Выбрать главу

Espero que Leie encuentre su viaje igual de interesante, pensó con ironía.

Dos semanas más tarde, al desembarcar en Queg Town, las gemelas se encontraron por fin después de su larga separación, y sus reacciones fueron idénticas. Cada una miró a la otra de arriba abajo… y se echaron reír simultáneamente.

En la parte inferior de la pierna derecha de Leie, en un punto que reflejaba exactamente su pierna izquierda, Maia vio una rosada cicatriz alargada que sanaba bajo la benigna influencia del sol, el aire, el trabajo duro y el agua salada.

Problema número uno: al carecer de mecanismos de control naturales, nuestros descendientes humanos tenderán a reproducirse hasta que Stratos ya no pueda soportar su número. ¿Habremos recorrido entonces todo este camino para repetir la catástrofe de la Tierra?

Una lección hemos aprendido: todos los esfuerzos por limitar la población no pueden basarse solamente en la persuasión. Los tiempos cambian. Las pasiones cambian, e incluso los deseos moralistas más elevados acaban sucumbiendo ante los instintos naturales.

Podríamos hacerlo genéticamente, permitiendo a cada mujer sólo dos partos. Pero las variantes que rompen la programación superarían a todas las demás, devolviéndonos pronto a donde empezamos. De todas formas, nuestras descendientes pueden necesitar en ocasiones una reproducción rápida. No podemos limitarlas a una estrecha forma de vida.

Nuestra principal esperanza se basa en encontrar formas de conjugar de modo permanente los intereses propios con el bien común.

Lo mismo vale para nuestro segundo problema, el que provocó que esta coalición tomara medidas, abandonando los blandos compromisos del Phylum. El problema que nos trajo a este mundo lejano en busca de una solución.

El problema del sexo.

LYSOS, La apología

3

Lanargh, el segundo puerto al que arribaron, no se contaba entre los de las ciudades importantes del mundo. Ni estaba en liga con las que bordeaban la costa del Continente del Aterrizaje. Con todo, la metrópoli era lo bastante grande para proporcionar a las gemelas un respiro después de semanas de esquivar icebergs en alta mar.

En Queg Town, las propietarias habían encontrado pocas compradoras para el carbón de Puerto Sanger. Así que el Zeus y el Wotan tuvieron que enfrentarse a olas que se alzaban con fuerza sobre sus gastados flancos. Cada vez que los vigías divisaban las islas flotantes de hielo, los motores auxiliares se esforzaban para alterar el rumbo y evitar aquellas terribles moles blancas. El viento era un aliado imprevisible. Los contramaestres gritaban y todas las manos tiraban de los cabos. Un bloque de hielo pasó por la banda de estribor del Wotan, muy cerca, dejando a Maia con la boca seca y dando gracias de que viajaran en convoy. En caso de accidente, sólo el Zeus estaba lo bastante cerca para ofrecerles socorro.

Cuando llegaron a la costa de nuevo, la antigua monotonía de la tundra fue sustituida por coníferas envueltas en bruma, pinos gigantes cuyos antepasados habían llegado a Stratos junto con los de Maia, tortuosamente, desde la Vieja Tierra. Los árboles terrestres medraron en la costa brumosa, apoyados por los clanes forestales en su lenta y silenciosa lucha contra los matorrales nativos. Senderos sinuosos señalaban los lugares donde recientemente las recolectoras habían talado troncos para transportarlos al mercado en grandes balsas.

Maia se quedó sin respiración cuando el Wotan avistó por fin Punta Desafío, donde un afamado dragón de piedra que simbolizaba el amor protector de Madre Stratos proyectaba la sombra de sus amplias alas sobre el estrecho de la bahía. La talla, muy antigua, conmemoraba el rechazo, a un alto precio, de una fuerza de desembarco enviada por el Enemigo en la oscura y lejana época en que mujeres y hombres luchaban juntos para salvar su colonia, sus vidas, y asegurar el futuro. Maia sabía poco sobre aquella era pretérita (la historia no se consideraba un bagaje académico práctico), pero la estatua no dejaba de ser una visión impresionante.

Entonces aparecieron las cinco famosas colinas de Lanargh, una tras otra, alineadas con pálidos muelles de piedra, fortalezas de clanes, y jardines que se extendían kilómetros a lo largo de la bahía, hasta llegar a las verdes faldas de las montañas. Las gemelas siempre habían considerado Puerto Sanger grande y cosmopolita, ya que con su comercio dominaba gran parte del mar de Parthenia. Pero aquí, en el centro de un vasto océano, Maia entendió por qué Lanargh era adecuadamente conocida como «La Puerta de Oriente».

Después de atracar en el embarcadero asignado por la práctica del puerto, la tripulación vio cómo el capitán partía con las Bizmai propietarias del cargamento en busca de clientes potenciales. Entonces se concedió permiso para desembarcar, cosa que todo el mundo hizo gritando de placer. Maia encontró a Leie esperando al pie del muelle.

—¡Te he ganado otra vez! —rió la gemela de Maia, recalcando otra pequeña victoria y sabiendo que a Maia le importaba un comino.

—Vamos —respondió Maia, sonriendo—. Echemos un vistazo a este lugar.

Más de quinientos clanes matriarcales tenían su sede en la ciudad y llenaban las anchas plazas y avenidas de los mercados con contingentes de clones bellamente vestidas, estudiadamente peinadas y magníficamente uniformadas que llevaban sus cargas en carros bien engrasados o a la espalda de pacientes lúgars ataviados con librea. Flotaban suntuosos olores de extrañas frutas y especias, y había criaturas de las que las gemelas sólo sabían por los libros, como monos rojos aulladores y aleteantes merodragones que, colgados de los hombros de sus propietarias, siseaban a los transeúntes y robaban uvas a las vendedoras despistadas.

Las hermanas recorrieron las plazas y las estrechas calles del mercado, compraron dulces en un puesto, se rieron de las proezas de un pequeño grupo de ágiles malabaristas, esquivaron las arengas de las candidatas políticas, y sopesaron la extrañeza de un mundo tan pintoresco y maravilloso. Nunca antes había visto Maia tantos rostros que no reconocía. Aunque Puerto Sanger tenía una población de varios millares de habitantes, nunca había más de un centenar de caras, todas ellas conocidas.

Por primera vez saborearon cómo podría ser la vida si su plan secreto tenía éxito. Aunque iban humildemente vestidas, algunas vars con las que se encontraron se hicieron a un lado a su paso con deferencia instintiva, como si fueran nacidas en el invierno.

—¡Lo sabía! —susurró Leie—. Las gemelas son tan raras que la gente llega a la conclusión equivocada. ¡Nuestro plan puede funcionar!

Maia apreció el entusiasmo de Leie. Sin embargo, sabía que el éxito dependería de infinidad de detalles. No deberían pasar el tiempo libre jugando, insistió, sino recorriendo el puerto en busca de información útil.

Por desgracia, la ciudad era un batiburrillo de lenguas extrañas. Cuando quiera que las hermanas clónicas se encontraban en la calle, hablaban una jerga incomprensible de código familiar, creado por las madres—colmena y embellecido por sus hijas a lo largo de incontables generaciones. Esto frustró a Leie al principio. Allá en el tranquilo Puerto Sanger, el habla común era la normal.

Entonces Leie se entusiasmó.

—También nosotras necesitaremos una jerga secreta cuando fundemos nuestro propio clan.

Maia no se molestó en recordarle a su hermana que, de pequeñas, ya habían experimentado con códigos, criptogramas y jergas privadas, hasta que Leie se aburrió y lo dejó. Por su cuenta, Maia nunca había dejado de crear anagramas o de buscar pautas en los bloques de letras esparcidos por el suelo de la habitación de los niños. Tal vez aquello fuera lo que estimuló su interés por las constelaciones, pues para ella las chispeantes pautas estelares siempre parecían apuntar al código privado de la Creadora, un código que estaba allí para todo aquel que aprendiera a verlo.