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Entonces una luz dorada llamó su atención, haciendo que entornara los ojos maravillada por lo que se encontraba más allá del parabrisas delantero. Un reflejo titilante que procedía de un espacioso territorio que rodeaba y cubría un puñado de montañas en la intersección del delta de un río.

Caria, se dijo. Maia contempló la capital acercarse, sus contornos amarillos por las losas de incontables tejados, su tiara de piedra blanca rodeando la famosa planicie de la acrópolis. En su cima, divisó dos basílicas gemelas, impresionantes más allá de ninguna medida. Cualquier estudiante conocía nada más verlas aquellas formas, la Biblioteca Universal a un lado y al otro el Gran Templo dedicado a guiar el culto mundial a Madre Stratos. Toda su vida, Maia había oído a las mujeres hablar de peregrinaciones a Caria, de venerar en solemne recogimiento al espíritu planetario (y a sus apóstoles, las Fundadoras) bajo la enorme cúpula iridiscente de la derecha, con su gigantesco dragón forjado en plata y oro. El otro palacio, construido a la misma gloriosa escala, no tenía adornos y casi nunca se mencionaba. Sin embargo, se convirtió en el centro de atención de Maia mientras el avión se dirigía hacia un campo de aterrizaje, situado al sur de la ciudad.

Lysos nunca habría construido la Biblioteca igual que el Templo si hubiera pretendido que fuera privativa de unas cuantas sabias presumidas.

Contempló el grandioso edificio hasta que el descenso lo ocultó tras una colina cercana cubierta de mansiones de clanes de clase media. Desde ese momento hasta el aterrizaje final, Maia se concentró en observar a la piloto, aunque sólo fuera para no preocuparse inútilmente por su destino.

Sus secuestradoras la instalaron en una habitación empapelada con motivos florales y con su propio baño, elegante pero sin pretensiones. Una estrecha galería conducía a un jardín cerrado. Un par de fuertes criadas—guardianas le sonrieron, manteniéndola discretamente vigilada en todo momento. Llevaban librea con bonitos bordados en los hombros y una letra P dorada, supuso que por el nombre de su clan—empleador.

Maia creyó que iban a llevarla a una de las casas de placer dirigidas por las Beller, quizás a la misma donde Renna había sido secuestrado. Allí tal vez sería vendida a las clientas Perkinitas de Tizbe, en venganza por lo que había hecho en Valle Largo, meses atrás. Sin embargo, aquello no parecía un establecimiento comercial, ni las colinas que rodeaban el complejo eran propias de un barrio de burdeles. Pintorescos estandartes de seda ondeaban en torreones fantásticos, y las almenas sobresalían por encima de las crecidas arboledas de fincas verdaderamente antiguas. Era un barrio de clanes nobles, tan por encima de la familia de Tizbe en la escala social como las Beller lo estaban sobre la propia Maia. Tras la muralla del jardín, a un lado, a menudo oía los compases de un cuarteto de cuerda, junto con gritos de niñas jugando, y riendo todas con el mismo divertimento sincopado. En la dirección opuesta, procedentes de una habitación de la torre cuyas luces permanecían encendidas por las noches hasta tarde, se oían sonidos recurrentes de ansiosas discusiones adultas, la misma voz en diversos papeles.

Después del aterrizaje, y de su primer viaje en coche, Maia no vio más a Tizbe, ni a ninguna otra Beller. Tampoco le importaba demasiado. A aquellas alturas, se había dado cuenta de que se había convertido en un peón en un juego de poder librado en las altas esferas de la sociedad stratoiana. Debería sentirme halagada, pensó sardónicamente. Es decir, si sobrevivo hasta el equinoccio.

A petición suya, le proporcionaron libros para leer. Había entre ellos un tratado sobre el Juego de la Vida, escrito trescientos años antes por una anciana sabia que había pasado varios años con hombres, tanto en el mar como en los santuarios, como invitada especial, estudiando aspectos antropológicos de sus interminables torneos. Maia encontró fascinante el relato, aunque algunas de las conclusiones de la autora sobre sublimación ritualista le parecieron un poco exageradas. De más difícil lectura fue un detallado y lógico análisis del juego en sí, escrito un siglo antes por otra erudita. Las matemáticas eran difíciles de seguir, pero en conjunto resultó más ordenado y convincente que los libros que los Pinniped le habían proporcionado en Ursulaborg, que hacían hincapié en trucos y técnicas para ganar antes que en la teoría básica. Aquello fue un alimento mental que la dejó con ganas de más.

Los libros la ayudaron a pasar el tiempo mientras su cuerpo terminaba de sanar. Gradualmente, emprendió un régimen de ejercicios para recuperar fuerzas mientras sus ojos buscaban cualquier posibilidad de huida.

Pasó una semana. Maia leía y estudiaba, paseaba por el jardín, ponía a prueba la implacable vigilancia de las guardianas, y se preocupaba incesantemente por el destino de Leie y Brod. Ni siquiera podía preguntar si había más cartas, ya que al parecer Brod se había visto obligado a pasarle de contrabando la última. Preguntarlo podría traicionar a su amigo.

Se negó a demostrar su frustración, para que sus captoras no tuvieran la menor satisfacción, pero de noche la imagen de la fatal explosión de Renna acechaba sus sueños. Varias veces despertó para encontrarse sentada en la cama, con ambas manos sobre su desbocado corazón, jadeando como si se hallara atrapada en un espacio sin aire, bajo tierra.

Un día, las guardianas le anunciaron que tenía una visita.

—Tu graciosa anfitriona, Odo, del Clan Persim —proclamó la criada, y luego se apartó obsequiosamente para dejar paso a una mujer mayor y alta, de cara ancha y porte aristocrático.

—Sé quién es usted —le dijo Maia—. Renna dijo que preparó su secuestro.

La patricia se sentó en una silla y suspiró.

—Era un buen plan, aunque tú ayudaste a estropearlo en diversos sentidos.

—Gracias.

La noble asintió, un gesto amable.

—No hay de qué. ¿Te gustaría saber por qué corrimos tantos riesgos y nos tomamos tantas molestias?

Una pausa.

—Hable si quiere. No voy a ir a ninguna parte.

Odo abrió los brazos. .

—Había numerosos individuos e incontables grupos que querían eliminar al Exterior. La mayoría por motivos viscerales e irreflexivos, como si su eliminación pudiera volver atrás el reloj, borrando de facto el redescubrimiento de Stratos por parte del Phylum Homínido.

»Algunas fantaseaban con la idea de que su eliminación detendría la venida de las hielonaves. —Odo sacudió la cabeza con aristocrático desprecio—. Esos enormes transportes llenos de pacíficos invasores llegarán mucho después de que nosotras hayamos muerto. Hay tiempo suficiente para pensar una solución. Vengarse de un pobre correo sólo debilitaría nuestra posición, cuando el contacto pleno se restableciera, si eso llega a ocurrir.

—Eso en cuanto a los motivos de las demás. Naturalmente, usted tenía motivos de más peso para apresar a Renna. Como sonsacarle información.

La anciana asintió.

—Había elementos de interrogatorio, ciertamente. Nuestras aliadas Perkinitas estaban interesadas en los nuevos métodos de división de genes, que podrían llevar a la autoclonación sin varones. Otras buscaban mejorar la tecnología defensiva, o conocer las debilidades de las hielonaves para que pudiéramos destruirlas lejos de Stratos.

—Lejos del público, querrá decir. Para que la mayoría no supiera que asesinamos a cientos de miles de personas.

—Me dijeron que reaccionabas bastante rápido para ser un ratón —replicó Odo—. No eran ésas las únicas ideas para utilizar a tu amigo alienígena y su conocimiento.