Éstos son nuestros días, reflexionó Maia sobriamente. Será mejor que estemos preparadas para ellos.
El influjo de las lunas tenía poco efecto sobre los grandes mares de Stratos. Con todo, la tradición abogaba por zarpar durante la marea de Durga. Tras la excitación de la noche anterior, la partida antes del amanecer fue menos emocionante de lo que Maia esperaba. Durante muchos años se había imaginado contemplando los gastados edificios de piedra rosada de Puerto Sanger (casas de clanes similares a castillos adornando las colinas como nidos de águilas), y sintiendo un torrente de abrumadoras emociones al ver la tierra de su infancia perderse de vista, tal vez para siempre.
Sin embargo, no hubo tiempo para entretenerse con minucias. Jefes y contramaestres de voz bronca impartían órdenes a gritos mientras ellas y otras torpes habitantes de tierra se apresuraban a ayudar a tensar cabos e izar velas.
Complementando a la tripulación permanente había una docena de vars como ella misma, «pasajeras de segunda clase», que debían trabajar para terminar de pagar su pasaje. A pesar de la dura preparación que Lamatia imponía a sus veraniegas, un severo régimen de trabajo y ejercicio, Maia pronto descubrió que le resultaba difícil mantener el ritmo.
Al menos el terrible frío remitió cuando el sol escaló el cielo. Los atuendos de cuero desaparecieron, y pronto estuvo trabajando con sólo taparrabos y una camisa. El aire denso y pesado la cubría de una película de transpiración, pero Maia prefería secarse el sudor a que se le helara encima.
Cuando por fin tuvo un momento libre para mirar atrás, los edificios de la bahía de Puerto Sanger desaparecían tras un banco de niebla. La antigua fortaleza del acantilado sur, actualmente cubierta por una envolvente mortaja de andamios de reparación, pronto quedó cubierta por la bruma y se perdió de vista. Al otro lado, la torre del santuario—faro continuó siendo durante un rato más un misterioso obelisco gris. Luego también desapareció tras las nubes bajas, dejando una infinita extensión de mar veteado de hielo rodeando su diminuto mundo de tablas de madera, cordajes de fibra y polvo de carbón.
Durante lo que parecieron horas, Maia hizo todo lo que los marineros le señalaron, aflojando, izando, y atando secciones de áspera cuerda según sus órdenes. Las palmas de las manos se le despellejaron pronto y los hombros le dolían, pero empezó a aprender un par de cosas, como a no intentar frenar un cabo simplemente agarrándolo. Enfrentarse a un cable que se sacudía con simple fuerza bruta podía lanzarte contra un mamparo o incluso por la borda. Observando a los demás, Maia aprendió a liar un tramo de estacha alrededor de algún poste cercano con un nudo inverso y a dejar que la tensión del propio cabo lo pusiera en su sitio.
Eso dejaba el problema de soltar el maldito cabo cada vez que la tripulación quería aflojarlo por algún motivo. Después de que Maia casi fuera golpeada en el rostro en dos ocasiones, un marinero se entretuvo en decirle cómo se hacía.
—Se hace así y así —explicó un varón delgado, no mucho más alto que ella, con evidente impaciencia.
Maia trató de imitar con torpeza lo que en manos experimentadas parecía un movimiento fluido.
—Lo conseguirás —le aseguró él, y luego se marchó, gritando a otra muchacha para que no dejara que su pierna quedara atada por un nudo de cuerda y fuera arrastrada por la borda.
Bueno, yo quería educación. Maia comprendió ahora por qué a más de uno de los hombres que había visto en su vida le faltaba un dedo o dos. Si no tenías cuidado, una ráfaga de viento podía sacudir una cuerda mientras tu mano estaba haciendo un nudo, tensándolo bruscamente con fuerza salvaje y llevándose una parte de ti volando. Con esa mareante comprensión, Maia se obligó a frenar el ritmo y a pensar antes de hacer ningún movimiento brusco. Los gritos de los contramaestres eran aterradores, pero no más que aquella horrible imagen mental.
La película de polvo de carbón que lo cubría casi todo no facilitaba las cosas. El cargamento de antracita de las Bizmai levantaba negras polvaredas en las escotillas mal cerradas cada vez que el Wotan viraba con el viento. Por suerte, Maia no tenía que subir por las sucias jarcias que los marineros escalaban con tan sorprendente diligencia, como monos nacidos para vivir en las alturas en medio del viento.
Cada vez que sus quehaceres la enviaban a babor, intentaba atisbar el barco de su hermana, el Zeus, que continuaba su rumbo unos doscientos metros al este. Una vez, Maia vio una esbelta figura que debía ser Leie, pero no se atrevió a saludar. Aquella lejana figura parecía muy ocupada corriendo torpemente por la cubierta del otro barco carbonero.
Por fin dejaron atrás las peligrosas aguas de la costa y el rumbo del convoy quedó establecido. Empezó a soplar viento del norte, que llenó las velas cuadradas y, como propina, hizo girar el generador eléctrico de popa con un agudo zumbido. Cuando los marinos parecieron considerar que todo estaba en su sitio gritaron a proa y popa llamando al descanso.
Maia se desplomó en mitad de cubierta mientras sus palpitantes brazos y piernas se quejaban. Más vale que os acostumbréis, les dijo. La aventura es un noventa por ciento de dolor y aburrimiento. El dicho continuaba: «Y un diez por ciento de terror absoluto.» Pero esperaba pasar por alto esa parte.
Un sucio cazo apareció ante ella, ofrecido por un viejo delgado que cargaba con un cubo. Maia advirtió de pronto lo enormemente sedienta que estaba. Se llevó el cazo a la boca, sorbiendo agradecida… y al instante se atragantó.
¡Agua de mar!
Maia notó que todos los ojos se volvían hacia ella mientras tosía avergonzada, intentando ocultar la reacción. Consiguió contenerse y beber un poco más, recordando que ahora era otra veraniega vagabunda más, no la hija de un rico clan con su propio pozo artesano. En las zonas más pobres de la ciudad, las vars e incluso las clones de baja casta bebían agua del mar y crecían sin conocer otra cosa.
«Bendita sea Madre Stratos, por las suaves aguas de sus océanos —decía un refrán burlesco que no formaba parte de ninguna liturgia— y bendita sea Lysos, por los riñones que pueden tolerarlas.» La sed superó el blando regusto salado, y Maia se terminó el cazo sin más problemas. El viejo la sorprendió entonces con una mellada sonrisa y le acarició el pelo corto.
Maia se envaró, a la defensiva. Entonces, con un esfuerzo, se relajó. Hacía falta algo más que el calor pasajero de un duro día de trabajo para disparar el celo de los machos. Además, un hombre tendría que estar desesperado para perder el tiempo con una virgen como ella.
De hecho, el viejo le recordaba un poco a Bennett cuando los ojos de éste aún danzaban con interés por la vida. Vacilante, le devolvió la sonrisa. El marinero se echó a reír y continuó repartiendo agua a quienes la necesitaban.
Sonó un silbato, poniendo fin a la pausa en el trabajo, pero al menos ahora las órdenes se sucedieron a un ritmo más pausado. En vez del anterior frenesí de plegar y desplegar velas para obligar al barco a superar los bajíos camino del mar abierto, sus nuevas tareas consistieron en estibar y cerrar las escotillas. Ahora que tuvo oportunidad para echar un vistazo en derredor, Maia se sorprendió al ver que los hombres de la tripulación parecían muchísimo menos extraños de lo que esperaba. Al ejecutar sus tareas, parecían tan profesionales y eficientes como cualquier artesana del clan en su taller o fábrica. Su risa era rica y contagiosa y se expresaban en un dialecto que Maia, si se concentraba, podía entender… aunque las bromas implícitas en cada uno de sus comentarios se le escapaban.