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Pero en efecto hablaban, en un cantarín dialecto del mar. Maia vio que la mujer pequeña que le había hablado con amabilidad era una de esas marineras profesionales. En su enguantada mano izquierda llevaba un bastón, un práctico modelo con una garra en forma de Y en un extremo y un garfio acolchado en el otro. Por el modo en que bromeaba con un par de camaradas masculinos, parecía que les proponía un desafío que ellos, sonrientes, aceptaron.

Un marinero abrió un armario cercano, poniendo al descubierto un puñado de finos objetos parecidos a losas, blancos por un lado, negros por el otro. Cogió una oblea cuadrada y le dio la vuelta, comprobando que había ocho teclas en sus bordes y esquinas. Maia reconoció el anticuado juego que los marineros usaban en gran número para practicar uno de sus pasatiempos favoritos, llamado Vida. Desde la infancia, había contemplado incontables competiciones en los muelles. Las teclas captaban el estatus de las losas vecinas durante una partida, de modo que cada pieza «sabía» si tenía que mostrar su cara blanca o su cara negra en un momento determinado. Por la naturaleza del juego, una sola pieza era inútil, y por tanto, ¿qué hacía el hombre, insertando una llave y dando cuerda sólo a una losa mecánica?

Programado normalmente, el artilugio simplemente recorrería una fila de paneles listados mostrando su superficie blanca a menos que se dieran ciertas condiciones. Tres de sus teclas debían sentir objetos vecinos con cierto intervalo temporal. Dos, cuatro o incluso ocho toques no servían de nada. Había que pulsar exactamente tres teclas para que permaneciera quieta.

El burdo marinero se acercó a la mujer, tendiendo la pieza ante ella, con la cara negra hacia arriba. Apoyando un pie sobre su superficie, no la activó hasta que, agarrando su bastón con ambas manos, ella asintió, indicando que estaba preparada.

El marinero saltó hacia atrás y la pieza empezó a chasquear. A la cuenta de ocho, la mujer se abalanzó de pronto, golpeando la pieza en tres puntos en rápida sucesión. Pasó un segundo y el disco quedó quieto. Entonces la Cuenta de ocho latidos se repitió, sólo que más rápido. Ella repitió su hazaña, escogiendo un trío distinto de teclas, haciendo que pareciera tan fácil corno aplastar zizzers. Pero la pieza había sido programada para incrementar su tempo. Pronto la punta del bastón se convirtió en un borrón y el tictac de la pieza fue un staccato. El sudor corría por la frente de la mujer mientras su mano de madera bailaba más y más rápida…

Bruscamente, los canales del disco destellaron con un fuerte clack, volviendo hacia arriba la superficie blanca.

—¡Ah! —exclamó la mujer.

—¡Veintiocho! —gritó un marinero, y la mujer se rió con una mueca mientras sus camaradas se burlaban de ella por haber quedado tan lejos de su récord.

—¡Demasiada bebida y pereza en tierra! —la reprendieron.

—¡Vosotros vais a hablar! —replicó ella—. ¡Todo el día retozando con las zorras Bizzie!

Uno de los hombres empezó a dar cuerda a la pieza para intentarlo de nuevo, pero el segundo de a bordo del Wotan eligió ese momento para bajar del alcázar y llamó a la mujer para hablar con ella. Conversaron durante unos cuantos minutos, y luego el oficial se marchó. La marinera se sacó un silbato de la camiseta y con un agudo pitido hizo que todo el mundo le prestara atención.

—Pasajeras de segunda clase a popa —dijo con tono neutro, indicando a Maia y a las demás que se pusieran en fila junto a la banda de estribor.

—Me llamo Naroin —dijo la pequeña marinera al grupo congregado—. Mi rango es el de contramaestre, igual que el marinero Jum y el marinero Rett, así que no lo olvidéis. También soy maestra de armas de esta bañera.

A Maia no le costó creérselo. Las piernas de la mujer mostraban cicatrices de combate, le habían roto la nariz al menos dos veces, y sus músculos, aunque no eran masculinos, resultaban impresionantes.

—Estoy segura de que todas visteis anoche que los rumores que venimos oyendo son ciertos. Este año hay actividad saqueadora más al norte que nunca, y empieza temprano. Podríamos convertirnos en su objetivo en cualquier momento.

A Maia le dio la impresión de que era precipitado llegar a esa conclusión a partir de un incidente aislado, y al parecer lo mismo pensaban las otras vars. Pero Naroin se tomaba sus responsabilidades muy en serio. Así se lo dijo, apoyando el bastón acolchado en su espalda.

—El capitán ha dado órdenes. Debemos estar preparadas, por si hay problemas. No vamos a convertirnos en presa de nadie. Si una banda de únicas rebotadas intenta abordar este barco…

—¿Por qué iba a querer hacerlo nadie? —murmuró una var, provocando risitas. Era la mujer de mandíbula cuadrada que había despreciado antes a las «mocosas Lamai».

—¿Qué clase de sangradoras atípicas nos abordarían por un cargamento de carbón? —continuó la medio Chuchyin.

—Te sorprenderías. El mercado está en alza. Además, incluso una mengua en los beneficios podría arruinar a las propietarias…

La explicación de Naroin fue interrumpida por la ofensiva imitación de un pedo.

Cuando la contramaestre alzó la cabeza, la var Chuchyin bostezaba exageradamente. Naroin frunció el ceño.

—Las órdenes del capitán no tienen que ser explicadas a gente como vosotras. Una tripulación que no permanece unida…

—¿Quién necesita unirse? —La alta var chasqueó los nudillos, dando un codazo a sus amigas, aparentemente un grupo cerrado de compañeras de viaje—. ¿Por qué preocuparnos por esas saqueadoras amantes de lúgars? Si vienen, las enviaremos en busca de sus papás.

Maia sintió enrojecer sus mejillas, y esperó que nadie se diera cuenta. La maestra de armas se limitó a sonreír.

—Muy bien, coge un bastón y enséñame cómo pelearás llegado el caso.

Un bufido. La Chuchyin escupió sobre la cubierta.

—Me quedaré mirando, si no te importa.

Los tendones de los antebrazos de Naroin se tensaron como cuerdas de arco.

—Escucha, basura del verano. ¡Mientras estés a bordo, obedecerás las órdenes, o te volverás nadando por donde viniste!

La alta mujer y sus camaradas la miraron sombrías, la hostilidad pintada en sus duros rostros.

Una voz grave interrumpió desde atrás.

—¿Hay algún problema, maestra de armas?

Naroin y las vars se volvieron. El capitán Pegyul se encontraba en el extremo del alcázar, rascándose su barba de cuatro días. De aspecto banal en la taberna Bizmai, su figura era ahora impresionante, vestido sólo con una camiseta azul, algo que los machos nunca hacían en tierra. Tres brazaletes de bronce, insignia de rango, circundaban un brazo del grosor del muslo de Maia. Otros dos marineros, más altos y de hombros aún más anchos, se mantenían tras él al pie de las escaleras; el pecho desnudo. A pesar de la clara tensión, Maia se sintió fascinada por aquellos torsos. Por una vez, pudo dar crédito a ciertas exageradas historias que decían que a veces, en el calor del verano, un macho particularmente grande y loco podía atormentar a propósito a un lúgar para que la bestia se volviera la horrible furia en la que era capaz de convertirse, sólo por luchar con la criatura mano a mano, hasta vencerla.

—No, señor. No hay ningún problema —respondió Naroin tranquilamente—. Estaba explicando a las pasajeras de segunda clase que se entrenarán para defender el cargamento de la nave.

El capitán asintió. …

—Tienes el apoyo de tus camaradas, maestra de armas —dijo suavemente, y se marchó. .

El escalofrío que recorrió la espalda de Maia no fue debido al viento del norte. Generalmente hablando, los hombres eran considerados inofensivos cuatro quintas partes del año, igual que los lúgars lo eran todo el tiempo. Pero eran seres inteligentes, capaces de decidir enfurecerse incluso en invierno. Los dos grandes marineros se quedaron observando. Maia pudo ver en sus ojos la alerta ante cualquier amenaza a su barco, a su mundo.