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La Chuchyin hizo como si se examinara las uñas, pero Maia vio sudor en su frente.

—Supongo que podría entrenarme un poquito —murmuró la alta var—. Para practicar.

Todavía fingiendo indiferencia, se acercó al bastidor de las armas. En vez de coger el otro bastón acolchado de entrenamiento, tomó uno de combate, hecho de dura madera Yarri con mínima cobertura en el garfio y el diente.

Desde las jarcias, dos mujeres de la tripulación jadearon, pero Naroin se limitó a retroceder hacia la ancha y plana puerta que cubría la bodega de popa, levantando una película de polvo de carbón con los pies descalzos. La alta var la siguió, dejando huellas con sus sandalias. No hizo ninguna reverencia. Ni la hizo tampoco la marinera cuando ambas empezaron a dar vueltas.

Maia miró a los dos marineros sin camisa que ahora estaban sentados, observando, toda la furia desaparecida de sus dóciles ojos. Una vez más sintió curiosidad, medio excitada medio asqueada, por el sexo. Su curiosidad era normal. Pocos clanes dejaban que sus hijas del verano entraran en sus Salones de Placer, donde la danza de negociación, acercamiento, rechazo y aceptación entre marinero y futura madre alcanzaba una consumación diferente dependiendo de la estación. Entre las ambiciones que compartía con Leie se encontraba la de construir un salón propio donde disfrutar de cuantas delicias fueran posibles (por improbable que pareciera) al mezclar su cuerpo con uno de aquéllos tan grandes e hirsutos. Sólo con imaginarlo la cabeza le dolía de forma extraña.

Las dos mujeres terminaron sus movimientos preliminares, agitando y blandiendo sus bastones. Naroin no parecía tener prisa por pasar a la ofensiva, quizás a causa de su arma, acolchada y mal equilibrada. La var Chuchyin blandía con afectación el palo elegido. De repente se abalanzó hacia delante para atacar las piernas llenas de cicatrices de su oponente… y bruscamente se encontró esas piernas en torno al cuello. Naroin no había esperado al intercambio tradicional de fintas y amagos, sino que había utilizado su incómodo bastón como pértiga sobre la cubierta para lanzarse hacia el arma de su enemiga y aterrizar con las piernas alrededor de los hombros de la otra mujer. La var se tambaleó, soltó el palo y trató de arañar a la maestra de armas, pero descubrió que sus manos estaban sujetas por una fuerza terrible. Se le doblaron las rodillas y su cara empezó a enrojecer entre los tensos muslos de la marinera.

Maia respiró por fin cuando Naroin saltó hacia atrás, dejando que su oponente se desplomara sobre la sucia escotilla. La marinera de pelo oscuro cogió el arma de madera Yarri y usó su punta en forma de Y para apretar el cuello de la var contra la puerta de la bodega. La respiración de Naroin apenas era entrecortada.

—¿Qué esperabas al atacarme de esa forma, madera pelada contra acolchado? ¿Ninguna cortesía, y luego descargar un golpe cortante? Intenta eso contra las saqueadoras y harán más que quitarte el cargamento o venderte como esclava. Te tirarán al mar, a ti y a cualquier idiota que haga trampas. Y nuestros hombres no levantarán un dedo, ¿me oyes? ¡Eia!

La tripulación femenina respondió al unísono.

—¡Eia!

Naroin arrojó el bastón a un lado. Resoplando, la medio Chuchyin salió arrastrándose del improvisado coso, cubierta de manchas negras. Una mirada al alcázar mostró que los hombres se habían marchado, pero varias clones observaban desde primera clase, con expresión divertida.

—¿La siguiente? —preguntó Naroin, mirando la fila de vars; ya no parecía tan pequeña.

Sé lo que haría Leie, pensó Maia. Esperaría a que las demás agotaran a Naroin, detectaría alguna debilidad, y luego se lanzaría con todas las pilas cargadas.

Pero Maia no era su hermana. En el colegio podía observar una docena de duelos sin recordar quién había ganado, mucho menos quién se entrenaba y cuándo en busca de puntos. Mientras su instinto quería encontrar algún rincón oscuro donde perderse, su mente racional dijo: Acabemos de una vez. De cualquier forma, si lo que Naroin intentaba era potenciar las adecuadas virtudes femeninas en el combate, Maia podría ofrecer un buen contraste con la Chuchyin, y sorprender a aquellas que la llamaban «virgie».

Combatiendo sus temblores, dio un paso al frente, recogió en silencio del bastidor el otro bastón acolchado de entrenamiento y se encaró al coso. Ignoró las miradas de clones y vars, arrastró ritualmente los pies tres veces sobre el polvo, e inclinó la cabeza. Naroin, con su arma también acolchada, sonrió benéfica ante la cortesía de Maia.

Ambas extendieron sus palos, el extremo ganchudo hacia delante para el primer golpe formal…

Alguien le echó agua en la cara. Maia tosió y escupió. No sabía sólo a sal, sino a carbón. Un borrón se convirtió lentamente en un rostro, un rostro de hombre, el que antes le había acariciado el pelo, recordó aturdida.

—¿Qué tal? ¿Estás bien? Nada roto, ¿no?

Hablaba un cerrado dialecto masculino. Pero Maia lo entendió.

—No… no lo creo.

Empezó a levantarse, pero un fuerte dolor le atravesó la pierna izquierda, por debajo de la rodilla. Un corte ensangrentado recorría la pantorrilla. Maia silbó.

—Mm. No te preocupes. No es tan malo. Tengo un ungüento que se encargará de todo.

Maia sintió un gemido crecer en su garganta y se estiró cuando el hombre le aplicó la medicina de una jarra de barro. La agonía la recorrió en oleadas, como una marea que baja. Las palpitaciones menguaron. Cuando volvió a mirar, la hemorragia había cesado.

—Esto… es bueno —suspiró.

—Nuestra cofradía tal vez sea pequeña y pobre, pero tenemos chicos listos en el santuario.

—Mm, apuesto a que sí.

Entre las temporadas marítimas, algunos hombres pasaban el tiempo libre trabajando en laboratorios, como invitados de los clanes o en sus propias hermandades. Pocos de los barbudos remendones tenían educación formal, y la mayoría de sus inventos eran como mucho maravillas de una sola temporada. Una fracción de esos inventos llamaba la atención de las salas de Caria, para acabar siendo divulgados o prohibidos. Pero este ungüento… Maia decidió obtener una muestra y averiguar si alguien tenía ya los derechos de comercialización.

Se levantó apoyándose en los codos y miró a su alrededor. Dos parejas de pasajeras de segunda clase se entrenaban bajo la dirección de la maestra de armas. Otras yacían en el suelo igual que ella, acariciándose las heridas. Mientras tanto, dos marineras estaban sentadas en la amura de proa, una tocando una flauta y la otra cantando con una voz triste y grave.

El anciano chasqueó la lengua.

—Este año las cosas están difíciles. Vaya tontería, coger hembras demasiado estropeadas para trabajar. No es bueno, a mi juicio.

—Supongo —murmuró Maia. Logró sentarse y entonces, agarrada a una jarcia cercana, consiguió apoyarse en una pierna. Seguía mareada, pero al mismo tiempo se sentía vagamente aliviada. El verdadero dolor rara vez es tan malo como lo que se espera.

Qué curioso, ¿no había dicho una vez Madre Claire eso mismo sobre parir? Maia se estremeció.

Una de las vars soltó un grito y aterrizó sobre la escotilla con un fuerte golpe. Las mujeres que tocaban música pasaron a una vieja y quejumbrosa melodía que Maia reconoció, una melodía que hablaba de una vagabunda que anhelaba un hogar, un amante, todos los placeres que son tan fáciles para algunas, pero no para otras.

Apoyada contra la borda, Maia contempló el mar y encontró al Zeus detrás, abriéndose paso entre las olas con las velas hinchadas. Hasta ahora, aquel viaje había sido al menos la experiencia de aprendizaje que su hermana prometió.