciudad. Ahora, las constelaciones invernales sustituían el sedoso espectáculo del verano, brillaban sobre un plácido mar salpicado de escarcha. Maia ya sabía que los cambios de estación tenían relación con los movimientos de Stratos alrededor de su sol. Pero aún no había advertido qué tenía eso que ver con que los niños nacieran diferentes o iguales.

¡Espera un segundo!

Asaltada por una idea, Maia corrió hacia el armario donde se guardaban los juguetes. Cogió con ambas manos un gastado espejo de mano y se lo llevó hasta donde estaba sentada otra niña morena de su misma edad que jugaba con varios soldados de juguete, arreglándoles las espadas y cepillando sus melenas. Maia tendió el espejo, comparando su rostro con el de la otra niña.

—¡Tengo el mismo aspecto que tú! —anunció. Se volvió y llamó a Sylvina—. ¡No puedo ser una var! ¿Ves? ¡Leie es igual que yo!

El triunfo se difuminó cuando las demás se rieron, no sólo las niñas rubias, sino la habitación entera. Maia miró a Leie con el ceño fruncido.

—P-pero, tú eres igual que yo. ¡Mira!

Ajena al coro de «¡Var! ¡Var!» que hacía arder las orejas de Maia, Leie ignoró el espejo y tiró del brazo de ésta, haciéndola caer de golpe en el suelo, a su lado. Leie puso uno de los soldados de juguete en el regazo de Maia, y luego se inclinó hacia delante y susurró:

—¡No seas idiota! Tú y yo tuvimos el mismo padre. Nos iremos en su barco algún día. Navegaremos, y veremos una ballena, y nos montaremos en su cola. Eso es lo que hacen los niños del verano cuando crecen.

Tras esta sorprendente revelación, Leie siguió cepillando tranquilamente el brillante cabello de su soldado de madera.

Maia se quedó con el otro muñeco en la mano abierta, el espejo en la otra, sopesando lo que había aprendido. A pesar del aire de seguridad de Leie, su historia parecía tan tonta como lo que la propia Maia había dicho. Sin embargo, había algo sorprendente en la actitud de la otra niña… su forma de hacer que una mala noticia resultara buena.

Parecía motivo suficiente para que se hicieran amigas. Incluso uno mejor que el hecho de ser tan idénticas como dos estrellas en el cielo.

PRIMERA PARTE

Nunca subestiméis el viaje en el que nos hemos embarcado, ni lo que dejamos a sabiendas. Admitamos desde el principio, hermanas mías, que los compañeros que nos otorgó la naturaleza tuvieron sus usos, sus momentos. La fuerza y la intensidad masculinas han logrado, en ocasiones, cosas nobles y hermosas a la vez.

Sin embargo, incluso en su culminación, ¿no se malgastó siempre esa fuerza en defendernos a nosotras, y a nuestros hijos, contra otros de su género? ¿Merecen el coste sus mejores momentos?

La Madre Naturaleza trabaja siguiendo una lógica, según un código riguroso que servía cuando éramos bestias, pero ya no. Ahora dominamos sus herramientas, su arte, a fondo. Y con la habilidad aparece el deseo de cambio. Las mujeres (algunas mujeres) exigen un modo de vida mejor.

Así, camaradas, buscamos este mundo, muy lejos de la molesta moderación del Phylum Homínido. El desafío de esta generación fundadora es mejorar el diseño de la humanidad.

LYSOS, Discurso del Día del Aterrizaje

1

Un rayo de luz oblicua se desparramaba sobre la mesa situada junto a la cama de Maia, iluminando un metro de lustrosa trenza de color castaño. Recién cortada. Extendida a lo largo de la desvencijada mesilla de noche y atada por ambos extremos con lazos azules.

Azul de concha estelar, el color de las despedidas. Y junto a la trenza, un par de brillantes tijeras se alzaban como una bailarina haciendo equilibrios sobre un pie, una punta clavada en la superficie de la mesa. Parpadeando adormilada, Maia contempló aquellos objetos (iluminados por un trapecio de oblicua luz del amanecer), esforzándose por separarlos de los símbolos de su reciente sueño.

De inmediato, comprendió su significado.

—Lysos —jadeó, apartando las sábanas—. ¡Leie lo ha hecho de veras!

Unos escalofríos repentinos le hicieron darse cuenta de otra cosa. ¡Su hermana también se había dejado la ventana abierta! Los vientos llegados del glaciar Firme agitaban las cortinas pardas del cuartito, haciendo rodar bolas de polvo por el suelo de madera hasta su abultada mochila. Maia corrió a cerrar los postigos y contempló el rojo amanecer teñir los tejados de pizarra de las casas de los clanes de Puerto Sanger, tan parecidas a castillos.