Era todo un espectáculo. Maia y su hermana lo contemplaban fascinadas desde un parapeto en la pared del malecón. No habían visto una alerta como aquélla desde que tenían tres años. Las comandantes de las compañías tampoco parecían satisfechas al saber que una guardiana nerviosa había provocado aquella conmoción al pulsar el botón de alerta equivocado, lanzando cohetes a la plácida noche de otoño cuando unos cuantos toques de sirena habrían sido suficientes. Una avergonzada capitana Jounine se pasó una hora pidiendo disculpas a las enfadadas matronas, algunas de las cuales parecían aún más enervadas por el hecho de ir embutidas dentro de armaduras fabricadas, para versiones más jóvenes y esbeltas de sí mismas.
Mientras tanto, los remolcadores lanzaban cabos para ayudar a atraer al humeante y renqueante Próspero hacia un lugar seguro. Maia vio que aún cogían cubos de agua para apagar las ascuas del fuego que casi había hundido el barco. Sus velas estaban rasgadas y chamuscadas. Docenas de cabos quemados festoneaban las jarcias, colgando de débiles aparejos.
Ha debido de ser toda una batalla, pensó Maia, mientras ha durado.
Leie observó el barco más pequeño que remolcaba al Próspero, su diminuto motor auxiliar jadeando por el esfuerzo.
—El de las saqueadoras se llama Desgracia —le dijo a Maia, leyendo las gruesas letras de la amura—. Probablemente escogieron ese nombre para infundir terror en el corazón de sus víctimas. —Se echó a reír—. Pero lo cambiarán después de esto.
Maia nunca había sido tan rápida como su hermana para pasar del nerviosismo al estado de simple espectadora. Sólo unos momentos antes, la ciudad se aprestaba para un ataque. Haría falta tiempo para adaptarse al hecho de que todo aquel pánico se debía a un simple caso de piratería cuasi—legal.
—Las saqueadoras no parecen demasiado felices —observó Maia, señalando a un montón de mujeres de aspecto rudo con pañuelos rojos en la cabeza y reunidas en el castillo de proa del Desgracia. Su jefa discutía con una oficiala de la Guardia, que se mecía en su barca motora. Una escena similar tenía lugar cerca de la proa del Próspero, donde mujeres de aspecto adinerado vestidas con ropajes chamuscados gesticulaban y se quejaban en voz alta. En la popa de ambos navíos, los oficiales varones y la tripulación se ocupaban del peligroso asunto de guiar sus barcos hacia puerto. Ningún hombre habló hasta que los barcos atracaron en los malecones cercanos; entonces el capitán del Próspero recorrió el barco herido. Por su mandíbula prieta y la tensión de los músculos del cuello, el hombre parecía capaz de romper clavos a mordiscos. Pronto se le unió el capitán del Desgracia, el cual, tras un momento de tensa vacilación, le ofreció su mano en silenciosa conmiseración.
Un rumor se extendió entre los curiosos congregados en el atracadero, difundiendo la noticia que habían oído quienes se encontraban más cerca. Leie se bajó del parapeto para poder escuchar, mientras que Maia permanecía en lo alto, prefiriendo descifrar lo que podía con sus propios ojos. Debe de haber habido un accidente durante la lucha, concluyó, viendo cómo el fuego se había extendido desde una zona chamuscada en el centro del navío. Tal vez una linterna se rompió mientras las saqueadoras luchaban con las propietarias por el cargamento. En ese punto, las tripulaciones masculinas habrían llegado a un acuerdo y puesto a ambas partes a trabajar para salvar el navío. Parecía algo difícil, de todas formas.
La presencia de saqueadoras no era habitual en el mar de Parthenia, tan cerca de la fortaleza de los poderosos clanes de Puerto Sanger. Pero aquél no era el único dato curioso del episodio.
Parece una idea estúpida contratar una goleta para dedicarse a saquear tan a principios de otoño, pensó Maia. Justo al final de la estación de las tormentas, había multitud de cargamentos tentadores. Pero también era la época en que los machos rebosaban todavía de hormonas del celo veraniego, hormonas que podían reaccionar en momentos de tensión. Al ver a los nerviosos marineros, los puños cerrados de furia, Maia se preguntó qué podía impulsar a las jóvenes vars de un barco saqueador a correr aquel riesgo.
Uno de los hombres dio una furiosa patada a un mamparo, rompiendo la madera con un chasquido vibrante.
Una vez, al visitar un rancho Sheldon, Maia había visto a dos sementales luchar por una manada de caballos de tiro. Esa lucha sin cuartel había sido enervante, la lección clara. Las octavillas Perkinitas difundían terribles historias acerca de «incidentes»: los temperamentos masculinos ardían y los instintos residuales de conducta animal en la Vieja Tierra salían a flote. «Cuidado, mujeres —decía una estrofa del poema citado a menudo por las perkinitas—. Pues un hombre que lucha puede matar…»
A lo que Maia añadió para sí: Sobre todo, cuando sus preciosos barcos corren peligro. Este desgraciado incidente podría haber degenerado rápidamente en algo mucho peor.
Las oficialas de la milicia se llevaron al grupo de saquedoras y a las pasajeras del Próspero hacia el fuerte, donde se iniciaría un largo proceso de acusaciones. Maia captó un agudo grito de la jefa de las piratas:
—… ¡Prendieron fuego a propósito porque íbamos ganando!
La portavoz de las propietarias, una clon del rico clan comercial Vunrri, negó vehementemente la acusación. Si tal cosa se demostraba, se arriesgaba a perder más que él cargamento y las multas para reparar el Próspero. Podría incluso producirse un boicot a los artículos de su familia por parte de todas las cofradías de navegantes. En esos casos, la jerarquía normal de Stratos se invertía, y las poderosas matronas de las grandes casas tenían que suplicar clemencia a los inferiores hombres.
Pero nunca a una var. Haría falta una auténtica revolución para invertir tanto la escala social. Para que las mujeres nacidas del verano se sentaran a juzgar a las clones.
Maia contempló la procesión pasar ante su puesto de observación; algunas de las figuras cojeaban, sujetándose las heridas ensangrentadas sufridas en la lucha que había desembocado en aquella derrota. Al fondo, unas cuantas enfermeras transportaban camillas. Una de ellas estaba completamente cubierta.
Las Perkies tal vez tengan razón al decir que las mujeres tenemos un temperamento menos asesino, reflexionó Maia. Rara vez intentamos matar. Era uno de los motivos por los que Lysos y las Fundadoras habían venido aquí, para crear un mundo mejor. Pero supongo que eso no le sirve de nada a la pobre mujer que hay bajo esa sábana.
Leie regresó, sin aliento, para relatar todo lo que había aprendido de la multitud. Maia escuchó y emitió todos los sonidos de sorpresa convenientes. Había algunos nombres y detalles que no pudo captar desde su lugar de observación… y algunos que sin duda eran producto de los rumores.
¿Pero importaban los detalles? Lo que se le quedó grabado en la mente, mientras se unían a la multitud que se dispersaba, fue la expresión del rostro de la capitana Jounine cuando la comandante de la Guardia escoltó a sus retenidos hacia la fortaleza.
Éstos no son los tiempos pacíficos en los que creció. Son días más duros.
Maia miró a su gemela mientras se dirigían hacia el lejano muelle donde los barcos carboneros Zeus y Wotan esperaban, ya listos, la corriente de la mañana. A pesar de sus habituales bravatas, Leie parecía de pronto tan joven e inexperta como la propia Maia se sentía.